CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO' |
Si, paseando por Alba —amenazante, en su periferia está la fábrica de Ferrero-Rocher, bolas indigestas de las que siempre sospeché que se elaboraban con los restos de Porcelanosa—, uno descubre que solo tiene quince euros en el bolsillo, cantidad insuficiente para pagar los cinco gramos de trufa blanca que conforman una estimable ración, siempre puede pasar la tarde tomando un ristretto y una copa de grappa en alguna de las librerías de la ciudad, mientras despacha ejemplares —con cuidado, que el parroquiano ha de pagar los que manche— e intuye que el librero, desde su mostrador, sonríe pensando que es mejor que el libro sea leído aunque no vaya a ser comprado.
He maquinado que el hombre tras la barra, uno de esos camareros cultos propios de Cela, sugiere las copas en función de lo que lea el sediento: agua del grifo para Ken Follett —para Paulo Coelho, ni agua—, chupitos para los haikus, húmedos martinis para los cuentos de Cheever y un azumbre de barolo para quien se pierde en la locura del Quijote.
Hoy, me dirán ustedes con sobrada razón, no faltan entre nosotros las librerías donde uno puede remojar tanta historia fingida y verdadera con insomne café o una escogida cerveza, pagada, eso sí, a precio de petróleo. Pero en mi memoria ha quedado ensartado, como el arpón en el lomo de Moby Dick, aquel primer asombro al encontrar entre los estantes de libros veladores con botellas, tertulias y lectores que merendaban en la serena soledad de la lectura.
Si siempre fueron refugio y consuelo las expendedurías de sueños, tanto más hermosas se me hicieron al saber que en ellas también me espera el trago conciliador o la taza caliente.
Han pasado, y aún pasan, malos tiempos los del sector. Nunca pudimos creer que llegarían a cerrar los comercios que atesoran, sin codicia, todo lo mejor que como especie hemos creado, pero así ha ocurrido. Mucho se ha culpado a las nuevas tecnologías, el mantra que todo lo explica, pero sabemos que la preeminencia de las pantallas de ordenador no basta para ocultar el fracaso de una sociedad que no ha sabido crear lectores tenaces y apasionados.
¿Y qué esperábamos cuando aplaudíamos productos televisivos de baratillo en que los personajes más risibles eran aquellos que hacían de la literatura y el arte su bandera, con mención especial para las “comedias” (las comillas son siempre una opinión) en las que el maestro de escuela era el encargado de encarnar al bobo que recibe todos los palos? Demasiado hemos aguantado a los héroes de todo a cien que no han sentido el menor empacho en denostar la costumbre de leer ni en despreciar cualquier migaja de poesía.
Tiempos aquellos en que se maliciaba de cierta ciudad bravía con sus trescientas tabernas y una sola librería. ”Esto ha cambiado”, se defendía un parroquiano, ”Ahora hay más tabernas”.
Yo, cuando un libro me deslumbra, lo compro por docenas para que ningún amigo o comensal se quede sin disfrutarlo —insuperables regalos de Reyes se me antojan Criaturas abisales, de Marina Perezagua, Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera y todos los de Luis Landero, antes de que le den el Nobel y se agoten—.
Conocí a algunos de mis mejores colegas cuando se dedicaban a abrir y etiquetar las cajas de novedades literarias. Yo, que a veces me avergüenzo de releer en lugar de atisbar libros nuevos, hoy me he relajado al vislumbrar que al extinto mitrado le han colocado encima un Evangelio para que se distraiga en su viaje hacia la nada —hombre, a un bávaro qué menos que dos birras, que en la Estigia solo hay agua...—).
Mis letrados amigos ejercían su labor despacio, con mimo, calando en cada volumen unas cuantas páginas. Muchos de ellos leen hoy en las colas del paro, añorando siempre el orgullo con que mostraban sus ordenadas colecciones.
Pero las librerías resisten.
Si hay que servir copas, se sirven; si hay que ampliar horarios, se amplían; si hay que buscar el ejemplar solicitado en el Himalaya, el librero se echa por encima una rebeca, que en la montaña siempre refresca.
Ellos saben lo mucho que perderíamos.
Y no faltan valientes que se juegan sus ahorros y su estabilidad conyugal para ofrecernos más mundos de los que nunca pudimos imaginar.
A cambio, solo nos piden los pocos euros que no pagarían una exigua ración de trufa blanca.
¡Cuántos lamentaron haber llegado sin libros en su vida al confinamiento maldito y necesario! Bien pueden ellos, ahora, alquilarse a las facultades de Física para mostrar a los investigadores qué es el vacío.
Francia, lo recuerdo, decidió que las librerías fueran incluidas en el listado de comercios de primera necesidad para semejantes tesituras.
Se puede vivir sin comer, sin joder incluso; sin leer, no hay vida posible: en Marte no hay librerías, ahí tienen la prueba.
Y, si la ciudad ahoga, no se me ocurre mejor idea que peregrinar a Urueña, villa fortificada de la provincia de Valladolid, en la que el empeño del gran Joaquín Díaz —qué hermosos, en su voz, los romances, las mayas y las canciones de comba, que hoy podríamos recuperar saltando con el cargador del móvil— ha conseguido que una gavilla de heroicos libreros hayan querido trasladarse allí con sus bártulos, para atender al visitante curioso, vender a distancia lo que atesoran sus baúles y charlar reposadamente sobre las palabras, que siempre será la más bella y fértil conversación que pueda mantenerse.
Pienso en Miguel Delibes, que fatigó esos páramos con la escopeta al hombro, haciendo una pausa para extasiarse ante el escaparate en que, recostado sobre El hereje, descansaba Azarías, hasta que el luctuoso vuelo de una milana lo devolvió al sendero.
Y no dejen de visitar los museos: el de la fundación de Joaquín, el etnológico y el pequeño y sorprendente de las campanas (¿les suena?), en el que la entrega y la sabiduría de su guardesa consigue que el triste tañido se llene de pasión e historia.
Tiempo no ha de faltarles.
Ese, impertinente y ágrafo, se queda extramuros, rumiando su fracaso.
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