Tanto exhibicionismo de banderas de los soberanistas catalanes ha permitido madurar a las otras tierras españolas
No hay que sorprenderse de la continuada cerrazón de los secesionistas catalanes. Como en todo conflicto inventado, saben que sólo tensando al máximo la cuerda tienen posibilidad de supervivencia. Sólo infundiendo temor y creando frustración y odio puede su amenaza resultar eficaz. Es una táctica experimentada durante años, de la que ya no saben descabalgarse. Una vez que encendieron la mecha, una provocación diaria es lo único que les permite avivar tan cansino espectáculo. No han aportado una sola idea razonable para justificar que ser catalanes suponga ser diferentes, como ciudadanos, de los restantes españoles. Ni que esa diferencia, en caso de existir, sea motivo, en pleno siglo XXI, para reclamar una independencia. Pero a falta de ideas, han construido un enemigo y de forma compulsiva se han entregado a la provocación como táctica de combate. Un mecanismo político que les ha dado resultado.
Sin embargo, desde otro punto de vista, debe reconocerse que estas gesticulaciones esperpénticas han producido un efecto benéfico en el resto de España. Pues hubo una época, por la pasada década de los ochenta, que esta enfermedad infantil del nacionalismo parecía haber infectado a casi todas las regiones españolas. Las carencias sociales y políticas de los ciudadanos se posponían ante la ineludible exigencia de símbolos, banderas, himnos, tradiciones y parlamentos. En todas partes crecía una clerigalla dispuesta a situar en un primer plano las cuestiones de identidad. Por fortuna, todo eso ha ido menguando y quizás ha contribuido a ello, el espectáculo callejero del secesionismo catalán. Tanto exhibicionismo de banderas, tanta imposición de lo propio, excluyendo la participación de cualquier signo, en lugar de incitar a seguir, con infantil mimetismo, esos mismos pasos, ha permitido madurar a las otras tierras españolas. Tras el señuelo y la parafernalia de la independencia, se ha hecho demasiado evidente el interés personal de unos cuanto políticos, decididos a manipular, en su beneficio, los sentimientos bienintencionados de muchos catalanes. Y eso ha tenido un efecto crítico y terapéutico en otras latitudes. Por ejemplo en Andalucía, sus habitantes han dado un buen testimonio de madurez el pasado día 28 de febrero. Ya no se dejan impresionar por el efectismo de un simple ondear de himnos y banderas. Como ciudadanos buscan propuestas razonables para su vida cotidiana y políticos que las ejecuten.
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