Páginas

martes, 13 de septiembre de 2016

Si tienes hijos, la has cagado el Huffington Post

  
Periodista, realizadora y escritora

Si tienes hijos, la has cagado.
Y de qué manera.
"Es una experiencia maravillosa. Lo mejor que me ha pasado en la vida".
Eso dicen las hijas de su madre a las que les sale un niño del tipo "duermo la noche entera, me lo como todo, obedezco, apenas me muevo y te hago quedar bien cuando salimos al restaurante". Como podéis deducir, este no es mi caso. Y eso que mi madre siempre me suelta el mismo rollo:
"No sé de qué te quejas. Tus hijos son buenos... pero es que son eso, críos".
Pues ahí está el problema, que son niños, y yo, una eterna aspirante a mujer adulta. Me falta paciencia, energía y manga ancha. Me sobran los llantos, las vomitonas y los pañales. ¡Qué harta estoy de cambiar mierda!
2016-09-06-1473163226-5168423-madres.jpgHace unas semanas soñaba con el día en que La Peque dejara de utilizarlos. Olvidarme de comprarlos, cargarlos a todas partes y, sobre todo, dejar de oler esas malditas toallitas húmedas. ¿Por qué será que a los niños les gustan tanto? ¿Es que les ponen algún tipo de sustancia adictiva? Soñaba con la llegada de ese fantástico día en que solo tuviéramos que acompañarla al baño. Como si la experiencia del primero no me hubiera enseñado nada.
Pero tengo mala memoria y no logro recordar. ¿Serán los canutos que me fumé cuando estudiaba o que, de haber guardado la información en el disco duro de mi cabeza, no habría tenido un segundo hijo? Sea como sea, el día llegó. La profesora de la guardería me dijo que había que sacárselo, que los demás niños ya no lo llevaban y que La Peque estaba de sobra preparada. Tiene autonomía, comprensión del lenguaje, capacidad de llevar a cabo pequeñas tareas... Y yo, que soy insegura e influenciable por naturaleza, le hice caso.
Una semana. Ese es el tiempo que mi hija estuvo meándose y cagándose encima; a todas horas y en todos los lugares imaginables. Una y otra vez. Eso sí, en casa o en la calle. Porque durante las ocho horas que pasaba en la guarde no se le escapaba ni una vez. "Es que la llevamos al baño cada medía hora", me contestaba la profesora cuando le explicaba lo que nos sucedía. Como si yo fuera retardada o vaga, o las dos cosas a la vez.
Siete días tardó mi hija en pronunciar las palabras mágicas. "Tengo pipí". Cuando lo oí por primera vez, casi se me saltan las lágrimas. "Lo hemos conseguido", me dijo el Kalvo. Adiós pañales. Y la verdad es que los tres primeros días todo fue bien. Tengo pipí, decía, y yo corría a llevarla al baño más cercano.
El problema es cuando la niña, de sopetón, te suelta "tengo caca" y no hay ningún servicio cerca. Esto es lo que me pasó: habíamos ido a recoger a su hermano mayor al cole (entiéndase, un lugar que dispone de unos lavabos como dios manda, limpios y con existencias de papel de váter). Pero en el cole la niña no dijo ni mu. Fue cuando nos encontrábamos junto al coche -que aparco en el quinto pino porque no tengo más remedio- cuando me lo soltó. "¿Qué hago?", pensé. "Si regresamos a la escuela no llega, se lo hace encima. Fijo". Así que opté por servirme de la naturaleza.
Mi coche estaba estacionado en un callejón sin salida, justo al lado de un árbol. Así que la cogí, la puse en cuclillas y, en menos que nada, me plantó un pino. Un problema solucionado. Ahora tocaba resolver el siguiente. No podía dejar aquello en el suelo como si nada, y menos delante de mis hijos. Siempre les digo que deben tirar los papeles en la basura. Hay que predicar con el ejemplo. Así que me tapé la nariz, cogí un pañuelo y lo recogí como pude. Ya lo tenía, lo notaba calentito entre mis dedos. Miré a la derecha, a la izquierda... nada. No había ninguna papelera a la vista. Solución: lo guardé en la guantera del coche.
