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martes, 16 de mayo de 2017

Salud pública granadahoy.com

IGNACIO F. GARMENDIA

No cabe ignorar que desde la Revolución francesa ha existido algo parecido a un puritanismo de la izquierda

La larga vigencia de los usos nacional-católicos y su nostálgica invocación por una reducida aunque ruidosa minoría, magnificada por quienes quieren hacernos creer que el integrismo sigue gobernando nuestras vidas, asocia la obsesión por la moral y las buenas costumbres a los sectores más conservadores, pero ni estos son ya tan intransigentes como antaño -la Iglesia, por otra parte, es más diversa de lo que creen los anticlericales y les gustaría a los que dentro de ella echan de menos los sermones admonitorios- ni cabe ignorar que desde la Revolución francesa ha existido algo parecido a un puritanismo de la izquierda, muy visible en los marxistas de la vieja escuela que resultan hoy -su ascendiente ha disminuido en la misma medida- tan caricaturescos y entrañables como los curas de los tiempos preconciliares.
No era arbitrario el nombre del tristemente famoso Comité de Salud Pública -donde el término salut recogía el significado latino de salvación, pues sus impulsores no dudaban de su finalidad redentora- que llevó a la guillotina a miles de ciudadanos de todas las ideologías, incluidos, como se sabe, bastantes revolucionarios caídos en desgracia. La muy rousseauniana insistencia en la virtud individual, que para el ginebrino era inseparable de la práctica política, no puede juzgarse sino positivamente, pero ya las mil variadas manifestaciones del fanatismo religioso habían demostrado -y por desgracia lo siguen haciendo- que ese énfasis puede o suele derivar en persecución de los impuros. Así ocurrió en los días del Terror que estrenaron el siniestro concepto de purga, destinado a hacer fortuna y suficientemente claro respecto a la necesidad de eliminar del cuerpo social a los elementos viciados o sencillamente desafectos.
Llamado el Incorruptible, Robespierre -como el propio Rousseau, cuyo ideal de sociedad se remontaba a Esparta o la República romana- estaba lejos de ser un progresista, pero su defensa de la austeridad y el tono moralizante de su discurso prefiguran el carácter de muchos justicieros, menos preocupados por extender la felicidad -declarado objetivo primero de la Revolución- que por dar rienda suelta a su voluntad inquisidora. No extraña que defendiera la antigua institución de la dictadura -por definición provisional pero raramente efímera- para enfrentar, en teoría, los momentos de crisis, ni que abogara por la censura para impedir la difusión de las ideas impías. A nuestros leninistas a la violeta se les nota demasiado el clérigo que llevan dentro o que si pudieran, como decía la canción, nos salvarían a todos a hostias.

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