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domingo, 31 de marzo de 2019

¿Qué clase de madre me gustaría ser? Como mis padres, no elhuffingtonpost

Antes tenía ideas grandiosas sobre qué tipo de madre sería... ahora solo quiero ser una madre comprensiva.


¿Qué clase de madre te gustaría ser?”.
Mi amiga Gloria me ha preguntado eso esta mañana mientras mirábamos a nuestros hijos correteando por su salón (o más bien mientras nuestros hijos en edad de infantil se ignoraban mutuamente y mi hijo pequeño pataleaba y gruñía junto a sus juguetes de construcción, como Godzilla al atacar Tokio).
Mis hijo mayor tiene cuatro años y el pequeño tiene uno, así que ahora mismo soy la clase de madre que los saca de casa por la mañana cuando el mayor quiere que le dejen “en paz” y el pequeño se pone a bailar sobre charcos de su propio pis.
Quiero ser alguien a quien puedan acudir mis hijos cuando les pase algo malo, o si están pensando en practicar sexo o lo que sea.
Sin embargo, cuando me pregunto qué clase de madre quiero ser cuando sean mayores, hay algo que tengo muy claro: no quiero ser como mis padres.
Puede que fueran unos hippies latinos, chiflados, expresivos y cariñosos, pero podían llegar a ser extrañamente fríos a la hora de criar niños. Si un niño dejaba de ser simpático o divertido, recibía su severa desaprobación; si yo tenía un problema, me decían que estaba “armando un escándalo” o el problema se resolvía mágicamente a mis espaldas.
MALTE MUELLER VIA GETTY IMAGES
Recuerdo que los problemas de salud mental abundaban en mi familia, pero nunca se hablaba de ellos. Y también recuerdo que me he pasado mi vida de adulta recuperándome por haber sido una niña complaciente y con depresión clínica, reprimida, con tan poca capacidad de resolver problemas que tengo que ver tutoriales de YouTube cada vez que quiero solucionar algo.
“Simplemente quiero ser una madre que apoye a sus hijos”, le he dicho a mi amiga. “Alguien a quien puedan acudir cuando les pase algo malo, o si se meten en problemas al llamar por error a una profesora por su mote, o si están pensando en practicar sexo o lo que sea”.
Mi amiga asiente en un gesto de comprensión: “Ah, como Barbra Streisand en Los padres de él. Actitud positiva con el sexo, vestida con un caftán hippie y todo eso”.
“Nada de caftanes”, le digo un poco irritada. Gloria me apacigua con una chocolatina digestiva baja en grasas, la tercera.
“¿Antes qué clase de madre pensabas que serías?”, pregunta.
Buena pregunta.
La respuesta ha ido cambiando un poco con el tiempo. Cuando tenía seis años, daba por hecho que tendría 11 hijos con las rodillas manchadas, con un enorme cociente intelectual, con nombres como Diggory y Arabella y con tendencia a resolver delitos a escala global. Cuando era una adolescente complicada, me oponía de lleno a tener hijos y me irritaba igual que las brujas de Roald Dahlcon el simple tufillo a niño en el transporte público.
Cumplidos los 30, me quedé embarazada y empecé a devorar libros para padres, para decidir qué clase de crianza quería seguir cuando naciera el bebé. Como madre primeriza, acosada por la depresión posparto, pasé meses despreciándome a mí misma porque mi salón deslucido no estaba a la altura de las versiones alegres y monocromáticas de las otras madres de Instagram.
La clase de padre o madre que serás no es algo que puedas escoger pieza por pieza, sino que depende en gran medida del modo en que te criaron a ti.
Por supuesto, no podía saber que todo eso era mentira. Que, de niña, mi fantasía no era tanto una idea de maternidad como un plagio de la obra entera de Enid Blyton. O que, siendo ya adulta, la clase de padre o madre que serás no es algo que puedas escoger pieza por pieza, sino que depende en gran medida del modo en que te criaron a ti, de lo que aprendiste con esa crianza y de la naturaleza de tus hijos.
Mis hijos han resultado ser graciosos, dulces y curiosos. Aunque sé que la vida irá minando en cierta medida esos rasgos a medida que vayan a la universidad y tengan pareja y demás, me gustaría ser una fuente de fortaleza y consuelo cuando suceda. Quiero que los aterradores golpes que reciban del mundo exterior les resulten más manejables y menos abrumadores y me gustaría ayudarles a restablecer su naturaleza graciosa, curiosa y dulce.
Reflexiono sobre si conviene decirle todo esto a Gloria, pero sospecho que me volverá a mencionar lo de los caftanes hippies. Así pues, cojo una galletita y pregunto: ”¿Y tú qué clase de madre quieres ser?”.
Gloria se gira hacia su hijo, cuya cabeza pelirroja está inclinada para contemplar en silencio los Lego.
“¿Has visto la película Tenemos que hablar de Kevin?”, pregunta.
“Eh... ¿Esa en la que el hijo adolescente de Tilda Swinton resulta ser un psicópata asesino?”.
“Esa”. Gloria asiente con ímpetu. “No quiero ser esa clase de madre”.
No se puede decir más claro.

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