"Yo creo que enseñar vale más que gobernar y que el verdadero hombre de estado no es el que da leyes que no sirven para nada, sino el que se esfuerza por elevar la condición del hombre".
JUAN JOSÉ RUIZ MOLINERO GRANADA
Antes de acercarnos algo a las premisas del pensamiento ganivetiano, con sus luces y sombras, es vital hablar de su método, del instrumento básico en que cimienta su revolución, su protesta. Naturalmente ese instrumento es la idea, pero elevada a un rango especial, dentro de unas matizaciones originales. "Creo -dice- que lo que realmente viven son las ideas, y la especie, en cuanto necesaria para servir de asilo a las ideas (Idearium español)… Lo interesante -añade en Granada la Bella- es tener ideas y colocarlas donde deben estar, en los sitios más altos… Las ideas (España filosófica) son piedras angulares del edificio de la vida… Si queremos quebrantar un poder luchemos por destruir la idea que lo sostiene (Idearium)… Un hombre puede mucho cuando expone ideas que influyen con el tiempo para cambiar el rumbo de la sociedad (Los trabajos del infalible creador Pío Cid)".
Pero estas citas conviene matizarlas. La idea es resultado de la total libertad humana y de ahí circunstancias como el progreso, la propiedad, incluso la democracia liberal, etc. le estorben. Para él, la idea es algo puro, sublime, excepcional. "La transformación de la sociedad se opera mediante invenciones intelectuales que más tarde se convierten en hechos reales. Se inicia una nueva idea y esta idea que al principio pugna con la realidad, comienza a florecer y a fructificar y al cabo de algún tiempo la idea está humanizada, triunfa, impera y destruye de rechazo lo que le precede".
Pero estas ideas, por supuesto, no han de imponerse por la fuerza, sino por su propio peso. Si no fuera así sería la opresión misma. Además él matiza muy cuidadosamente sobre las ideas "picudas" y "redondas": las primeras, destructoras; las otras, creadoras.
"Las ideas -dice- no aventajan nada con declarar la guerra a otras ideas, son mucho más nobles cuando se acomodan a vivir en sociedad y para conseguir esto es para lo que hay que trabajar en España. Sea lícito profesar y defender toda clase de ideas, pero 'intelectualmente' no al modo de los salvajes. Desde el momento que una idea acata la solidaridad intelectual de una nación y transige lo necesario para que los sentimientos fraternales no se quiebren, se transforma en una fuerza utilísima, porque incita a los hombres al trabajo intelectual; no crea parcialidades exclusivistas y demoledoras, crea cerebros sanos y robustos, que no producen sólo actos y palabras, sino algo mejor: obras".
Esta frase creo que arroja a tierra los argumentos de alguna crítica sobre el carácter totalitario de las ideas de Ganivet, aunque reconozcamos que es difícil encajarlo dentro de un sello democrático convencional que, como un ácrata genuino, que abomina de todo poder, le repugna jugar con el poder haciendo componendas partidistas. Su ideal democrático es más interno, más puro, más idealista, es decir más irreal, como es su mundo. Sin embargo, hoy mismo serían perfectamente asumibles, cuando después de una dictadura, vivimos en el camino iniciado, tras la desaparición del dictador, otro intento de vida en común, "civilizadamente", en concordia y "solidaridad intelectual".
Pero, además, Ganivet es un adelantado ecologista que teme que los avances técnicos y científicos den al traste con el hombre. "Yo aplaudo -dice- a los hombres sabios y prudentes que nos han traído el telescopio y el microscopio, el ferrocarril y la navegación por medio del vapor, el teléfono y el telégrafo, el pararrayos, la luz eléctrica y los rayos X; a todos se les debe agradecer los malos ratos que se han dado… Pero digo también que cuando acierto a levantarme siquiera dos palmos sobre las vulgaridades rutinarias que me rodean, y siento el calor y la luz de alguna idea grande y pura, todas esa bellas invenciones no me sirven para nada".
Esas pintorescas palabras tendrían sentido si el ferrocarril se cambiase por los vuelos espaciales y la luz eléctrica por la energía nuclear. Y, además, si viviese en un mundo afectado por el cambio climático y los riesgos reales que hoy existen para la propia existencia del hombre. Ganivet teme la invasión de la técnica, dominando todos los espacios del hombre, anulándolo, oprimiéndolo, convirtiéndolo en esclavo de los aparatos y los botones. Teme y se revela a convertirse en esclavo de la civilización. Ese pintoresquismo atrabiliario no oculta, en el fondo, al ecologista que canta a la naturaleza y al ser humano en libertad.