Después subí a los peques, los até en sus sillitas y conduje con la esperanza de encontrar alguna basura por el camino donde poder deshacerme del regalito. Pero esto es Tánger, no Barcelona. Las papeleras en las calles son tan escasas como los escotes en verano. Seguí conduciendo. Los niños se quejaban: "Mamá, sube las ventanas, tenemos frío". Hay que joderse. Pero es que no podía... El olor que desprendía era tan intenso que me era imposible respirar. Porque, aunque mi madre diga que las cacas de los niños no huelen y que a una madre no le dan asco las heces de su hijo, yo discrepo. La mierda es mierda, aquí, y en Sebastopol.
Por suerte, justo antes de meter el coche en el parking, encontré un contenedor y allí nos despedimos del polizón. Adiós. Hasta nunca.
A mis 38 años recién cumplidos, ser madre es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida.
¿Por qué nadie habla de eso? ¿Por qué los padres sólo se dedican a contar las maravillas de sus retoños? La primera palabra, el primer diente, los primeros pasos... ¿Acaso intuyen que, de revelar la verdad, acabarían con la especie humana?
Al igual que se dan clases de preparto, deberían ser obligatorias las clases de crianza. Necesitamos madres de verdad, aquellas que duermen poco, van siempre despeinadas, no leen un libro desde que se publicó el último recopilatorio de Mafalda y se la chupan a su marido una vez al mes, si es que el marido tiene suerte. Necesitamos que mujeres como ellas tomen el mando y cuenten su experiencia al mundo. Y que lo hagan de manera sincera. Sin adornos ni metáforas. Llamando "mierda" a la mierda, y no caquita ni popó.
Es algo que me dicen muchas madres primerizas. "Nadie me había advertido de que esto iba a ser así". ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé lo que algunas me cuentan, porque una despotrica que da gusto y saben que conmigo sus conciencias estarán tranquilas. Pueden sincerarse sin temer a que las juzguen, sin miedo a sentirse malas madres. Hay alguien peor que ellas. Mucho peor. Soy yo.
Mi marido anda como un pollo sin cabeza. Desde que nacieron las gemelas, hemos adelgazado, no tenemos vida social, todo gira alrededor de las niñas. Es agotador. ¿Y sabes lo que más me fastidia? Que cuando vamos de paseo y nos encontramos a alguien que nos pregunta cómo va, él siempre responde: "Bien. Muy bien. Estamos encantados". Y una mierda, pienso yo. Dile que no dormimos, que estamos agotados, que no salimos. No porque seamos raros, sino porque ya no tenemos fuerzas para nada. Diles la verdad.
Otras cosas que me han dicho:
  • "Mi parto fue un desastre. Tardé mucho en recuperarme del trauma. No fue como en las películas. No me emocioné ni lloré. Me dieron a mi hijo y yo no sentía nada".
  • "Era yo la que quería tener hijos, él podía esperar, pero cuando nació nuestra primera hija, tuvimos una crisis muy fuerte. Estuvimos un año fatal. A punto estuvimos de divorciarnos".
  • "Suerte que vivo en un bajo porque a veces tengo ganas de tirarme por la ventana".
Los niños vienen con un pan bajo el brazo, que dice el refrán. Sí. Y un montón de cosas más. Depresiones posparto, crisis existenciales, separaciones, manías, miedos, inseguridades... Por no hablar del cansancio crónico, la falta de sueño permanente, los zapatos de tacón que ya no te compras, el maquillaje que has dejado de usar y las copas que añoras tomar. Y que conste que no puedo quejarme, soy de esas mujeres afortunadas. Tuve un buen embarazo, un parto maravilloso y, a mi lado, un hombre involucrado.
