TRIBUNA
Reducir el número de propietarios de viviendas puede ayudar a que el mercado laboral sea más ágil al reducir los costes de la movilidad de los trabajadores
Hacia un nuevo mercado hipotecario |
La explosión de la burbuja inmobiliaria demostró que el mercado hipotecario era un gigante de pies de barro. La crisis destapó la pésima política de concesión de riesgos de muchas entidades y la consiguiente morosidad provocó un grave problema en sus balances, una crisis social avivada por los desahucios y la ruina para aquellos ayuntamientos que basaron su financiación en la recaudación de ingresos provenientes de la construcción. Recordando a Warren Buffet, al bajar la marea vimos quienes nadaban desnudos y el atracón de ladrillo fue el principal responsable de la quiebra y desaparición de las cajas de ahorros, hoy convertidas en bancos, absorbidas, intervenidas o nacionalizadas.
Pero el problema era viejo. El gran error jurídico fue prostituir la vieja hipoteca heredada del derecho romano, pensada para garantizar una deuda con bienes propios y libres de cargas y que era el último recurso para financiarse. De hecho, la expresión estar hipotecado definía la situación de quien rondaba la ruina. En vez de garantizar una deuda líquida, la hipoteca acabó usándose para adquirir la propia garantía. La banca pasó de ofrecer operaciones prudentes con ratios de cobertura del 60%-80% del precio real y plazos razonables, a financiar sobre la tasación y el valor futuro, y alargando demencialmente los plazos de devolución. Una locura permitida por el Banco de España y los gobiernos de turno que además, animaban a los ciudadanos a endeudarse utilizando el manido y falso argumento de que el ladrillo nunca baja de precio. Añadan las deducciones fiscales por compra de vivienda que más que ayudar al comprador, forzaban la subida de los precios con la zanahoria de la devolución fiscal y tendrán ante sí el panorama del desastre.
Por último, una cascada de sentencias desfavorables ha acabado por darle la puntilla al mercado tal y como lo conocemos. Primero, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) falló contra el procedimiento de desahucio. Después, el Supremo consideró abusivas las cláusulas suelo y la obligación del cliente de asumir los gastos notariales y de inscripción de la hipoteca. El TJUE declaró la nulidad de las cláusulas suelo desde la firma del contrato y por último, varios jueces han puesto en duda la amortización anticipada en caso de impago o han obligado a aceptar la dación del bien al entender abusivas las cláusulas que lo impedían y exigían la responsabilidad solidaria y personal de los contratantes. Parece claro que el mercado hipotecario de este último cuarto de siglo ha muerto consumido por sus excesos. Nadie cree que se vuelvan a colocar hipotecas en divisas, coberturas de tipos de interés y demás operaciones complejas, dados los quebraderos de cabeza que han ocasionado. Y también parece difícil que los inversores acepten titulizaciones hipotecarias con la misma facilidad que antes de la crisis de las subprime.
Las consecuencias inmediatas son evidentes. La hipoteca para adquisición de vivienda volverá a ser un producto más y no la estrella de la cartera de inversiones bancarias. Los tipos, sean fijos o variables, serán más caros -hay que compensar los costes que antes asumían los clientes- la concesión, más dura y selectiva -se exigirán más garantías, mejor situación financiera del deudor y menos cantidad a financiar- y los plazos de amortización sensiblemente menores para rebajar la incertidumbre que supone firmar operaciones con vencimientos tan largos como los que vimos. Algo muy saludable para las entidades, dado que el origen del dinero prestado son las inversiones de unos clientes cada vez más volcados en la rentabilidad y menos interesados en mantener fondos indisponibles o no liquidables inmediatamente.
Pero esta nueva realidad puede aportar a nuestra economía un mercado de alquileres más eficiente y muy distinto del actual, atomizado en innumerables oferentes, sin una oferta real de calidad y campo abonado al fraude fiscal. Quizá sea el momento de poner en marcha grandes compañías de alquiler como las francesas Sociétés Civiles de Placement Inmobilier, equivalentes a nuestros Fondos de Inversión Inmobiliaria, que surgieron bajo iniciativa privada a mediados de los años sesenta y que ofrecen amplios parques de vivienda en alquiler. Por otra parte, reducir el número de propietarios de vivienda puede ayudar a que el mercado laboral sea más ágil al reducir los costes de la movilidad de los trabajadores, en particular, los más cualificados. Y por último, contribuirá a un sistema financiero más sano, centrado en su negocio tradicional de banca comercial y de negocios que podrá contribuir al crecimiento general de nuestra economía. La reflexión final es muy simple. ¿Seremos capaces de reconvertirnos?
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