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sábado, 7 de diciembre de 2019

Cuando me diagnosticaron una enfermedad crónica, sentí alivio. Este es el motivo

Recibir un diagnóstico implica que ya sé a lo que me enfrento y que ahora puedo acceder a un tratamiento para llevar una vida lo más normal posible.

Por
Katy Anderson, Contributor

COURTESY OF KATY ANDERSON
Hace unos 10 meses, supe que algo no iba bien con mi cuerpo. Sentía que había envejecido 30 años en cuestión de meses y que se me había encendido la luz del testigo para que le echara un ojo a mi motor. Los síntomas empezaron como quien no quiere la cosa: un dolor de hombro que se intensificó durante semanas. Más o menos al mismo tiempo, empecé a sentir debilidad y entumecimiento en manos y pies y, seguidamente, hinchazón en las rodillas y los dedos de los pies sin ningún motivo aparente. Tenía siempre unas décimas de fiebre y me sentía como si estuviera incubando algo, esa sensación de molestia y cansancio de antes de que la gripe te golpee del todo, solo que la gripe nunca llegaba y los síntomas persistían. Sabía que era hora de ir al médico, pero aun así dudaba. ”¿Me tomarán en serio?”.

Mis experiencias con la comunidad médica no siempre han sido positivas. De hecho, muchas veces me han dicho que estaba siendo demasiado dramática o que mis síntomas eran psicosomáticos. Cuando fui al grastroenterólogo a los 18 para tratar síntomas crónicos como mi dolor e hinchazón de estómago y otros problemas digestivos, me diagnosticaron síndrome del intestino irritable (SII) y me recetaron un antidepresivo. El SII es un término muy general y el medicamento me dejaba atontada, pero no solucionaba nada con mi colon, como me habían dicho.
Años después, cuando tenía problemas para quedarme embarazada y sufría un dolor agudo e intermitente en el abdomen, me dijeron que tenía un par de quistes muy grandes, pero no me dijeron hasta mucho después que sufría el síndrome del ovario poliquístico, un trastorno hormonal que supone una de las principales causas de infertilidad en mujeres (además de muchos otros problemas y síntomas).

“El mensaje que me daban los médicos siempre era que tendría que aprender a vivir con ello y que quizás estaba deprimida”

Estos ejemplos son una nimiedad comparados con otros, soy consciente, pero he sido constantemente ignorada o tratada con condescendencia por los médicos cuando les explicaba mi dolor u otros síntomas que interferían con mi calidad de vida y creo que no soy la única. El mensaje que me daban los médicos siempre era que tendría que aprender a vivir con ello y que quizás estaba deprimida.

Por supuesto, también he tenido experiencias positivas con médicos y enfermeros excelentes (mi marido es enfermero de salud mental), pero siempre me entran las dudas cuando tengo que buscar atención médica porque no quiero que me consideren quejica ni hipocondríaca (pese a que nunca he pedido analgésicos).

Los estudios demuestran que el dolor de las mujeres muchas veces se relativiza o se considera psicológico o emocional y no se estima tan serio como el del hombre. Según Harvard Health, “las mujeres que sufren dolores tienen muchas más probabilidades que los hombres de que les receten tranquilizantes en vez de analgésicos”. En Estados Unidos, una mujer espera en torno a 65 minutos en urgencias frente a los 49 minutos que espera un hombre cuando acuden con dolor abdominal agudo, y a ellas les recetan menos analgésicos. Esta brecha es aún mayor si se trata de mujeres de color.

Esta vez, me propuse ser mi propia defensora y encontrar una solución a mis dolores. Mi síntoma inicial había sido un dolor de hombro que se había intensificado tanto que apenas podía mover el brazo izquierdo y ahora me empezaba a doler el hombro derecho, de modo que pedí cita con un ortopedista. Me examinó con una radiografía, me hizo unas cuantas preguntas y estuvo un rato manipulando mi brazo. Sentí un dolor ardiente, y justo después, un entumecimiento y cosquilleo por todo el cuerpo. Se me emborronó la vista y sentí que me iba a desmayar.

“Me recomendó terapia física y me mandó para casa”

“Túmbate, que te has quedado blanca”, me dijo. Hice lo que me pidió, pero no pareció muy preocupado al ver mi radiografía. Me dijo que tenía tendinitis y bursitis en el hombro. Me recomendó terapia física y me mandó para casa. Yo pensaba que tenía más que eso debido a mi completa falta de movilidad y al hecho de que los problemas que me había diagnosticado no explicaban el entumecimiento que se había extendido desde los pies y manos hasta el resto del cuerpo.

Me dijo que tal vez tenía síndrome del túnel carpiano, una afección que provoca entumecimiento y cosquilleo en la mano debido a una compresión del nervio mediano, pero ya había sufrido este problema estando embarazada y traté de convencerle de que estaba segura de que esto no era lo mismo porque ahora el entumecimiento no se limitaba a una mano ni a una extremidad. Me dijo que pediría una prueba de conducción nerviosa. Cuando volví para hacerme esa costosa prueba, el técnico me dijo que era un test para ver si tenía el síndrome del túnel carpiano. Sentí que ni siquiera me había prestado atención.

Tuve un poco más de suerte con mi fisioterapeuta. Desde el primer momento me dijo: “Menos mal que has venido, porque has estado cerca de sufrir algo que se llama hombro congelado”. También me explicó lo inusual que era haber desarrollado este dolor y esta falta de movilidad durante varias semanas en ambos hombros sin haber sufrido ningún accidente ni traumatismo. Cuando le pregunté por mi entumecimiento, me dijo que también era muy infrecuente. Fue suficiente para convencerme de que (además de los otros síntomas que sufría) me estaba pasando algo en el cuerpo y tenía que ir al médico. Esta vez estaría preparada.

“Mi médico me escuchó y accedió a hacerme varios análisis de sangre para ver cómo estaba mi tiroides”

Me informé antes de ir y me presenté en la consulta con un listado de síntomas. Debido a mi historial familiar, ambos pensamos que podía tratarse de un problema de tiroides (probablemente la enfermedad de Hashimoto), pero el médico también señaló: “A veces uno simplemente se siente así porque se hace mayor”.

No estaba dispuesta a aceptar esa respuesta y mi médico, esto hay que reconocérselo, me escuchó y accedió a hacerme varios análisis de sangre para ver cómo estaba mi tiroides. Antes de terminar la consulta, le pregunté si había alguna posibilidad de que fuera artritis reumatoide, una enfermedad autoinmune. Me dijo: “Por supuesto”, y añadió algún análisis de sangre más. Uno de esos análisis dio positivo en un factor reumatoide, una señal de que quizás padecía esa enfermedad autoinmune, de modo que me derivó al reumatólogo.

La artritis reumatoide es una enfermedad por la que el sistema inmune, en vez de proteger al organismo atacando patógenos externos como bacterias y virus, sin querer ataca a las articulaciones. Puede provocar daño articular y deformidades y es una enfermedad que también puede afectar al sistema cardiovascular y respiratorio.

El día que fui al especialista estaba preocupada y hasta quise restarle importancia a mi análisis de sangre diciéndole a mi reumatólogo que la cifra que me había salido no era “tan alta”, pero él me dijo que lo normal era cero, que tenía hinchazón y líquido en las articulaciones y que era un “caso clásico” de artritis reumatoide.

Sentí muchas emociones cuando me diagnosticaron, pero en el fondo estaba aliviada. Por fin tenía una respuesta para lo que me pasaba y sabía que no estaba loca ni estaba siendo dramática.

“La artritis reumatoide es una enfermedad que a menudo necesita tratamiento inmediato y agresivo para evitar que se produzcan daños y deformidades irreparables”

Siempre he pensado que mis problemas de salud están intercontectados. Existen evidencias de que el SII puede ser un trastorno autoinmune, y si tienes una enfermedad autoinmune hay más probabilidades de que sufras el síndrome del intestino irritable. Además, el 25% de los pacientes con enfermedades autoinmunes tienen tendencia a desarrollar más enfermedades autoinmunes. No fue hasta que me diagnosticaron artritis reumatoide cuando noté que los médicos se dieron cuenta de que me pasaba algo y, aunque suene extraño, eso me dio esperanzas.

Mi vida ha cambiado desde que me diagnosticaron esta enfermedad. Sufro dolores diarios por todo el cuerpo y una fatiga que me hacen sentir mucho mayor de 37 años. El primer virus que cogí después de diagnosticarme artritis reumatoide me hizo pasar varios meses tosiendo hasta sufrir costocondritis, una inflamación del cartílago que conecta las costillas con el esternón. Se agravó progresivamente y me tuvieron que tratar con esteroides hasta que estuvo bajo control. Vivo con miedo a que me tengan que operar, de sufrir futuras discapacidades y deformidades y de mi mayor vulnerabilidad ante las infecciones.

Además de este miedo, también siento gratitud. Doy gracias por haber sido diagnosticada, ya que el 75% de los estadounidenses con una enfermedad autoinmune son mujeres y tardan una media de tres años (pasando por cuatro médicos) hasta que reciben el diagnóstico correcto.

Después de que me diagnosticaran, me uní a un par de grupos de apoyo por internet. Hace poco, les pregunté a otras mujeres con artritis reumatoide si alguna vez sintieron que los médicos les quitaban importancia a sus dolores y qué tuvieron que hacer para que las diagnosticaran. Me di cuenta enseguida de una similitud entre quienes respondieron. Algunas dijeron que tenían experiencias positivas y que las diagnosticaron enseguida, pero a la gran mayoría tardaron años en diagnosticarlas correctamente, años de médicos atribuyendo sus dolores a razones psicológicas. El número de mujeres a las que les dijeron que fueran al psicólogo o al psiquiatra es asombroso. La ansiedad, el trauma y la depresión eran a menudo los problemas que mencionaban los médicos como causantes de sus síntomas. Esto no solo es sexista, sino también peligroso. La artritis reumatoide es una enfermedad que a menudo necesita tratamiento inmediato y agresivo para evitar que se produzcan daños y deformidades irreparables.

Vivir con una enfermedad crónica es algo que aún tengo que aceptar. La realidad es que llevaba mucho tiempo sintiendo que algo iba mal antes de que me diagnosticaran. Las mujeres conocemos nuestro propio cuerpo y debemos defendernos y reivindicar nuestra atención médica.

Recibir un diagnóstico implica que ya sé a lo que me enfrento y que ahora puedo acceder a un tratamiento para llevar una vida lo más normal posible.

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