"Tú has tenido suerte con tu marido", me dijo el otro día una amiga periodista que acaba de ser madre y está de baja maternal. "El mío sale por la mañana y yo me quedo en casa todo el día. Tengo que hacer la comida, ocuparme del niño, limpiar la casa, salir a comprar... A veces no tengo tiempo ni de ducharme. Lo peor es que, cuando él llega, tampoco hace nada. Cuatro carantoñas al niño, y a sus cosas. ¡No puedo más!". Yo la abracé mientras ella sollozaba, y la consolé como se supone que han de hacer las amigas, aunque por dentro pensaba: "Pues cuando te reincorpores al trabajo, ya verás". Pero soy cobarde y no dije nada.
Sí. El Kalvo es un padrazo. Cuando está en casa, se ocupa de los niños igual que lo hago yo. Pertenece a esa nueva generación de padres involucrados. En casa, nos repartimos las tareas equitativamente. A decir verdad, él es más paciente, más equilibrado y más sensato. El Kalvo es mucho mejor padre que yo madre. El problema es que el pater familias pasa poco tiempo en casa. Tiene un trabajo que le lleva de viaje por estos mundos de dios continuamente. En definitiva: que, en la práctica, es como si menda lerenda fuera madre solera.
Pienso en quién era y en lo que hacía antes de que ellos nacieran y entonces me miro en el espejo y ya no sé ni quién soy.
Otra amiga me cuenta que su marido sale por la mañana a trabajar, que por la tarde se va al gimnasio y que los viernes por la noche le toca cervecita con los amigos. "Me parece bien. Eso lo deberíamos hacer todos", le digo. "Ese es el problema", me contesta, "que yo no lo hago. Tengo que levantarme por las mañanas y dejarlo todo listo para cuando regrese tarde del trabajo. Tengo a mis padres esclavizados porque, si ellos no me ayudaran, debería dejar de trabajar, y eso no puedo permitírmelo. Hace tiempo que no quedo con una amiga si no es para ir al parque con los críos, y de ir al gimnasio... ya ni te hablo. El sábado por la mañana, él se levanta y tiene ganas de tema, pero yo sólo pienso en descansar. Y claro, nos enfadamos".
El tema del sexo cuando se tienen hijos da para tanto que merece una entrada a parte. Quizá otro día. Seguimos. ¿Dónde estábamos?
Sucede siempre. Cuando alguien de la familia o uno de mis amigos viene a visitarme a Tánger, sale el tema. El rol de la mujer. El machismo de la sociedad. Porque, en Marruecos, el papel de ellas está claro. La mujer es importante en tanto que esposa y madre. Ahí reside su valor. De una chica soltera, dicen: "Algo tendrá que no la quieren". Y si ya tiene marido pero no consigue quedarse embarazada, peor; puede incluso llegar a ser repudiada. "Yo estoy a favor de que la mujer estudie y se desarrolle", me dijo un día mi profesor de árabe, "pero cuando vienen los niños, es mejor que deje de trabajar y se quede en casa. ¿Quién se ocupará de ellos si no?" Esta es la realidad del país alauita. Y la de Occidente.
¿Qué pasa en Occidente? Al nacer nos enseñan que somos iguales. Que los hombres y las mujeres estamos capacitados para realizar las mismas tareas. Que no existe la discriminación por cuestión de sexo. Tú naces, creces y te desarrollas en una familia que te educa -si tienes suerte- para que creas que puedes llegar a ser lo que te propongas. Sólo hace falta que te lo curres. Yo estudié una carrera, conseguí un empleo de lo mío, me independicé, cambié a un trabajo mejor, me mudé a un piso más grande... Cumplía todos los requisitos de la mujer realizada, libre y autónoma. Independiente. Hasta que la idea de ser madre empezó a martillearme la cabeza.
