El Museo del Prado recorre tres décadas del retrato cortesano español en una muestra exquisita que mañana inauguran la reina Sofía y el presidente de Austria
CHARO RAMOS MADRID
El Museo del Prado vuelve los ojos a su pintor predilecto en una secuencia temporal concreta: los 11 años que transcurren entre su segundo viaje a Italia y su muerte.Velázquez y la familia de Felipe IV, patrocinada por la Fundación Axa, analiza por primera vez los últimos años de su carrera y atiende además el trabajo de su taller y de sus sucesores, su yerno Martínez del Mazo y Carreño de Miranda. La cita, que se podrá ver hasta el 9 de febrero, será inaugurada mañana por la reina Sofía y el presidente de Austria, Heinz Fischer.
"Es el retrato final de una dinastía, la de los Habsburgo, repartidos por las Cortes de Madrid y Viena. Por eso recomendamos que la visita concluya ante Las Meninas, que permanecen en su sala de la colección permanente", apunta el director de la pinacoteca, Miguel Zugaza.
El comisario de la muestra, jefe de conservación de Pintura Española (hasta 1700) del Prado, Javier Portús, ha querido deleitar enseñando y para ello ha concebido un gabinete de estudio que repasa en cinco secciones y 29 obras (15 son de Velázquez y 14 de su taller y sucesores) la historia del retrato cortesano español de 1650 a 1680.
Tres décadas trepidantes en lo político y lo artístico. A su inicio, Velázquez está en Roma triunfando en la corte papal de Inocencio X y Felipe IV se ha casado con su sobrina Mariana de Austria. Muerto el rey y tras diez años de regencia de Mariana, un enfermizo Carlos II asume el poder y será Carreño de Miranda el encargado de inmortalizar a su majestad. Por ello la muestra, además de servir de clase magistral del período de plenitud de Velázquez y sus discípulos, subraya las dificultades que mantuvieron en la zozobra a la corte española. No sólo el conflicto con Cataluña o la crisis económica, sino también la decadencia dinástica de un grupo familiar de cuyos avatares estaba pendiente toda Europa.
Felipe IV tardó mucho en tener un hijo varón con Mariana de Austria. "Tenían poder pero no eran dueños de su destino", señala Portús. La presión del linaje dio como resultado una profunda endogamia que se traduce en la extraordinaria similitud de infantas, príncipes y reyes. "Son prácticamente los mismos rostros, lo que desde el punto de vista pictórico supone un grado de uniformidad a lo largo de la muestra que arroja luz sobre un momento especial de la historia de Velázquez y el arte español", continúa el comisario.
En esos últimos 11 años de su vida Velázquez culmina sus logros sociales, su carrera administrativa y artística. A la vuelta de Roma Felipe IV le nombra Aposentador de Palacio y luego será admitido en la Orden de Santiago, su máxima aspiración. Son los años en que pinta Las Hilanderas y Las Meninas, en los que asume logros narrativos inéditos en su trayectoria y en la pintura occidental. "Si hubiera muerto en el trayecto de Roma a España, sin la plenitud artística de su última década, la figura de Velázquez no hubiera sido tan importante", considera el comisario.
En esos años en los que España está sumida en la crisis, la cultura cortesana vive un momento dorado, con Calderón de la Barca escribiendo algunas de sus obras más importantes y el gran paso adelante como coleccionista y promotor de las artes que da el propio Felipe IV.
Las 29 obras expuestas ofrecen así un recorrido cronológico y tipológico (cardenales, infantas, príncipes, regenta y reyes) por el retrato cortesano.
La muestra arranca en 1650 cuando el pintor sevillano, que desde 1623 conserva el monopolio de la imagen de la Corona, lleva más de un año fuera de España, en Roma, donde realizó una docena de retratos de la corte papal: cuatro de los seis que perviven se han reunido en el Prado. Felipe IV le reclama en vano y con insistencia, quejándose en una carta de que "Velázquez me ha engañado 1.000 veces".
