TRIBUNA ECONÓMICA
La mitad de los españoles ven las corruptelas como el segundo mayor problema nacional, asociándolas a actividades ilegales en las que intervienen políticos y repercuten en la Economía.
ROGELIO / VELASCO
La mitad de los españoles creen que la corrupción es el segundo mayor problema de este país -después del paro-, de acuerdo con el Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de febrero, publicado ayer.
Habría que preguntarse por la definición precisa de corrupción, porque si se adopta una definición amplia, como el no cumplimiento de las leyes para obtener algún beneficio particular, estaríamos incluyendo a una buena parte de la población que, con mayor o menor frecuencia, no cumple con sus obligaciones fiscales, ya sea por el impuesto sobre la renta o por las transacciones privadas en las que no se declara el IVA.
De manera más restringida, los ciudadanos asocian la corrupción a las actividades ilegales en las que interviene el sector público y los políticos están involucrados. En España, afortunadamente, la corrupción no ha bajado al nivel del funcionariado.
La inmensa mayoría de las actuaciones ilegales que dan lugar a comportamientos corruptos tienen lugar como consecuencia de la toma de decisiones con repercusiones económicas por parte de los representantes políticos.
Conceder una licencia para explotar algún activo público o un contrato para la gestión por una empresa privada de algún servicio suelen ser decisiones que tienen legalmente que acogerse a unos procedimientos administrativos, pero que resultan en la práctica fácilmente burlados, otorgándose la licencia o contrato a alguna empresa privada que, como contrapartida, paga algún dinero a quien tome la decisión.
Los casos que hemos vivido con carácter generalizado, hasta niveles estratosféricos, están relacionados con las recalificaciones urbanísticas que han llevado a cabo comunidades autónomas y ayuntamientos durante la pasada década. Muchos políticos han detentado el poder durante demasiados años. Tantos que se han creído dueños de las instituciones públicas a las que representaban. Otros, aun no estando tantos años, se han incorporado a las instituciones cuando las prácticas corruptas ya estaban generalizadas y se han apuntado a las mismas inmediatamente.
En todos los casos, ha existido un ambiente de impunidad porque no se imaginaban que alguna vez esas prácticas corruptas salieran a la luz y, en particular, que un juez interviniera reclamando documentos de todo tipo para comprobar las denuncias presentadas.
Existen elementos comunes en todos ellos: la absoluta opacidad de las decisiones tomadas; los criterios, legalidad, fines y propósitos de esas decisiones y la imposibilidad de conseguir información para respaldar denuncias. Cuando esa información se ha solicitado -como ha ocurrido en muchos casos-, los responsables políticos simplemente se han negado a entregarla y no ha sucedido nada.
Cuanto más intensa sea la actividad administrativa y más cercanía entre la Administración y los administrados, tanto mayor será la probabilidad de que se cometan actos corruptos que beneficien económicamente a los que detentan el poder.
No hacen falta más leyes -en España tenemos unas 100.000-. Hace falta, sobre todo, transparencia irreversible en las instituciones públicas para que las leyes se cumplan y los ciudadanos tengamos la percepción de que las instituciones funcionan.
Habría que preguntarse por la definición precisa de corrupción, porque si se adopta una definición amplia, como el no cumplimiento de las leyes para obtener algún beneficio particular, estaríamos incluyendo a una buena parte de la población que, con mayor o menor frecuencia, no cumple con sus obligaciones fiscales, ya sea por el impuesto sobre la renta o por las transacciones privadas en las que no se declara el IVA.
De manera más restringida, los ciudadanos asocian la corrupción a las actividades ilegales en las que interviene el sector público y los políticos están involucrados. En España, afortunadamente, la corrupción no ha bajado al nivel del funcionariado.
La inmensa mayoría de las actuaciones ilegales que dan lugar a comportamientos corruptos tienen lugar como consecuencia de la toma de decisiones con repercusiones económicas por parte de los representantes políticos.
Conceder una licencia para explotar algún activo público o un contrato para la gestión por una empresa privada de algún servicio suelen ser decisiones que tienen legalmente que acogerse a unos procedimientos administrativos, pero que resultan en la práctica fácilmente burlados, otorgándose la licencia o contrato a alguna empresa privada que, como contrapartida, paga algún dinero a quien tome la decisión.
Los casos que hemos vivido con carácter generalizado, hasta niveles estratosféricos, están relacionados con las recalificaciones urbanísticas que han llevado a cabo comunidades autónomas y ayuntamientos durante la pasada década. Muchos políticos han detentado el poder durante demasiados años. Tantos que se han creído dueños de las instituciones públicas a las que representaban. Otros, aun no estando tantos años, se han incorporado a las instituciones cuando las prácticas corruptas ya estaban generalizadas y se han apuntado a las mismas inmediatamente.
En todos los casos, ha existido un ambiente de impunidad porque no se imaginaban que alguna vez esas prácticas corruptas salieran a la luz y, en particular, que un juez interviniera reclamando documentos de todo tipo para comprobar las denuncias presentadas.
Existen elementos comunes en todos ellos: la absoluta opacidad de las decisiones tomadas; los criterios, legalidad, fines y propósitos de esas decisiones y la imposibilidad de conseguir información para respaldar denuncias. Cuando esa información se ha solicitado -como ha ocurrido en muchos casos-, los responsables políticos simplemente se han negado a entregarla y no ha sucedido nada.
Cuanto más intensa sea la actividad administrativa y más cercanía entre la Administración y los administrados, tanto mayor será la probabilidad de que se cometan actos corruptos que beneficien económicamente a los que detentan el poder.
No hacen falta más leyes -en España tenemos unas 100.000-. Hace falta, sobre todo, transparencia irreversible en las instituciones públicas para que las leyes se cumplan y los ciudadanos tengamos la percepción de que las instituciones funcionan.
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