Porque eso de que hombres y mujeres somos iguales sólo es cierto mientras la mujer es eso, mujer. Porque cuando se convierte en madre, en la mayoría de los casos suceden dos cosas: una opción es la de hacer un trato con el diablo y convertirte en unasuperwoman, lo que significa que sigues trabajando fuera de casa pero ahora, además, debes encargarte de los hijos y la intendencia familiar, por lo que deberás renunciar a tu tiempo libre. Como dice una amiga sevillana: "Aquí las mujeres tienen la presión de los hijos y la casa, pero allí tenemos la presión de estar buenas y ser mujeres emancipadas. Con trabajo, sin barriga y listas para salir a cenar en cualquier momento".
Si lo de ser una superwoman no va contigo, siempre te queda la opción de ser un ama de casa. Con estudios, con idiomas, eso sí, pero ama de casa al fin y al cabo. Aquí, en el extranjero, hay muchas. Mujeres que renuncian a sus puestos de trabajo, no por gusto, sino para seguir a sus maridos, para apoyarles en sus carreras porque... Ah, ¿no lo había dicho? Los sueldos de ellas y ellos no están equiparados, igual que las profesiones. ¿Por qué la mayoría de los médicos siguen siendo hombres y las enfermeras, mujeres? ¿Por qué los directivos son hombres y las secretarias, mujeres? Y así hasta el infinito, y sólo con algunas excepciones.
Luego está el tema de los padres. Porque, para cuando los hijos se han hecho mayores y ya no te necesitan, los padres se han convertido en viejos y hay que cuidarles. Devolverles lo que han hecho por uno. Y me parece bien, que conste. Pero cuando esto sucede en una familia donde hay dos hermanos y uno es hombre y la otra una mujer, se da por supuesto que son ellas las que deben encargarse del asunto. Las estadísticas son claras al respecto. La mayoría de las cuidadoras son mujeres. ¿Por qué? Pues por lo mismo de siempre... Y vuelta a empezar.
La gente se ríe y no me toma en serio cuando digo que en mi próxima vida quiero ser hombre.
La gente se ríe y no me toma en serio cuando digo que en mi próxima vida quiero ser hombre. ¿Que tengo que afeitarme? Ok. ¿Que me saldrá barriga cervecera? No hay problema. ¿Que sufriré de alopecia? Vale. ¿Que a los 40 me entrará la pitopausia? Hay cosas peores. Pero yo, a las ocho de la mañana, saldré de casa y, para cuando regrese, ya estarán duchados y cenados. Jugaré un ratito con ellos y les contaré un cuento antes de desearles las buenas noches. Me libraré de los soporíferos espectáculos de Navidad y de encargarme de los puñeteros disfraces de carnaval. No tendré que ir al parque ni organizar meriendas en casa. No seré yo quien les ayude con los deberes ni quien hable con los profesores. Me limitaré a comer lo que hay en la mesa sin rechistar y, si por la noche mi mujer no me la quiere chupar, me haré una paja o tendré una cana al aire sin que ella se entere.
No me arrepiento de haber sido madre. Quiero a mis hijos y, de volver atrás en el tiempo, escogería tenerlos de nuevo, pero reconozco que no es fácil. A decir verdad, es dificilísimo. A veces me derrumbo. Pierdo los nervios. Me cabreo. Con ellos, conmigo y con el puñetero sistema. Y les grito. Y luego me siento fatal. Y entonces lloro. No por mí, por ellos. Por no ser la clase de madre que se merecen. La paciente, la cariñosa, la que hace tartas para sus amigos y siempre está de buen humor. Pero es que no puedo evitarlo. Pienso en quién era y en lo que hacía antes de que ellos nacieran y entonces me miro en el espejo y ya no sé ni quién soy.
"Tienes un pelo blanco", me dijo ayer mi hija. A mis 38 años recién cumplidos, ser madre es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario