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jueves, 2 de abril de 2020

Sí, las personas con discapacidad podemos practicar sexo. ¿Por qué nadie nos enseña? elhuffingtonpost

Todo empieza en el colegio, donde ponerle un condón a un plátano es algo perfectamente normal, pero hablar sobre el sexo con discapacidad no lo es.

Por
Dan Batten, Colaborador

HUFFPOST UK
El tango horizontal (o como lo quieras llamar) nos da un incentivo para seguir adelante. Está incluido en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Concretamente, en el artículo 8.

Eso debería significar que tanto yo como cualquier otra persona con discapacidad tenemos el mismo derecho a tener una vida privada placentera como los demás. Entonces, ¿por qué cuando a una persona con una discapacidad se le ocurre decir que también quiere disfrutar, las expresiones que uno asocia al placer del sexo se convierten en perplejidad y desagrado?

En mi experiencia, todo empieza en el colegio, donde ponerle un condón a un plátano es algo perfectamente normal, pero hablar sobre el sexo con discapacidad no lo es. De ese modo, se perpetúa el mito de que las personas con discapacidades son seres asexuales. Las personas como yo no solo no somos bienvenidas a la fiesta, sino que nunca estuvimos en la lista de invitados.

Con las lecciones superficiales de “Salud” que me dieron en un colegio especial para niños con discapacidades en los años 80 aprendí lo básico, pero los cuerpos que aparecían en los libros no se parecían en nada a mí ni a mis compañeros de clase. Tampoco habríamos podido realizar algunas de las posturas que nos mostraban. Tengo parálisis cerebral, un problema que afecta a mi coordinación y a mis capacidades motoras, de modo que algunas de las posturas más enrevesadas del Kamasutra quedan automáticamente descartadas. No puedo ni llevar la bebida en un vaso, como para ponerme a hacer contorsiones. Mi mente, en cambio, es muy flexible.
Nunca tuve la esperanza de que mi figura tambaleante fuera a volver locas a las adolescentes de mi ciudad, pero la falta de ayuda me hizo dudar de mí mismo y lamentarme por mi problema. No tenía ni idea sobre cómo interactuar con el sexo opuesto. En mis clases de “Salud” nunca me explicaron cómo actuar si yo, como persona sexual, algún día quisiera establecer contacto íntimo con otro ser humano.

“Cuando una persona con una discapacidad dice que también quiere disfrutar, las expresiones que uno asocia al placer del sexo se convierten en perplejidad y desagrado”

Mis padres tampoco trataron el tema conmigo. Mi madre recibió una educación católica, con la consiguiente culpabilidad rodea al sexo. Mi padre era “muy hombre” y contrastaba con mi madre: “La cinta porno está en la balda de arriba del armario, hazte una copia cuando no esté tu madre”, me susurraba a escondidas. Ambos daban por hecho que su hijo metalero aprovechaba en la interminable ristra de conciertos y eventos que pagaban. Pero no.

Los padres de mi expareja, que también tenía una discapacidad importante, no se hacían a la idea de que su atractiva hija de 21 años quisiera hacer algo más que sonreírme dulcemente. De hecho, impedían activamente nuestros intentos de quedarnos a dormir juntos. Esto nos resultaba frustrante y desconcertante. Era una mujer espléndida y sus padres todavía no se habían enterado (o no querían enterarse) de que ya era adulta. Por suerte, su trabajadora social era más comprensiva y tenía mejor voluntad y nos facilitaba nuestras necesidades. Por ejemplo, nos llevaba a su piso y, una vez allí, se daba cuenta de que tenía el frigorífico vacío y decía: “Calculo que estaré un par de horas haciendo la compra”. La verdad es que no conviene apresurarse a la hora de elegir los productos adecuados.

Todo esto hizo que tardara años en ganar confianza en mí mismo como entidad sexual. Eso se lo tengo que agradecer a mi esposa y a una mujer sin discapacidades con la que me acosté una vez el día después de que expulsaran a Beckham en el Mundial del 98. Con la cabeza gacha bebiéndome mi pinta, resplandeciente con mi uniforme de pantalones de combate, deportivas y una camiseta de Machine Head, oí que me decían: ”¿Está ocupada esta silla?”. Cuando levanté la vista, la silla la ocupaba una mujer alta muy atractiva de pelo castaño.

Tras un par de horas de charla, en las que expliqué mi camiseta y hablé del groove metal y diseccioné la idiotez de Beckham, se puso en pie, preparada para marcharse. Yo permanecí en mi sitio, listo para decirle lo bien que me lo había pasado y todo eso. Sin embargo, cuando estás soltero, en plena sequía sexual y una mujer atractiva te dice: “No puedo follarme a mí misma, ¿no crees?”, la reacción suele ser seguirla. Descartó entre risas que mi discapacidad pudiera ser un impedimento. “Claro que va a funcionar, vamos”, me dijo. Y lo hicimos, sin quejas, sin problemas y con unos cuantos halagos que me inflaron el ego.

“Las posturas más enrevesadas del Kamasutra quedan descartadas. No puedo ni llevar la bebida en un vaso, como para ponerme a hacer contorsiones. Pero mi mente, en cambio, es muy flexible”

La moraleja de mi historia es que la buena educación forma individuos más completos e informados. ¿Te imaginas el revuelo que surgiría si la gente saliera del colegio sin conocer el abecedario, sin saber sumar y sin saber escribir una frase? ¿Y por qué el sexo y las discapacidades son menos importantes que la regla de las tres erres? No hay motivos que justifiquen esta omisión en el currículo escolar y sí que hay motivos de sobra para promover la identidad sexual positiva de las personas con discapacidad. Si de adolescente me hubieran dado la brasa con mi condición de persona sexual tanto como me la dieron con el teorema de Pitágoras, tal vez hubiera sentido que podía pasármelo bien con la rubia de mi clase de Matemáticas. Tal vez hubiera tenido la confianza de proponerles un plan altamente inapropiado a mis dos mejores amigas de la universidad. Tal vez podría incluso haberles plantado cara a los padres de mi exnovia para pasar la noche con ella.

Pensar que el problema solo consiste en que las personas con discapacidades necesitamos más educación en lo que respecta al sexo es una idea incompleta. ¿Y si dejamos que las imperfecciones luzcan? ¿Qué tiene de malo una pierna que no está del todo recta o una mano que no siempre responde como “debería”? Esta última imperfección podría darte una sorpresa o dos. A la mayoría de la gente le avergüenza lo que dirían los demás si salieran con “un discapacitado”.

Igual tienen miedo de que les robemos a “sus” novios y novias si se desvela el secreto.

Dan Batten es educador en materia de discapacidad en la organización benéfica Enhance The UK.

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