En estos momentos de enorme inquietud social puede ser que la ira del pueblo, sin necesidad de ideología, se desate en las urnas gritando: viva la democracia y fuera el mal gobierno
La ira del pueblo |
La inflación de los precios de los productos de primera necesidad ha sido, hasta el siglo XVIII, la llama que ha encendido el fuego de las protestas de las clases más dañadas por la economía y por una política inoperante y torpe. Al grito de "Viva el rey y muera el mal gobierno" se iniciaban los altercados en las ciudades; y finalizaban cuando los gobernantes, como pararrayos del rey, claudicaban ante las demandas populares. A pesar del miedo que causaba cualquier intento de alteración de un orden establecido y sagrado, una revuelta por los precios del pan o del aceite nunca llegó a convertirse en una revolución.
Eso ocurrió mientras los monarcas eran absolutos. En cambio, cuando los totalitarismos hicieron su aparición en la historia de Europa con su terrible aparato represivo, el pueblo calló súbitamente. Y también lo hicieron los hombres considerados individualmente. Durante los años de terror de Stalin, Piotr L. Sokolov era uno de ellos. Entre los cientos de personajes con los que Vasili Grossman llenó el universo de Vida y destino, Sokolov era un hombre de talento, pero "en él se había revelado una extraña sumisión, una mansedumbre ante los crueles acontecimientos de la época de la colectivización y del año 1937. Parecía aceptar la ira del Estado como se acepta la ira de la naturaleza o de Dios".
El régimen impuesto por Stalin puso al Estado por encima de los seres humanos. Y hubo quienes, como Sokolov, tras más de mil años de obediencia ciega al zar continuaron sometidos a Stalin y al Partido como si éste fuera su iglesia y aquel su redentor. Stalin, dueño de la vida y la muerte de los rusos, se había transfigurado en Dios. Y Sokolov había interiorizado la represión, defendiendo con vehemencia los dogmas del Partido, hasta el extremo de justificar la ira de Stalin y del Estado que este había creado y encarnado.
Por el contrario, Dios no existe en la democracia, está ausente del sistema, aunque los hombres puedan soportar su ira, si creen en él; y la ira de la Naturaleza, tantas veces manifestada, se acepta con un fatalismo atávico. Sin embargo, confiados a la ley y a la libertad como derecho inalienable de cada individuo, los hombres están libres de la ira del Estado democrático aunque a veces parezca un Leviatán. Las democracias no aterrorizan a los hombres. Y, en fin, parafraseando a Orwell, en democracia el individuo es autónomo y no autómata. Aunque hay quienes están empeñados en convertir a los hombres en meros garantes autómatas de sus propósitos ineficaces y de su inacción.
Cuando esto ocurre, el poder de la libertad, que cada individuo posee por derecho propio y utiliza según su soberana voluntad, es su pararrayos. Y entonces se manifiesta con una rotundidad silenciosa, a veces inesperada y sorprendente, la única ira posible en la democracia: la ira del dèmos. Para T. Paine, todo gobierno se debe establecer solo con un fin: su dedicación a la res-pública, a los asuntos que beneficien a los ciudadanos individualmente y en su conjunto. En Los derechos del hombre su conclusión es que "todo gobierno que no actúe según ese principio no es un buen gobierno".
No sería necesario recordar las palabras de Paine si no fuera porque el descrédito de los partidos políticos puede desembocar en una pérdida de fe en el sistema democrático, que no es un ente eterno e inamovible, como algunos dirigentes políticos con sus programas insustanciales piensan. Aunque parezca un sacrilegio, como decía Duverger, sin ellos y sus partidos es posible la democracia. Sin embargo, la democracia es imposible sin el concurso del pueblo. Olvidar lo obvio trae consigo crear problemas inexistentes. Y lo obvio para un gobierno es atender las necesidades cotidianas y prioritarias, solucionar las carencias de la sanidad, la educación y la vivienda, Aquel gobierno que esté fuera de esa realidad sucumbirá ¿Se ha hecho, al respecto, un análisis sensato sobre la desaparición del Partido Socialista francés y sobre el cesarismo de Macron?
Antes de la aparición de las democracias, las revueltas populares no estuvieron ligadas a motivos ideológicos sino a la subsistencia. En estos momentos de enorme inquietud social por la inflación de los precios de la alimentación, la energía y el transporte que pone en riesgo su subsistencia, y sometido a unos impuestos dañinos que no repercuten en su bienestar, puede ser que la ira del pueblo, sin necesidad de ideología, se desate en las urnas gritando: viva la democracia y fuera el mal gobierno.
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