Siendo un convencido de las ideas, puede extrañar que hablemos de revolución cuando él mismo hace ascos de la política y hasta de los juegos de parlamentos e instituciones que ya anticipa roídas por la corrupción. Pero, aunque parezca contradictorio, Ganivet, pese a creer que las ideas 'redondas' sólo puede imponerse civilizadamente, traza en ellas toda una revolución contra lo establecido o lo que hoy diríamos políticamente correcto: no cree en el poder, en la justicia, en la propiedad ni en el amor con papeles. Sólo cree en el poder de la educación.
"Yo creo que enseñar vale más que gobernar y que el verdadero hombre de estado no es el que da leyes que no sirven para nada, sino el que se esfuerza por levantar la condición del hombre. Quienquiera que haga de un tonto un discreto, de un haragán un trabajador, de un tunante un hombre de bien, ha hecho él solo más que diez generaciones de hombres políticos de esos que se contentan con ver funcionar por fuera el mecanismo de las instituciones".
Aplíquese hoy mismo ese pensamiento y piénsese si no lleva razón Ganivet cuando en aquellos tiempos de derrotismo y calamidad, de lamentaciones, habla de rescatar el futuro educando a un pueblo para lograr instituciones estables e impedir los enfrentamientos cainitas que, antes sufrimos, y después con más cruel intensidad. ¿No ha sido la falta de educación, en todos los sentidos, clave de los males españoles?
Educar en la convivencia es tanto respetar la vida del vecino, como su sueño; es tanto no darle un tiro como abstenerse de tirar la basura en medio de la calle. Un país no se gobierna sólo legislando, sino educando. Ganivet lo apuntaba con meridiana claridad.
En obras aparentemente localistas como Granada la bella -síntesis de su ideal acerca de la preponderancia de la ciudad sobre la nacionalidad incluso- o en el desarrollo de esa idea de nacionalidad, expuestas en el Idearium español, o en el análisis cruel y expeditivo que hace en La Conquista del reino Maya, de la civilización europea, se expone esa idea revolucionaria de cambiar las cosas o, al menos, no aceptarlas en su propio comportamiento personal.
En ese enrejado idealista hay que subrayar que Ganivet no es, precisamente, un demócrata al uso, detestando lo juegos políticos parlamentarios, las 'autoridades enanas' que nos gobiernan. Parecería un déspota, pero había que superar sus conceptos sobre el parlamentarismo, las leyes, las instituciones para no olvidar que la libertad que él defiende es más honda e individual. Para él la autoridad y todo lo que representa tiene muy poca importancia, comparada con la libertad espiritual. "Yo tengo fe en la libertad -dice Pío Cid- y todo lo resuelvo por la libertad; ni mando ni tolero que manden otros; quien debe mandar es la razón." ¿Hay algo más hermosamente explícito acerca de la libertad como totalidad del pensamiento esencialmente tan español, tan granadino, de no aceptar que manden otros?
Pero estas citas conviene matizarlas. La idea es resultado de la total libertad humana y de ahí circunstancias como el progreso, la propiedad, incluso la democracia liberal, etc. le estorben. Para él, la idea es algo puro, sublime, excepcional. "La transformación de la sociedad se opera mediante invenciones intelectuales que más tarde se convierten en hechos reales. Se inicia una nueva idea y esta idea que al principio pugna con la realidad, comienza a florecer y a fructificar y al cabo de algún tiempo la idea está humanizada, triunfa, impera y destruye de rechazo lo que le precede".
Pero estas ideas, por supuesto, no han de imponerse por la fuerza, sino por su propio peso. Si no fuera así sería la opresión misma. Además él matiza muy cuidadosamente sobre las ideas "picudas" y "redondas": las primeras, destructoras; las otras, creadoras.
"Las ideas -dice- no aventajan nada con declarar la guerra a otras ideas, son mucho más nobles cuando se acomodan a vivir en sociedad y para conseguir esto es para lo que hay que trabajar en España. Sea lícito profesar y defender toda clase de ideas, pero 'intelectualmente' no al modo de los salvajes. Desde el momento que una idea acata la solidaridad intelectual de una nación y transige lo necesario para que los sentimientos fraternales no se quiebren, se transforma en una fuerza utilísima, porque incita a los hombres al trabajo intelectual; no crea parcialidades exclusivistas y demoledoras, crea cerebros sanos y robustos, que no producen sólo actos y palabras, sino algo mejor: obras".
