Escritor y catedrático de Literatura, UCLA
Foto: GTRES
Pocos españoles se han esforzado por dejar de serlo con la constancia de José María Blanco White. Nacido en 1775 en Sevilla, se refugió en Londres al producirse la invasión napoleónica y, fascinado por el ambiente de libertad que allí se respiraba, hizo el firme propósito de convertirse en inglés. Cambió de lengua, de religión, de costumbres, de hábitos mentales, incluso de nombre. Intentó transformarse en otra persona, pensar y comportarse como un británico, diseñar su identidad de acuerdo al molde anglosajón. Y hasta cierto punto puede decirse que lo consiguió. Pero al final de su vida, abrumado por las enfermedades y por los desengaños, comprobó que eliminar esa parte esencial de su identidad no era tarea fácil. Sus pensamientos empezaron a poblarse de recuerdos de su infancia, irrumpieron en sus sueños emotivos fragmentos en su lengua materna, sintió renacer con fuerza la nostalgia de su patria querida. Y es en esos momentos cuando decidió escribir la novela Luisa de Bustamante, como una especie de testamento espiritual para ayudar a los futuros españoles a construir una sociedad en la que tuviera cabida gente como él.
La actitud de Blanco puede parecernos extrema, pero no injustificada. La época de Fernando VII representa uno de los puntos más bajos de nuestra historia. En esos años comienza la tradición de una España desorientada, sin clase dirigente, dividida en dos grupos hostiles que intentan con todas sus fuerzas destruirse, pero sin que ninguno de ellos disponga de los medios para lograrlo. A principios del XIX comienza también la tradición, que Blanco-White encarna en su vertiente más radical, de una clase progresista hostil hacia las señas de identidad colectivas de la nación. En una sociedad dominada por las fuerzas más oscuras del fanatismo y de la intolerancia, en la que los liberales eran perseguidos por sus ideas y se veían obligados a sufrir cárceles y exilios (y todo con el apoyo, o al menos la indiferencia, de la mayoría del pueblo), los progresistas se sintieron inclinados a pensar que el problema de España no tenía remedio. Muchos de ellos afirmaron que no se trataba de una mera cuestión coyuntural, sino de esencia. El país que se había configurado con un criterio religioso a lo largo de la Edad Media, en un largo enfrentamiento contra los musulmanes, tenía el fanatismo incrustado en su misma médula. La intolerancia formaba parte de su carácter. Las guerras civiles de los dos siglos siguientes no hicieron sino reforzar ese convencimiento.
¿Y la realidad actual? Hace ya casi cuarenta años que nos embarcamos en un ambicioso proyecto destinado a crear un país basado en la democracia, la libertad y el respeto a la diferencia. Un país en el que todos, independientemente de sus ideas, tuvieran cabida. ¿Lo hemos conseguido? Hay buenos motivos para pensar que sí. La España actual tiene graves problemas, sin duda, pero, a diferencia de los siglos pasados, nos ofrece también los medios para solucionarlos. Y es ahí donde radica la clave. Como bien pudo comprobar Blanco White, todas las sociedades, vistas de cerca, terminan por decepcionarnos, pero hay una diferencia radical entre aquellas en que los individuos pueden desarrollarse libremente e involucrarse en la solución de los conflictos, y aquellas que no permiten hacerlo.
Sin embargo, en un país que, al margen de sus carencias, entronca con el que durante siglos querían construir nuestros antepasados progresistas, no deja de ser paradójico que sus herederos actuales muestren una gran apatía por el proyecto. El caso de Fernando Trueba, que declaró hace poco no haberse sentido español ni cinco minutos de su vida, es muy revelador. Sobre todo porque no constituye en modo alguno una excepción.
Manifestar que preferiríamos que no haya fronteras es una de esas afirmaciones mostrencas que, analizadas en profundidad, no significan nada.
Los españoles de izquierdas se dividen entre los que se inscriben en las filas más radicales de los nacionalismos periféricos y los que, yéndose al otro extremo, buscan refugio en un universalismo evasivo. La reacción del vicepresidente de la FAPAE a las palabras de Trueba refleja bien esta actitud. Según Joxe Portela, no tiene nada de extraño que alguien como Trueba quiera que las fronteras desaparezcan, ya que las divisiones en estados y naciones sólo sirven para limitar la creatividad. Lo cual implica salirse por la tangente. Manifestar que preferiríamos que no haya fronteras es una de esas afirmaciones mostrencas que, analizadas en profundidad, no significan nada. Como decir que queremos que no haya guerras, que la gente sea buena y que el mundo sea feliz. ¿Quién va a oponerse a generalidades de ese tipo? El problema es que los seres humanos no somos buenos y que la realidad que nos rodea se caracteriza por la existencia de fronteras, guerras y conflictos. En un mundo que responde a esas características, si no queremos que sean otros los que decidan por nosotros, es necesario tomar partido.
