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domingo, 26 de abril de 2020

Elogio de la vejez. De la decrepitud física y de las condiciones materiales elhuffingtonpost

Con el coronavirus se ha puesto de manifiesto que las residencias de ancianos y ancianas eran más bien moritorios o morideros.


OSCAR DEL POZO VIA GETTY IMAGES
Un fisioterapeuta trabaja con una mujer tras
 recuperarse esta de una infección por
 coronavirus, en una residencia de Madrid. 
Pero la residencia la gestionaba una promotora que dependía casi totalmente de fondos federales, lo que significaba que las diferencias de clase, poder adquisitivo y educación se habían reducido para adoptar la cultura del mínimo común denominador. Y ahí es donde se volvía una pesadilla.

Vivian Gornick. La mujer singular y la ciudad.
Trad. Raquel Vicedo. Madrid: Sexto Piso, 2018
Donde dice «fondos federales», pongan «privatización» (en Cataluña siempre un poco más, siempre a la cabeza de la privatización).
La vejez —créanme, soy una anciana; incipiente quizás, pero anciana— es una carrera, llena de dudosos y amargos hitos, más o menos acelerada, hacia la incapacidad y la impotencia. Lo explican muy bien todas las autoras —son muchas la que hablan de ello—. Margaret Drabble lo articula a través de Francesca Stubbs, protagonista de una de sus novelas.
La propia Fran ya es demasiado vieja para morir joven, y demasiado vieja para evitar juanetes y artritis, verrugas y ampollas, muñecas debilitadas, cataratas incipientes que aún no pueden operarse, y una fatiga insidiosa.

Margaret Drabble. Llega la negra crecida
Trad. Regina López Muñoz. Madrid: Sexto Piso, 2018
Personalmente, me tranquiliza más un fragmento como el anterior que todos aquellos libros de autoayuda que pretenden venderte los achaques como bendiciones y una fortuna. Quizás porque no me gusta nada que me tomen por mema (eso no quiere decir que no lo sea); quizá porque me permite comprender, que es el primer paso para aceptar; quizá porque prefiero saber de qué mal tengo que morir. Pienso que en este caso la táctica de hacer de la necesidad virtud añade crueldad a la cosa.
Margaret Drabble no es la única que explica las servidumbres y miserias del envejecimiento. Por ejemplo, Ursula K. Le Guin las retrata literariamente y literalmente.
Una de las reglas del juego, en casi todos los tiempos y lugares, es que solo los jóvenes son hermosos. [...] Cuanto más vieja me hago, más claramente lo veo y lo disfruto.
Pero afrontar el espejo resulta cada vez más difícil. ¿Quién es esa anciana? ¿Dónde tiene la cintura? Me he resignado, más o menos, a perder el cabello oscuro y cambiarlo por esta pelusa lacia y gris, pero ¿he de perder también eso y quedarme solo con el cuero cabelludo rosado? Ya basta, caray. ¿Esto es un lunar nuevo o me estoy convirtiendo en un caballo pinto? ¿Hasta dónde puede ensancharse un nudillo sin convertirse en una rodilla? No quiero ver, no quiero saber.
Y, sin embargo, miro a los hombres y mujeres de mi edad, o más viejos, y sus cráneos y nudillos y manchas y protuberancias, aunque variados e interesantes, no inciden en lo que pienso de ellos. Algunas de estas personas me parecen muy hermosas, otras no. […] Tiene que ver con los huesos. Tiene que ver con quién es esa persona. Con creciente claridad, tiene que ver con aquello que las caras y los cuerpos nudosos transmiten.

Ursula K. Le Guin. Contar es escuchar. Sobre la escritura, la lectura y la imaginaciónTrad. Martín Schifino. Madrid: Círculo de Tiza, 2018
Viene a cuento decir que no hay que tener miedo de palabras como «vieja» o «anciano». Primero se intentaron sustituir por «persona mayor»; pero cuando se vio que la denominación no podía ocultar que tenía el mismo significado que «vieja» o «anciano, se ensayó «persona de la tercera edad». Podemos ir sustituyéndolas pero no hay nada que hacer. Las palabras, los eufemismos que suplantan términos que nos suenan mal tienen una vida limitada porque rápidamente absorben la carga peyorativa de la palabra que sustituyen. (El término «puta», que significaba «niña» o «chica» surgió como eufemismo y enseguida se contaminó.) Lo que molesta no es la palabra, es el concepto, es la vejez. Y ninguna palabra puede esconderlo.
El coronavirus es una radiografía, mejor dicho, es una lente de aumento de las lacras de la sociedad, de la brutalidad y crudeza del sistema económico. Sabíamos que las residencias de viejas y viejos eran aparcamientos (muchas veces con las plazas muy pequeñas y llenas de columnas); con el coronavirus se ha puesto de manifiesto que era mucho peor, que eran más bien moritorios o morideros.
Doy por supuesto que el hecho de que aquí la mitad de las muertes hayan sido de viejas y viejos que estaban en residencias, se apuntará con letras de fuego.
Si al menos la pandemia sirve —puesto que contra el envejecimiento no puede hacerse mucho, sólo se puede aspirar a envejecer de la mejor manera posible— para que se arbitren sistemas de cara a que las residencias («asilos», les llamábamos antes y el cambio de nombre no es más que otro intento de lavarles la cara) no fueran sólo lugares donde se va a morir; se las dotara de los fondos económicos y de otros órdenes para que no acentúen ni agraven unas situaciones ya de por sí debilitantes, algo habríamos ganado. Doy por supuesto que el hecho de que, según la OMS, aquí la mitad de las muertes hayan sido de viejas y viejos que estaban en residencias, se apuntará con letras de fuego para que sea imposible que pueda pasar nunca más.
El objetivo sería que las palabras de la heroína de Drabble, Francesca Stubbs, no tuvieran que referirse, además de a la vejez, al estado y a las condiciones de las residencias.
No, no tienen nada de heroico ni la vivienda ni las políticas de urbanismo, temas que actualmente ocupan su vida profesional, pero la propia vejez sí es un tema para el heroísmo. Requiere mucho valor.

Margaret Drabble. Llega la negra crecida

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