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domingo, 14 de junio de 2020

Un brindis por la vida en La Alpujarra granadahoy.com

  • En esta comarca el ataque del virus no se ha sentido en la salud de la población, sí en sus negocios cerrados
  • Un viaje para reencontrarte con las emociones que el virus nos ha negado
Abuelo y nieto en el secadero de Juviles. ANDRÉS CÁRDENAS

Un día de hace muchos años, Paco López, el de Capileira, fue a Sevilla a encontrarse con su amigo Chano Lobato. Vivieron una jornada espléndida visitando todo tipo de garitos y compartiendo toda clase de peripecias etílicas. Al llegar la noche Paco metió a su amigo en su viejo mercedes y se lo trajo a La Alpujarra. Dice que, en medio del camino, el cantaor, envuelto en los vapores del alcohol, le preguntó:
–Paco… ¿A dónde me llevas?
–Tú duérmete, que ya llegamos.
Cuando llegaron a Capileira, Paco cogió a su amigo Chano y lo metió en la cama. Al día siguiente, cuando el cantaor resacoso se levantó y a través de la ventana vio el paisaje del Barranco del Poqueira, verde por la lluvia primaveral y con cascotes de nieve en las cumbres de la montaña, preguntó:
–Paco… ¿estamos vivos o la hemos palmao y esto es el paraíso?
Y Paco le dijo que gracias a Dios estaban vivos y que aquello era La Alpujarra.
Precisamente, para demostrar que yo sigo vivo después de este confinamiento, el otro día me fui a La Alpujarra, donde tengo paisajes y amigos asegurados. Fui con Juan Ortiz, el fotógrafo, y su hijo Fran, que es editor y diseñador gráfico. Los tres queríamos, de alguna forma, buscar las emociones que el coronavirus nos había robado. Y La Alpujarra siempre es un buen sitio para buscar aquello que has perdido.
Encuentro con Manolo Valenzuela en Barranco Oscuro. A. 
No eran todavía las once de la mañana cuando llegamos a Barranco Oscuro, en la Contraviesa, donde las nubes tienen asegurado un lecho y donde vive Manolo Valenzuela. Manolo Valenzuela es vinatero de oficio, filósofo de altura, zurdo de ideas y amigo de toda la vida del periodista y el fotógrafo que han ido a visitarlo.
–Esto hay que celebrarlo. Voy a abrir una botella de un espumoso que estoy haciendo -nos dice nada más que saludarnos.
–¿No es muy temprano para el vino, Manolo? -pregunta el fotógrafo.
–El buen vino no tiene hora -contesta el filósofo.
Él trabajaba en París cuando decidió venirse con su mujer Rosa a la parte alta de la Alpujarra a plantarla de vides. Todo el mundo lo trató de loco. "Otros lo hicieron antes que tú y fracasaron", le dijeron. Pero él regó sus cepas con el líquido que destilaban sus sueños y hoy sus botellas de vino están en los mejores restaurantes de Nueva York, Roma, Londres o París.
En la bodega nos abre una botella de un vino espumoso que ha sacado nuevo para brindar por la vida.
–No hay que pasar de los 75 porque luego te envicias y no quieres morirte –dice Manolo.
Manolo nos dice que el virus no ha atacado nada a La Alpujarra, que la comarca se ha visto libre de ese bicho que ha atemorizado a toda España.
–Es que nosotros lo matamos con vino -dice Manolo al llenar las copas.
Había transcurrido una hora y una botella de vino cuando consideramos que ya estaba bien, que teníamos que seguir el camino. Él se resigna y nos dice que a ver si vamos otro día con más tiempo. Luego se va a arar la tierra.

Entre jamones

Nuestra siguiente parada es Juviles, donde hay un secadero con casi 300.000 jamones que pertenece a otro gran amigo: José Fernández. José es jamonero de toda la vida, desde que a mediados del siglo pasado iba con su suegro por los cortijos comprando perniles de cerdos recién sacrificados para convertirlos en jamones. José tiene una pequeña huerta cerca del secadero y parece empeñado en que le salgan los pimientos con sabor a jamón. José se llama el padre, José se llama el hijo y uno de los nietos que tiene, también se llama José. Ya está la cuarta generación de jamoneros en marcha. Habrá jamones de Juviles hasta que los caníbales se hagan vegetarianos.
José nos trata mejor de lo que esperábamos. Nos entra a un apartado de la tienda y allí nos ponemos al día.
–Niño, córtales a estos amigos un poco de jamón mientras yo voy a por el vino.
–No tengo más remedio que creer en Dios –dice el fotógrafo cuando prueba el jamón que nos da el nieto de José.
La vida no sólo es posible, sino deseable después del trauma que está causando el bicho. Maribel, la nuera de José, confirma que allí, en La Alpujarra, no ha habido apenas casos, pero considera que no hay que bajar la guardia y que la prudencia siempre ha sido la madre de todas las virtudes.
La prudencia, precisamente, nos hace pensar que todavía nos queda camino y que hay que dejar cordura para la siguiente parada, que es Capileira. Allí vive Paco López, el protagonista de la anécdota que he contado al principio. Paco es un perfecto abastecedor de risas con sus anécdotas, chistes y recuerdos. Transmite alegría y optimismo, aunque la procesión le vaya por dentro. Confirma que los negocios de los pueblos dedicados al turismo están casi todos asfixiados por la situación. Paco ha sido alcalde de Capileira muchos años y un empresario local que ha juntado las mismas fortunas que luego se ha gastado. Vive solo en la parte alta del pueblo desde que murió su mujer Pilar. Paco perdió a una hija con seis años en un incendio y esa tristeza la lleva permanentemente cosida a su mirada.

La soledad de Pampaneira

Para aplacar la gazuza del medio día nos vamos a un mesón que hay al lado de su casa, uno de los pocos que ha abierto en la primera etapa de la desescalada.
–Aquí en La Alpujarra, que yo sepa, solo ha habido un caso de coronavirus. Una mujer de Trevélez, pero lo había contraído en un hospital de Granada. A estos pueblos que viven mucho del turismo les ha hecho mucho daño la dichosa pandemia.
Eugenia, Paco y Juan, en Capìleira. A. C.
El mesón en el que estamos se llama La Abuxarra y está regentado por Juan y Eugenia. Ambos son rumanos que llevan más de once años viviendo en La Alpujarra. Han castellanizado sus nombres para que a los clientes les sea más fácil identificarlos. Ellos son de Transilvania y están acostumbrados a vivir entre montañas.
–La Alpujarra es como Transilvania, pero sin Drácula –dice con sorna Juan.
Eugenia nos prepara unos mici que están escandalosos de buenos. Los mici son rollos de carne picada asada a la parrilla. La carne es de cordero, ternera y cerdo a la que se le echa ajo, pimienta, tomillo y cilantro.
Con ese manjar y con vino del terreno conmemoramos –o bebemoramos– el encuentro.
Nuestra última parada es Pampaneira, en donde encontramos más soledad que otra cosa. Es triste ver a la bulliciosa Pampaneira sin gente andando por sus bellísimas calles. Con casi todos los negocios de jarapas cerrados y la fuente de Chumpaneira exenta de su poder casamentero.
–Ya ha empezado a verse algo de movimiento, pero solo los fines de semana. Pero esto ha estado muerto -nos dice un vecino.
Cuando bajamos hacia Órgiva para coger la carretera de regreso le pregunto a Juan cómo se lo ha pasado.
–Bueno, estos son los momentos que hay que aprovechar en la vida -me dice.
A eso, así de simple, se reduce todo: entre ratos de vino y amigos, sin más explicación, transcurre el viaje. El viaje de nuestra vida.

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