Decir que no me siento español implica afirmar que no me une con los miembros de esa colectividad ningún lazo afectivo y que, por tanto, no me considero involucrado en la construcción con ellos de un proyecto común. En este sentido, yo debo reconocer que, aunque llevo más de treinta años viviendo fuera de España, ni cinco minutos de mi vida he dejado de sentirme español. Una afirmación de este tipo no implica que me sienta orgulloso de la España actual. Obviamente no puedo estar orgulloso de un país dominado por la corrupción y la picaresca, la superficialidad de la cultura, la deshonestidad intelectual, la desorientación de las izquierdas y la incapacidad de las clases dirigentes. Lo que significa es que estoy decidido a contribuir en la medida de mis posibilidades a crear un país del que pueda sentirme orgulloso. Implica, en definitiva, aceptar una responsabilidad y asumir un compromiso. Porque doscientos años de espera son muchos años para afirmar ahora que el proyecto no merecía la pena. Sobre todo cuando no se aportan razones convincentes para justificarlo.
En la España actual hay dos alternativas de futuro que prueban ser excluyentes, y es necesario, por tanto, decidir cuál de ellas preferimos. Una pretende involucrar a todos los pueblos que la componen en el desarrollo de un proyecto común democrático, tolerante y respetuoso con la pluralidad. La otra se propone fragmentar el país en pequeñas unidades, que, por todos los indicios, se procuraría que fueran homogéneas. Puestos a comparar, no encuentro ninguna razón de peso para preferir la segunda. Más bien todo lo contrario. Crear sociedades a ser posible uniformes, para evitar las tensiones que origina la heterogeneidad racial, lingüística o religiosa, es lo que vienen intentando hacer todos los pueblos del mundo desde hace cientos de años. La diversidad religiosa, así como la racial, han terminado generalmente por aceptarse en nuestros países sin mayores traumas. Pero no así la lingüística. Construir una nación que integre grupos con culturas, lenguas y tradiciones diferentes, me parece un experimento ambicioso y noble, por el que merece la pena luchar. Superar con éxito el reto serviría para demostrar que la diversidad no implica meramente incrementar los problemas, sino también las posibilidades. Porque las tensiones que genera, si se saben manejar bien, contribuyen a crear una sociedad más dinámica y, en definitiva, más fuerte.
La democracia española es lógico que confronte enemigos. Pero si los que se supone que deberían defenderla se inhiben de hacerlo, me temo que tenga sus días contados. Porque el entusiasmo no se puede neutralizar con la apatía. Los nacionalismos pueden gustarnos o no, pero no es inteligente ignorarlos, sobre todo cuando, debido en gran parte a la torpeza de nuestra clase dirigente (políticos, periodistas, historiadores, artistas, intelectuales), la crispación que producen está empezando a condicionar de manera decisiva nuestra convivencia. ¿Qué salida se ofrece? En mi opinión, el entusiasmo sólo puede neutralizarse con el entusiasmo. Afirmaciones como las de Trueba lanzan a los independentistas el mensaje equivocado, ya que contribuyen a hacerles creer que su proyecto es capaz de generar pasiones y arrastrar voluntades, mientras que el nuestro sólo produce indiferencia.
El filósofo americano Thomas Paine aseguraba que únicamente somos capaces de valorar aquello que nos ha costado un gran esfuerzo o por lo que hemos tenido que pagar un precio muy alto. Tal vez la relativa facilidad con que se resolvió la transición a la democracia hace cuarenta años nos ha llevado a minusvalorar el modelo de sociedad en que vivimos. Olvidamos que se trata de un proyecto que lleva más de dos siglos intentado materializarse y por el que han estado dispuestos a luchar generaciones enteras de españoles, dejando en el proceso una estela de sangre y de sufrimiento. Con nuestra apatía no sólo desestimamos el enorme esfuerzo que se ha visto obligado a realizar el pueblo español en las últimas décadas, sino también el legado de todos aquellos que nos precedieron en el intento de construir una sociedad abierta y tolerante. Si el experimento en el que estamos inmersos no consiguiera cuajar, su fracaso legitimaría la actitud de los que, como Donald Trump (por mencionar el ejemplo más conocido), proponen que la diversidad es nociva y debe procurar eliminarse. En un país como el nuestro, tan proclive a los fanatismos y a las exclusiones, por primera vez en la historia nos encontramos en el lado correcto del tablero. La oportunidad que tenemos es única. Sería triste que, por frivolidad o por desidia, permitiéramos que se frustre.
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