Páginas

domingo, 7 de agosto de 2016

A los abuelos que viven lejos de sus nietos y se mantienen conectados en la distancia el Huffington Post

Daria Simeone
Madre italiana que vive en Barcelona (y a veces en Londres)

Yingmei Duan tiene 10 años más que yo, nació en China y decidió ser artista porque es uno de los pocos trabajos que le permitiría evitar hablar con la gente. Digamos que yo -que siempre hablo con cualquier persona que se siente a mi lado en un tren, un avión, un vagón de metro, un autobús o una parada- tengo pocas cosas en común con Yingmei.
En realidad no nos conocemos. Coincidimos una vez, hace cuatro años, en la Galería Hayward. Acababa de mudarme de Milán a Londres. Como parte de su actuación, Yingmei estaba acurrucada en un tronco dentro de una habitación que habían decorado como si fuera un bosque. El público podía entrar a la sala a través de una puerta pequeña parecida a la de Alicia en el país de las maravillas.
Me asustó un poco el efecto -a medio camino entre The Ring y Twin Peaks- que había creado esta pequeña artista de pelo negro. Estaba maldiciendo por lo bajo a la amiga que me había convencido para pasar por la diminuta puerta, a punto de darme la vuelta, cuando Yingmei se levantó de repente y se acercó hacia mí. No me dijo nada, simplemente me dio una hoja de papel doblada que rezaba lo siguiente:
"Una amiga mía coreana vivía muy cerca de sus padres. Durante más de un año, decía a menudo que quería ir a verlos, pero nunca tenía tiempo. Una semana se olvidó de llamar. Una noche, su madre llamó y le dijo que su padre había muerto. Acuérdate de llamar a tus padres y de decirles que les echas de menos".
Yingmei no tenía ni idea de que, desde que me fui de casa con 18 años, mi madre me llamaba entre tres y cinco veces al día, sin falta. Si no contestaba, llamaba a los números de emergencia: tenía una lista de varios amigos y conocidos ordenada por la ciudad en la que vivían. Yingmei no sabe que, a pesar de lo que acabo de decir, llevo sintiéndome culpable 20 años por vivir lejos de mis padres. No era necesario hurgar en la herida.
Durante los 20 años que he vivido lejos de casa, nunca he dejado que una pelea con mis padres durara más de un día. Siempre me preguntaba "¿y qué pasa si no tengo la oportunidad de arreglarlo?". Siempre he tratado de cogerme vacaciones en las fechas de sus cumpleaños y, cuando no podía, lloraba al ver las fotos de las celebraciones que me había perdido. He pasado muchas vacaciones de Navidad y de Pascua en casa. Les he enviado vídeos para desearles buenas noches. He escrito cartas en las que pedía perdón y he mandado correos electrónicos pidiendo ayuda. He tenido pesadillas en las que morían. He recibido paquetes llenos de café y de amor. Y he llenado maletas con regalos y con culpabilidad.
Llegó el momento en el que se convirtieron en abuelos y algo cambió. Ya no me asustaba no estar con ellos en el momento de su muerte, me daba miedo que no vieran crecer a mi hija, que no vieran cómo sonreía por primera vez, que no fueran testigos de sus primeras palabras, de sus primeros pasos, de su primera carrera, de su primer golpe con un árbol a bordo de un monopatín. Me empezó a dar miedo que mi hija no pasara suficiente tiempo con ellos.
Por eso empezamos a hacer videollamadas. Creé un grupo de Whatsapp para mandar vídeos y fotografías de momentos importantes, medidos en gigabytes.
El día que no les envío un vídeo, me dicen: "No nos has mandado un vídeo hoy, ¡por lo menos mándanos una foto!".
Hablamos con mi padre por Skype mientras él trabaja y escuchamos cómo le llaman por teléfono sus clientes (o mi madre). Cuando nos ponemos nostálgicos, miramos las fotos suyas que cuelgan en las paredes.
Nos hemos descargado la aplicación de Tango para hacer videollamadas sin wifi, pero mi madre sigue sin saber enfocar la cámara, así que al final casi siempre acabamos hablando con ella y mirando la lámpara de su cocina.
Hay días en los que eso es suficiente para todos. Conseguimos contarnos anécdotas y mandarnos besos y abrazos a través de las pequeñas pantallas.
Otros días, nos sentimos tentados de palpar la realidad. Nos subimos a un avión y cuando aterrizamos, siempre hay alguien que nos espera en la terminal de llegadas con mariposas en el estómago. Hay veces que traen un huevo de chocolate para ganarse a su nieta, pero, afortunadamente para ellos, sólo necesita una sonrisa, el chocolate es prescindible (aunque se lo dan de todas maneras).
Este post fue publicado originalmente en la edición italiana de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario