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domingo, 24 de enero de 2016

La Silla del Moro o la atalaya perfecta granadahoy.com

 
Dos jubilados contemplan la ciudad desde uno de los miradores.
Escaleras que van a la Silla del Moro.

DESPUÉS de conocer la experiencia sobre la olla de San Antón, Harry me pide que le organice un paseo largo para eliminar parte de las calorías que cogió durante la ingesta de tan nutritivo guiso granadino. Así que pensé que podíamos quedar en el Salón, ir desde allí a Plaza Nueva, subir la Cuesta de Gomérez, internarnos en el bosque de la Alhambra y acabar en la Silla el Moro, otro de los enclaves característicos de esta ciudad que fue un pequeño castillo en la época nazarí. 

La mañana está limpia y fría. El termómetro instalado en Puerta Real sólo marca un grado y Harry se me ha presentado con un gorro de lana y una bufanda. Comenzamos el recorrido con la esperanza de que el astro aparezca pronto y sus rayos hagan su función. En Plaza Nueva elegimos un sitio para desayunar. Es una cafetería que se llama La Espera y que con las tostadas te ponen sabrosas rodajas de embutido. A Harry no le apetece y pide sólo un té verde para entrar en calor. Yo me zampo una crujiente y riquísima tostada con aceite y un café doble. Y dos lonchas de jamón. Para mí San Antón ya está lejos. 

Durante el desayuno Harry me cuenta que tiene un vecino al que la otra mañana le dijo educadamente "Buenos días" y éste le respondió: "A la noche lo veremos". No entendió la respuesta. Yo le dije a Harry que ese es un ejemplo más de la malafollá granaína, ese concepto adherido a la forma del ser del habitante de la capital que tanto da que hablar. 

-¿Qué ser la malafollá entonces? ¿Un tópico? ¿Una sensación? ¿Una emoción? ¿Una manera de ser? 

-Joder, Harry, yo que sé. Ha habido muchos estudiosos que han intentado definirla pero es muy difícil si no pones ejemplos. 

Entonces le conté lo que le pasó a mi amigo Pepe el Geólogo cuando fue a Costales a comprar dos plumas antiguas en el tiempo en el que popular papelero había puesto un cartel diciendo que liquidaba todos los productos por el cierre del negocio. Pepe cogió dos plumas que se vendían por cien pesetas. Cuando fue a pagar encontró al dependiente leyendo el periódico. Mi amigo, para romper el hielo, quiso hacerse el simpático y le preguntó si aquellas plumas todavía podían escribir. El papelero, dejó un momento de leer el periódico, le miró por encima de las gafas y espetó: 

-Por diez duros que cuestan no querrá usted que escriban el Quijote. 

También le conté a Harry otro ejemplo, el que le pasó a Fernando de Villena, un escritor al que le encantan los cacahuetes aunque a veces le sientan mal. Un día que vio a un manisero le pidió que le vendiera sólo la mitad de una de las bolsas que ofrecía a los clientes, precisamente para evitar comer más de los que su estómago resiste. Al manisero se le aflojaron las facciones de su cara y en una especie de mueca asombrada y dolorida, contestó: 

-¿Qué pasa? ¿Que tiene usted hoy invitados en casa? 

A Harry le cuesta entender lo que es la malafollá y dice que no entiende por qué los granadinos tenemos ese carácter si vivimos en uno de los lugares más bonitos de España y tenemos el privilegio de disfrutar de una naturaleza tan diversa y variada. Harry no entiende por qué los granadinos construimos nuestro carácter desde nuestras negatividades y nos quejamos tanto de nuestra suerte. Le digo que yo tampoco lo entiendo y que posiblemente sea porque sencillamente somos así. No debemos buscar explicación a algo que no la tiene. 

