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jueves, 23 de febrero de 2017

Una educación para el siglo XXI granadahoy.com

                                                                           TRIBUNA


JOSÉ A. SÁNCHEZ MEDINA
Profesor de Psicología de la Universidad Pablo de Olavide

El cambio educativo no debe girar sobre los contenidos que se imparten, sino sobre las destrezas y habilidades para aprender cosas nuevas y poder hacerlo durante toda la vida

Una educación para el siglo XXI
Muchos son los debates pendientes en la España actual. El del modelo de educación que necesitamos es uno de ellos. Escuchamos con frecuencia que el mejor modo de preparar y proteger la economía de un Estado moderno consiste en contar con una población cada vez mejor formada. Nadie cuestiona este principio. Más allá del acuerdo inicial de que es necesario apostar por la educación si España quiere seguir en la vanguardia de las economías avanzadas, todo es un enorme vacío. Y digo enorme vacío y no profundos desacuerdos, que los hay. Se me antoja difícil un pacto educativo, no porque intuya dificultades para llegar a un acuerdo, sino porque el debate gira sobre lo periférico. Gira sobre las horas de religión y si debe ser evaluable, sobre si la Educación para la Ciudadanía adoctrina, sobre la cantidad de esfuerzo que se exige a los niños, la disciplina en el aula o la autoridad del profesor, o sobre el modelo de concierto o la segregación por sexo. Y en este debate emergen con fuerza las posiciones nostálgicas que apelan al principio de que todo tiempo pasado fue mejor.
Y no defenderé que estos temas son no importantes, que lo son, pero en la mejora de la educación son periféricos. La sociedad actual afronta una revolución tecnológica que está cambiando nuestro modo de relacionarnos, de trabajar, de producir y de crear. Las personas que hemos superado la mitad de nuestra vida ya vivimos en un mundo diferente al que nacimos. Pero nuestros hijos también van a vivir en un mundo diferente, un mundo que cambia aceleradamente. Pensar en qué podemos mejorar la educación supone pensar qué van a necesitar nuestros jóvenes para poder trabajar y progresar en ese mundo cambiante donde posiblemente desempeñen profesiones que hoy día ni siquiera podemos imaginar que existirán: dos de las profesiones con mejor inserción laboral en 2016 fueron las de analista de big-data y la de piloto de drones. Imaginemos la escuela, el instituto o la universidad más avanzada, aquella que, en una gala de flexibilidad y adaptabilidad, es capaz de adaptar los planes de estudio a las nuevos escenarios laborales. No me cabe duda alguna que estos centros educativos llegarán igualmente tarde. Y lo harán porque el cambio educativo no debe girar sobre los contenidos que se imparten, sino sobre las destrezas y habilidades para aprender cosas nuevas y poder hacerlo durante toda la vida.
Pensar en la educación del siglo XXI nos exige pensar en un mundo que cambia constantemente y en el que la incertidumbre será moneda de cambio. Debemos enseñar a niños y jóvenes a pensar y actuar en estos escenarios cambiantes. A dudar del conocimiento establecido y estático. Un mundo en el que los saberes se hibridan y fusionan, donde el conocimiento no se produce en compartimentos estancos. Por ello, la mirada nostálgica al pasado ordenado y controlado de nuestra educación es un error. Por ello, los debates sobre la educación que saltan al espacio público, sin negar su importancia, son periféricos. Nos remiten a una sociedad ya pasada, a una sociedad de ritmo lento y conocimientos establecidos. Una sociedad donde el acceso a la información era la piedra angular del éxito. Necesitamos una educación que nos prepare para tomar la iniciativa, para visualizar proyectos en los intersticios de las disciplinas establecidas, para adaptarnos a cambios súbitos y para ser agentes activos de esos mismos cambios. Nuestro país tiene que pensar la educación superando los viejos debates manidos, superando la nostalgia, pero también la vacuidad de innovaciones que apelan casi en exclusiva al confort emocional de los niños y jóvenes.
En el horizonte se perfilan algunos cambios que parecen avanzar en la dirección correcta. Innovaciones educativas en las que se diluyen las fronteras disciplinares y las agrupaciones rígidas de alumnos; se cuestiona el aprendizaje que tiene como único objetivo memorizar y no promover conocimiento; se refuerza el aprendizaje ligado al desarrollo de proyectos; se impulsa la habilidad para desarrollar puntos de vista propios y saber mantenerlos en público, se trabajan competencias para afrontar el fracaso y la frustración o para cooperar con otros. Sobre estos pilares podremos construir una educación para el siglo XXI. Debemos remover los cimientos del sistema educativo actual. Debemos, como nación, pensar en cómo formamos a nuestros docentes, cómo los reconocemos socialmente, cómo diseñamos nuestras escuelas, y qué y cómo enseñamos a nuestros hijos. Volver una y otra vez a la enseñanza escolástica, a discutir sobre religión o educación para la ciudadanía, a viejas nostalgias de autoridad y banal exigencia va a seguir hurtándonos el debate sobre la educación que este país necesita.

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