ANDRÉS CÁRDENAS
VAS a traer a un irlandés a mi casa a comer la olla de San Antón? Eso me espetó con cierta extrañeza Nanni, una amiga que todos los años me invita a comer el tradicional guiso granadino, cuando le dije que este año iría a su casa acompañado de mi amigo Harry.
-A mí me da igual porque donde comen doce comen trece. Lo digo por si al guiri no le gusta o después tenemos que llevarlo a urgencias -expuso a continuación Nanni, toda una experta en preparar este plato y en conocer sus efectos.
No te preocupes. Él es un estudioso de la gastronomía y sólo está interesado en saber cómo es este guiso -dije para calmarla.
Y es que el otro día Harry leyó en un periódico local el anuncio de un restaurante granadino que ofertaba raciones de ollas de San Antón a doce euros.
-¿Qué ser olla de San Antón? -me preguntó.
Y yo, en vez de explicárselo, decidí llevarlo de excursión a casa de mi amiga, que prepara una olla de las que se añora todo el año.
-Magnífico. ¿Hay que llevar algo?
-Nada. Mucha hambre.
Así que se lo propuse a Nanni y esta, después de extrañarse de mi propuesta y tras mi oportuna explicación, aceptó encantada que yo llevara a mi amigo el irlandés a esa reunión.
Harry, como he dicho en otros capítulos, es de Limerick, la ciudad que retrata Frank McCourt enLas cenizas de Ángela. En la obra el escritor narra su infancia llena de carencias y de hambre, mucha hambre. Aquel libro, dice Harry, que fue Premio Pulitzer en el año 1997 y del que se hizo una película, retrató una época de una Irlanda que no tiene nada que ver con la de ahora.
Mientras vamos a casa de Nanni, que vive en La Chana, le cuento a Harry que la Olla de San Antón, el 'plato nacional' granadino está muy relacionado con las matanzas de cerdos que se hacían en el campo por estas fechas y que se elaboraba con todo aquello que sobraba en las despensas y de los marranos sacrificados. Aunque hay variedad según la zona, normalmente se hace con habas secas, arroz y todas aquellas piezas del cerdo que antes de inventarse la olla de San Antón se daban por inútiles: patas, morro, rabo, espinazo, costillas, careta… Con el ingrediente fundamental de la morcilla. Harry me cuenta el trayecto que los británicos tienen una 'black pudding' que es muy parecida a la morcilla, pero muy lejos de tener el mismo sabor. También me cuenta que el plato nacional de Irlanda es el Iris Stew, una especie de estofado elaborado con cordero, patatas, cebolla y mucho perejil.
Nanny sirve los platos y veo a Harry con los ojos como tales sin perder detalle del ritual. Primero las habas con el arroz y luego la pringá. Las habas se comen rápido pero la pringá requiere un tratado de preparación que tratamos de enseñarle entre todos a Harry.
Mientras él atiende yo meto en mi boca un trozo de pan con una muestra del revuelto de morcilla, tocino, espinazo y manita. Cierro los ojos. Afuera los nublos del cielo pasan deprisa. Capto el sabor intenso de los ingredientes, que envían a mi cerebro el recuerdo de mi adolescencia en aquellos días en que asistía a alguna matanza. Por debajo, en línea continua, el contrapunto de la sal en cantidad tolerable. El bocado requiere una masticación lenta y segura, el que demanda esa sinfonía de sabores que se entremezclan en mis papilas gustativas. Le hallo al revoltijo un gusto agradable y en su punto. El paladar, embotado tal vez en el inicio del hartazgo, me envía las suficientes señales como para comprender que aquello es un placer de dioses. Su consistente y esponjosa blandura le hace más apto para ser masticado con delectación que para ser engullido al instante. Con dilación trago la pequeña plasta que con cada bocado se adhiere a mis dientes, como si tratara de ponerse a salvo aferrada a ellos. Y abro la boca, esta vez para trasegar un buen trago de vino mosto de Huétor que un comensal ha tenido a bien de aportar.
-A mí me da igual porque donde comen doce comen trece. Lo digo por si al guiri no le gusta o después tenemos que llevarlo a urgencias -expuso a continuación Nanni, toda una experta en preparar este plato y en conocer sus efectos.
No te preocupes. Él es un estudioso de la gastronomía y sólo está interesado en saber cómo es este guiso -dije para calmarla.
Y es que el otro día Harry leyó en un periódico local el anuncio de un restaurante granadino que ofertaba raciones de ollas de San Antón a doce euros.
-¿Qué ser olla de San Antón? -me preguntó.
Y yo, en vez de explicárselo, decidí llevarlo de excursión a casa de mi amiga, que prepara una olla de las que se añora todo el año.
-Magnífico. ¿Hay que llevar algo?
-Nada. Mucha hambre.
Así que se lo propuse a Nanni y esta, después de extrañarse de mi propuesta y tras mi oportuna explicación, aceptó encantada que yo llevara a mi amigo el irlandés a esa reunión.
Harry, como he dicho en otros capítulos, es de Limerick, la ciudad que retrata Frank McCourt enLas cenizas de Ángela. En la obra el escritor narra su infancia llena de carencias y de hambre, mucha hambre. Aquel libro, dice Harry, que fue Premio Pulitzer en el año 1997 y del que se hizo una película, retrató una época de una Irlanda que no tiene nada que ver con la de ahora.
Mientras vamos a casa de Nanni, que vive en La Chana, le cuento a Harry que la Olla de San Antón, el 'plato nacional' granadino está muy relacionado con las matanzas de cerdos que se hacían en el campo por estas fechas y que se elaboraba con todo aquello que sobraba en las despensas y de los marranos sacrificados. Aunque hay variedad según la zona, normalmente se hace con habas secas, arroz y todas aquellas piezas del cerdo que antes de inventarse la olla de San Antón se daban por inútiles: patas, morro, rabo, espinazo, costillas, careta… Con el ingrediente fundamental de la morcilla. Harry me cuenta el trayecto que los británicos tienen una 'black pudding' que es muy parecida a la morcilla, pero muy lejos de tener el mismo sabor. También me cuenta que el plato nacional de Irlanda es el Iris Stew, una especie de estofado elaborado con cordero, patatas, cebolla y mucho perejil.
Nanny sirve los platos y veo a Harry con los ojos como tales sin perder detalle del ritual. Primero las habas con el arroz y luego la pringá. Las habas se comen rápido pero la pringá requiere un tratado de preparación que tratamos de enseñarle entre todos a Harry.
Mientras él atiende yo meto en mi boca un trozo de pan con una muestra del revuelto de morcilla, tocino, espinazo y manita. Cierro los ojos. Afuera los nublos del cielo pasan deprisa. Capto el sabor intenso de los ingredientes, que envían a mi cerebro el recuerdo de mi adolescencia en aquellos días en que asistía a alguna matanza. Por debajo, en línea continua, el contrapunto de la sal en cantidad tolerable. El bocado requiere una masticación lenta y segura, el que demanda esa sinfonía de sabores que se entremezclan en mis papilas gustativas. Le hallo al revoltijo un gusto agradable y en su punto. El paladar, embotado tal vez en el inicio del hartazgo, me envía las suficientes señales como para comprender que aquello es un placer de dioses. Su consistente y esponjosa blandura le hace más apto para ser masticado con delectación que para ser engullido al instante. Con dilación trago la pequeña plasta que con cada bocado se adhiere a mis dientes, como si tratara de ponerse a salvo aferrada a ellos. Y abro la boca, esta vez para trasegar un buen trago de vino mosto de Huétor que un comensal ha tenido a bien de aportar.
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