A las Silla llegamos a las diez de la mañana. Es sábado y está abierto (solo abren los fines de semana). Entonces le cuento a Harry que lo de la Silla el Moro es una denominación popular porque allí había antiguamente un castillo llamado Santa Elena y sus restos, desde lo lejos, parecían uno de esos objetos que sirven para sentarse. Lo 'del Moro' fue porque, según la leyenda, desde allí contempló el último rey musulmán, muy afligido, el fin de su reinado poco antes de que su madre le dijera aquello de "lloras como mujer lo que no supiste defender como hombre". Fue construido en el siglo XIII, como parte de una cerca defensiva del Generalife, sobre el que se situaba. Quedó arruinado en el siglo XVII y no volvió a reconstruirse hasta la actualidad. Según algunos estudiosos, en el siglo XIV incluyó una mezquita y su función principal era el control de la distribución de agua de la acequia hacia los palacios del Generalife y la Alhambra y las huertas circundantes. El experto arabista Emilio de Santiago estaba convencido de que estaba conectado con el palacio de Dar al-Arusa, cuyos trazos los podemos encontrar en un cerro que hay por encima a través de una valla que lo circunda. 

Una vigilante del Patronato de la Alhambra que hay a la entrada nos da los buenos días desde una garita de madera. El lugar se encuentra casi sin público, quizás porque es temprano quizás porque son pocos los granadinos y turistas que saben que aquel lugar histórico se puede visitar. 

-Creo que es porque la gente no sabe que esto está abierto los sábados y domingos. Si se le diera más publicidad…- reflexiona en voz alta la vigilante. 

A la entrada a la izquierda hay una placa que indica la historia del lugar. Dice, por ejemplo, que el siglo XVIII desapareció el cuerpo de la torre principal. En el siglo XX, sufrió diversas intervenciones negativas, con la finalidad de realizar sobre su obra, primero un mirador (1942), y después un restaurante (1966-1970), que llegó a construirse, aunque nunca entró en uso. En la década de 1980, la construcción añadida para el restaurante se vino abajo parcialmente, debido a su mala factura, tras lo que el Patronato de la Alhambra y Generalife, órgano gestor del recinto, acordó demoler el resto de añadidos y comenzar su restauración, que finalizó en 2010. 

Harry está encantado. La caminata le ha sentado bien y ahora se encuentra en el altozano en el que se ve una de las vistas más hermosas e inigualables de Granada. El aire es limpio y lo que se ven son muchos ciclistas que van al camino de la Acequia Real. Ante nosotros se abren unas vista de tan amplitud y hermosura que dudo yo la supere ninguna otra atalaya de la ciudad. Desde allí se ve toda la capital en su amplitud porque te permite recorrer el entorno y fijar la vista en los cuatro puntos cardinales del horizonte. Le digo con el índice apuntado al horizonte donde está la Abadía del Sacromonte, y la catedral, y el barrio del Albaicín… La Alhambra no hace falta que se la señale porque es la que, en primer plano, da cercanía a la vista. 

Un jubilado granadino que observa la ciudad desde el mirador nos cuenta que aquel sitio fue un lugar de encuentro para los granadinos y un escenario de citas de parejas enamoradas. 

-Aquí quedábamos los novios para darnos el lote. Un amigo mío dejó aquí preñá a su novia. Estuvo a punto de ponerle al niño Boabdil--nos cuenta entre risotadas. 

Harry se ha traído una manzana que compartimos en uno de los bancos que hay a la entrada. Le digo a Harry que la restauración de la Silla del Moro no me gusta demasiado porque, creo, se han aportado muchos elementos modernos que no pegan con el carácter histórico del lugar. Por ejemplo aquellos bancos cuadrados parecen piezas gigantes de un juego infantil de arquitectura y las escaleras en zig-zag no tienen demasiado sentido. Lo mismo que los pasamanos de níquel. 

-Pues a mí gustar mucho. ¿Saber tú lo que decir el arquitecto Otto Vagner? Pues que el arte en vez de declinar debe conquistar la esfera de la modernidad. Y aquí conseguir bien. Tener buen gusto el restaurador. 


Yo no sé lo que dijo Otto Wagner pero sí lo que dijo Chejov, que las obras de arte se dividen en dos, las que gusta y las que no gustan, no hay otro criterio. Así que después de estar varios discutiendo sobre el tema, lo dejamos. Eso sí, no nos marchamos del sitio sin hacerle una reverencia al paisaje. Gracias, Granada.

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