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viernes, 9 de junio de 2017

Goytisolo como síntoma granadahoy.com

                                                                                 TRIBUNA


JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD
Catedrático de Antropología Social de la Universidad de Granada
Goytisolo como síntoma
Ahora que se alzan numerosas jeremiadas a lo largo de la piel de toro hispánica sobre la muerte del escritor Juan Goytisolo en el exilio voluntario marroquí sería bueno recordar algunos hitos de su vida y obra. Lo vi por última vez en Marraquech la primavera de hace tres años. Planifiqué un viaje simplemente para charlar con él. Quedamos citados en el Café de France, donde siempre tenía reservada una modesta mesa. Estuvimos hablando de España, cómo no. Y sobre todo de otro ilustre exiliado, el sevillano Francisco Márquez Villanueva, sabio profesor de Harvard, hermano espiritual suyo en la apreciación de la vividura hispánica. Ambos habían tenido por maestro al granadino Américo Castro, firme defensor de la España de las tres culturas. Para Paco, al que traté con más profundidad, como para Juan el problema de su país -siempre se consideraron muy españoles, no renunciando a pesar de su extrañamiento a la nacionalidad- no radicaba en la Guerra Civil, como se empeña en afirmar la izquierda memorialística, sino que parte de muy atrás, de la ruptura de la España mudéjar, aquella que se quebró con la expulsión de hebreos y moriscos, entre 1492 y 1609. Me refirió Juan aquella visita "apostólica" en los setenta de un personaje, entonces comunista furibundo y hoy día pregonero de la derecha más radical, que le advirtió: "Estoy muy preocupado por su desviacionismo pequeño burgués". La amenaza velada tenía su calado. Goytisolo sonreía con ganas al recordar la escena. El frío que bajaba del Atlas sobre la plaza Jemaa el Fna nos disolvió con gran pesar de los dos. Fue la última vez que lo vi. Un año después pasé por la puerta del Café de France, y la mesa de Juan ya estaba vacía.
Goytisolo me permite recordar cómo nos las gastamos en este país con los disidentes, sin tenernos que remitir a los exilios clásicos del liberalismo. Quizás la única vez que Juan Goytisolo fue invitado a Granada lo fue por la comunidad bereber, dirigida a la sazón por Rachid Raha, actual presidente del congreso mundial amazigh, con el apoyo de nuestro amigo, tangerino errante, Mustafa Akalay. Lo acogí en el Centro de Investigaciones Etnológicas Ángel Ganivet, que yo dirigía. Corría 1998. Poco antes Juan, sin conocerlo en persona, nos había sorprendido con un artículo a página completa en un diario nacional consagrado al número monográfico en la revista de este centro que habíamos dedicado al líder rifeño Abdelkrim, el antiespañol por excelencia. La expectación levantada por su venida era enorme. Tuvimos que habilitar un gran salón de actos, que se abarrotó. En su habitual tono denunció los sucesos recién acaecidos de El Ejido. Hubo cierto revuelo. Lo curioso del asunto, y quizás lo indecible, es que era tal la animosidad sin fronteras que suscitaba Goytisolo que la izquierda literaria local contraprogramó otro acto con un escritor que le hiciese sombra. Para corroborar a quién molestaba: en otra ocasión tuve la oportunidad de poner su nombre en la mesa de un premio de cierto relumbrón. Cuál no fue mi sorpresa cuando vi los gestos de horror de los acólitos del "progresismo" al oír su nombre. Quedé anonadado.
No es la primera vez que compruebo esos rechazos viscerales. En la modernísima Italia el etnólogo Ernesto de Martino era mirado con aprensión por haber redescubierto la actualidad de tarantela, un baile sanador muy primitivo. En Galicia, Lisón Tolosana es negado por haber sacado a relucir la modernidad de la brujería. Y, ¿cuál es el pecado de Juan Goytisolo? En mi opinión viene larvadamente de la publicación de La Chanca, relato desgarrador en el que un joven autor se enfrenta al problema de la miseria, en pleno centro de una ciudad andaluza, como la Almería de los sesenta. En este punto me viene a la cabeza la irritación de la nobleza de Palermo, cuando la madre Teresa comenzó a trabajar en el centro histórico de la ciudad siciliana, donde la miseria alcanzaba cotas inusitadas tras la guerra mundial. Todos esos relatos molestan, ciertamente.
El segundo obstáculo para ser reconocido procede del criticismo sin partido de Goytisolo. Por ejemplo, no tuvo inconveniente en sacar a relucir los discursos islamófobos en plena Guerra Civil de Dolores Ibárruri La Pasionaria en su libro Crónicas sarracinas. Y esto se paga.
El castigo recibido en vida por Juan ha sido no ser reconocido sino por un pequeño grupo de adeptos. Las instituciones españolas, andaluzas igualmente, han sido parcas en reconocimientos, y cuando lo han hecho, el Cervantes in extremis, antes del supremo momento, parece como si fuese un acto para saldar una deuda en su favor, y no con el del autor.
Ahora vendrán los homenajes de los profesionales de la hipocresía. Pero la muerte de Juan Goytisolo en el exilio sin haber sido reconciliado con su país, al que quería, como también a Marruecos, va a dejar una larga estela de interrogantes sobre la calidad de nuestro espíritu cívico, e interpela más a la izquierda que a la derecha.

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