unque haya quienes remonten el origen de la ciencia ficción a los tiempos de Luciano de Samósata -e incluso a los de Platón-, no puede hablarse del susodicho género hasta la segunda mitad del siglo XIX. En líneas generales, toda historia ad hoc ha de sustentarse en hipótesis o presupuestos con una base científica o que tengan, al menos, "apariencia científica". En La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall (1835), Edgar Allan Poe fantaseaba con un viaje a la luna en un globo aerostático equipado con una serie de adelantos tecnológicos que contrarrestarían la falta de oxígeno en el espacio exterior; esta parafernalia técnica, absolutamente irrealizable, formaba parte inherente del relato. Los padres de las primeras aportaciones sustanciosas al género -Julio Verne o Herbert George Wells- ampliaron su radio de acción e influencias. Y gracias a ellos, en el relato de anticipación -que no ha de localizarse forzosamente en el futuro- tuvieron cabida disciplinas como la filosofía o la sociología. Desde entonces, la ontología convive con la cacharrería más estrafalaria, y la alegoría con los vaticinios más peliagudos.
El atrezzo típico del género, como esos encuentros y desencuentros con razas alienígenas, esas rebeliones de robots que además de inteligencia han desarrollado el oportuno instinto asesino, los viajes a lo largo y ancho de la galaxia y a lo largo y ancho de la Historia, sirven para darle sabor al caldo pero, en última instancia, lo realmente nutritivo reside en esos apuntes que invitan al lector a la reflexión. Las especulaciones sobre el tiempo por venir no se preocuparán de las inagotables prestaciones de los electrodomésticos del mañana, sino de los individuos que quizás crucen las aceras de las ciudades en tiempos venideros. No hay que dejarse engañar por las apariencias. A pesar de ubicar sus tramas en un mañana posible o imposible, el tiempo que preocupa realmente al autor de ciencia ficción es el presente. Y los lectores que le preocupan son los de hoy, acaso sólo porque han de ser éstos quienes compren sus libros. En cualquier caso, a ellos les plantea los interrogantes o les da las respuestas que considera oportunas.
La óptima buena salud de la que goza en la actualidad tiene su razón de ser: determinadas conquistas científicas y tecnológicas están abriendo numerosas puertas otrora cerradas que, además de dar pábulo a la imaginación, parecen reflejar aquellos mañanas imaginados ayer por autores como Stanislav Lem, J. G. Ballard o Philip K. Dick, un escritor éste que he convertido en una obsesión mía. De Dick se acaba de publicar una novela de título muy sugerente: Esperando el año pasado (Minotauro). La historia está ambientada a mediados del siglo XXI. En ese futuro hipotético, el planeta se haya envuelto en una guerra devastadora que se está prolongando más de lo debido (seguramente, toda guerra dura siempre más de la cuenta). La gente combate el horror y el hartazgo como buenamente puede. Quienes pueden permitírselo viven unas existencias longevas gracias a sistemáticos trasplantes de órganos; otros se aíslan dentro de paraísos artificiales que ofrecen puntillosas reconstrucciones de los escenarios de su infancia. Pero éstos son los menos. Los más apelan a drogas de diseño. La última en aparecer es la JJ-180, una droga ideada para crear una adicción inmediata. En realidad es un arma de guerra y jamás debería haber llegado a la ciudadanía pero, en el fondo, ¿qué más da?
El protagonista es un médico de nombre Eric Sweetscent, recién entrado al servicio del Secretario general de Naciones Unidas, Gino Molinari, un líder con tal empatía por sus súbditos que desarrolla las mismas enfermedades de éstos (y sana cuando ellos), a quien no le tiembla el pulso si se trata de ejecutar a alguno; "una mezcla de Lincoln y Mussolini", escribe Dick, que mantiene alta la moral haciendo las pertinentes (falsas) promesas de victoria a la gente. El doctor Sweetscent descubre un pequeño, aterrador secreto: Molinari murió en un atentado años atrás. Peor aún: Molinari ha muerto no una, sino varias veces, por diferentes causas, pero se las ha apañado para "resucitar" a fin de no faltar en el puesto de mando. Ha hecho una dinastía de sí mismo, afirma Dick; todo sea en beneficio de la patria. Las consignas políticas resultan sospechosamente familiares: "Así es como funcionan los estados modernos -explica Molinari-; hay cosas que el electorado no sabe, no debe saber por su propio bien. Todos los gobiernos han funcionado así, no sólo el mío". Y uno no puede evitar mirar alrededor y preguntarse la de cosas que ignoramos "por nuestro propio bien".
Aún así, insisto, las realidades con las que especula la ciencia ficción no deben hacerse forzosamente realidad. No son profecías, sino advertencias.
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