Esta frase creo que arroja a tierra los argumentos de alguna crítica sobre el carácter totalitario de las ideas de Ganivet, aunque reconozcamos que es difícil encajarlo dentro de un sello democrático convencional que, como un ácrata genuino, que abomina de todo poder, le repugna jugar con el poder haciendo componendas partidistas. Su ideal democrático es más interno, más puro, más idealista, es decir más irreal, como es su mundo. Sin embargo, hoy mismo serían perfectamente asumibles, cuando después de una dictadura, vivimos en el camino iniciado, tras la desaparición del dictador, otro intento de vida en común, "civilizadamente", en concordia y "solidaridad intelectual".
Pero, además, Ganivet es un adelantado ecologista que teme que los avances técnicos y científicos den al traste con el hombre. "Yo aplaudo -dice- a los hombres sabios y prudentes que nos han traído el telescopio y el microscopio, el ferrocarril y la navegación por medio del vapor, el teléfono y el telégrafo, el pararrayos, la luz eléctrica y los rayos X; a todos se les debe agradecer los malos ratos que se han dado… Pero digo también que cuando acierto a levantarme siquiera dos palmos sobre las vulgaridades rutinarias que me rodean, y siento el calor y la luz de alguna idea grande y pura, todas esa bellas invenciones no me sirven para nada".
Esas pintorescas palabras tendrían sentido si el ferrocarril se cambiase por los vuelos espaciales y la luz eléctrica por la energía nuclear. Y, además, si viviese en un mundo afectado por el cambio climático y los riesgos reales que hoy existen para la propia existencia del hombre. Ganivet teme la invasión de la técnica, dominando todos los espacios del hombre, anulándolo, oprimiéndolo, convirtiéndolo en esclavo de los aparatos y los botones. Teme y se revela a convertirse en esclavo de la civilización. Ese pintoresquismo atrabiliario no oculta, en el fondo, al ecologista que canta a la naturaleza y al ser humano en libertad.
Siendo un convencido de las ideas, puede extrañar que hablemos de revolución cuando él mismo hace ascos de la política y hasta de los juegos de parlamentos e instituciones que ya anticipa roídas por la corrupción. Pero, aunque parezca contradictorio, Ganivet, pese a creer que las ideas 'redondas' sólo puede imponerse civilizadamente, traza en ellas toda una revolución contra lo establecido o lo que hoy diríamos políticamente correcto: no cree en el poder, en la justicia, en la propiedad ni en el amor con papeles. Sólo cree en el poder de la educación.
"Yo creo que enseñar vale más que gobernar y que el verdadero hombre de estado no es el que da leyes que no sirven para nada, sino el que se esfuerza por levantar la condición del hombre. Quienquiera que haga de un tonto un discreto, de un haragán un trabajador, de un tunante un hombre de bien, ha hecho él solo más que diez generaciones de hombres políticos de esos que se contentan con ver funcionar por fuera el mecanismo de las instituciones".
Aplíquese hoy mismo ese pensamiento y piénsese si no lleva razón Ganivet cuando en aquellos tiempos de derrotismo y calamidad, de lamentaciones, habla de rescatar el futuro educando a un pueblo para lograr instituciones estables e impedir los enfrentamientos cainitas que, antes sufrimos, y después con más cruel intensidad. ¿No ha sido la falta de educación, en todos los sentidos, clave de los males españoles?
Educar en la convivencia es tanto respetar la vida del vecino, como su sueño; es tanto no darle un tiro como abstenerse de tirar la basura en medio de la calle. Un país no se gobierna sólo legislando, sino educando. Ganivet lo apuntaba con meridiana claridad.
En obras aparentemente localistas como Granada la bella -síntesis de su ideal acerca de la preponderancia de la ciudad sobre la nacionalidad incluso- o en el desarrollo de esa idea de nacionalidad, expuestas en el Idearium español, o en el análisis cruel y expeditivo que hace en La Conquista del reino Maya, de la civilización europea, se expone esa idea revolucionaria de cambiar las cosas o, al menos, no aceptarlas en su propio comportamiento personal.
En ese enrejado idealista hay que subrayar que Ganivet no es, precisamente, un demócrata al uso, detestando lo juegos políticos parlamentarios, las 'autoridades enanas' que nos gobiernan. Parecería un déspota, pero había que superar sus conceptos sobre el parlamentarismo, las leyes, las instituciones para no olvidar que la libertad que él defiende es más honda e individual. Para él la autoridad y todo lo que representa tiene muy poca importancia, comparada con la libertad espiritual. "Yo tengo fe en la libertad -dice Pío Cid- y todo lo resuelvo por la libertad; ni mando ni tolero que manden otros; quien debe mandar es la razón." ¿Hay algo más hermosamente explícito acerca de la libertad como totalidad del pensamiento esencialmente tan español, tan granadino, de no aceptar que manden otros?
No hay comentarios:
Publicar un comentario