Roma fue muy importante en lo personal y profesional para el artista: allí concibió un hijo, triunfó como retratista de un papa hispanófilo y encontró un ambiente cultural extremadamente abierto y sofisticado, al que supo adaptarse. A Inocencio X, del que aquí se muestra en primicia en España la versión procedente del Wellington Museum de Londres del conocido retrato de la Doria Pamphili, lo presenta poderoso, desconfiado, en una imagen que resulta invasiva y refleja con auténtica maestría su personalidad. En cambio, a Felipe IV lo retratará a su vuelta (como ilustran los lienzos del Prado y la National Gallery de Londres) evasivo y distante, con ese carácter semidivino con que el rey se presentaba antes sus súbditos. Los retratos de los cardenales Camillo Massimo de The Bankes Collection, de Camillo Astalli Pamphili de la Hispanic Society de Nueva York y de Ferdinando Brandani, la nueva identificación del hasta ahora llamado Barbero del Papa (último Velázquez adquirido por el Prado), les acompañan en esta sección.
A su regreso a Madrid en 1651, tras mucha insistencia del rey, su pintura cambia iconográfica y técnicamente por completo. El que fuera retratista de hombres y adultos ve invadido su catálogo por un universo femenino e infantil. Velázquez se convierte en el pintor de mujeres, príncipes e infantes en una corte expectante, estresada por la sucesión. Y su escritura pictórica y la gama cromática se tornan más amplias y cálidas, más sensuales, llenas de detalles como flores, relojes, dijes, adornos capilares y sobre todo textiles. Nadie como Velázquez ha pintado esos vistosos trajes, alfombras o cortinas. De ellos se sirve para construir el clima emocional, complejo y profundo, de estas obras maestras.
Podemos ver enfrentados, y es difícil no abrumarse por ello, los retratos de cuerpo entero de Mariana de Austria del Prado y de la infanta María Teresa procedente del Kunsthistorisches Museum de Viena. Comparar así el rigor geométrico y la vuelta al hieratismo en el caso de la nueva reina Mariana y la actitud más relajada de María Teresa, que apenas tiene 15 años y muchas posibilidades matrimoniales. A las dos primas, ahora convertidas por la presión dinástica en madrastra e hijastra, las vemos también en retratos de busto que señalan sus diferencias de carácter y obligaciones. En el del Metropolitan de Nueva York, adornan el cabello de la infanta María Teresa (única hija viva que le quedaba a Felipe IV cuando se casa con Mariana a finales de 1649), falenas o mariposas de luz. Para Javier Portús, la metamorfosis del insecto es una metáfora también del estilo de Velázquez, en constante proceso de transformación y que ofrece distintos grados de terminación en un mismo cuadro: la calidad semiesmaltada del rostro frente al cabello rizado, más bizarro.
En la tercera sección es la infanta Margarita, la hija de Felipe IV y Mariana inmortalizada en Las Meninas, la gran protagonista merced al generoso préstamo del Kunsthistorisches de Viena. Fue el modelo más frecuente de los últimos años de Velázquez y podemos seguir su evolución desde que tiene tres años (1654) hasta que se marcha a Viena en 1666 para casarse con el emperador. Los cuatro retratos que le dedicó Velázquez junto con el de su hermano Felipe Próspero, por quien el artista debió sentir una simpatía especial pues le hizo posar junto a su perro favorito, rodeado de los amuletos que intentaron en vano proteger su corta existencia, marcan un capítulo esencial en la historia del retrato infantil.
La copia de Las Meninas de su yerno Martínez del Mazo sirve de entrada al cuarto ámbito de la muestra, dedicado al modo en que los sucesores del artista actualizaron a su muerte sus modelos. Se aprecia cómo renuevan en una dirección más abigarrada y barroca la iconografía real, incorporando partes de los espacios palaciegos como escenarios a los retratos cortesanos.
Cuando Felipe IV muere en 1665, su hijo y príncipe heredero Carlos II tiene sólo tres años y su madre, Mariana, asume la regencia. Hasta ese momento la reina era un sujeto pasivo con la única función de dar descendencia al rey. Ahora hay que buscar la fórmula de darle dignidad real. No había tradición iconográfica en España para representar esta situación y Mazo y Carreño optan por mostrarla sentada, con papel y recado de escribir, para expresar sus nuevas responsabilidades políticas y administrativas.
Entre las parejas de retratos que Carreño hizo del rey y su madre figura aquí la procedente de la colección Harrach, la única que ha funcionado unida como tal hasta hoy pues las demás se han dispersado. Mariana aparece de pie, vestida de viuda, en el mismo esquema compositivo pero traducido al gris que Velázquez utilizó a finales de 1652, con ella recién llegada a la sobria corte española, en ese lienzo que Francis Bacon tanto admirara. Este cierre de la muestra es el gran homenaje del discípulo al maestro, un diálogo para la historia entre los dos pintores de cámara que refleja el nuevo estatus de la mujer que ha perdido ya su poder de regente.
Convertido en pintor real, Carreño retrata a su vez a Carlos II en el Salón de los Espejos, resaltando el toisón de oro, el cetro y la corona, los rojos y marfiles de su indumentaria, enclavado en un escenario de juegos espaciales. Un lienzo que no ha perdido su fuerza más de tres siglos después porque supo connotar como ningún otro el trágico destino final de la dinastía de los Austria.
"Es el retrato final de una dinastía, la de los Habsburgo, repartidos por las Cortes de Madrid y Viena. Por eso recomendamos que la visita concluya ante Las Meninas, que permanecen en su sala de la colección permanente", apunta el director de la pinacoteca, Miguel Zugaza.
El comisario de la muestra, jefe de conservación de Pintura Española (hasta 1700) del Prado, Javier Portús, ha querido deleitar enseñando y para ello ha concebido un gabinete de estudio que repasa en cinco secciones y 29 obras (15 son de Velázquez y 14 de su taller y sucesores) la historia del retrato cortesano español de 1650 a 1680.
Tres décadas trepidantes en lo político y lo artístico. A su inicio, Velázquez está en Roma triunfando en la corte papal de Inocencio X y Felipe IV se ha casado con su sobrina Mariana de Austria. Muerto el rey y tras diez años de regencia de Mariana, un enfermizo Carlos II asume el poder y será Carreño de Miranda el encargado de inmortalizar a su majestad. Por ello la muestra, además de servir de clase magistral del período de plenitud de Velázquez y sus discípulos, subraya las dificultades que mantuvieron en la zozobra a la corte española. No sólo el conflicto con Cataluña o la crisis económica, sino también la decadencia dinástica de un grupo familiar de cuyos avatares estaba pendiente toda Europa.
Felipe IV tardó mucho en tener un hijo varón con Mariana de Austria. "Tenían poder pero no eran dueños de su destino", señala Portús. La presión del linaje dio como resultado una profunda endogamia que se traduce en la extraordinaria similitud de infantas, príncipes y reyes. "Son prácticamente los mismos rostros, lo que desde el punto de vista pictórico supone un grado de uniformidad a lo largo de la muestra que arroja luz sobre un momento especial de la historia de Velázquez y el arte español", continúa el comisario.
En esos últimos 11 años de su vida Velázquez culmina sus logros sociales, su carrera administrativa y artística. A la vuelta de Roma Felipe IV le nombra Aposentador de Palacio y luego será admitido en la Orden de Santiago, su máxima aspiración. Son los años en que pinta Las Hilanderas y Las Meninas, en los que asume logros narrativos inéditos en su trayectoria y en la pintura occidental. "Si hubiera muerto en el trayecto de Roma a España, sin la plenitud artística de su última década, la figura de Velázquez no hubiera sido tan importante", considera el comisario.
En esos años en los que España está sumida en la crisis, la cultura cortesana vive un momento dorado, con Calderón de la Barca escribiendo algunas de sus obras más importantes y el gran paso adelante como coleccionista y promotor de las artes que da el propio Felipe IV.
Las 29 obras expuestas ofrecen así un recorrido cronológico y tipológico (cardenales, infantas, príncipes, regenta y reyes) por el retrato cortesano.
La muestra arranca en 1650 cuando el pintor sevillano, que desde 1623 conserva el monopolio de la imagen de la Corona, lleva más de un año fuera de España, en Roma, donde realizó una docena de retratos de la corte papal: cuatro de los seis que perviven se han reunido en el Prado. Felipe IV le reclama en vano y con insistencia, quejándose en una carta de que "Velázquez me ha engañado 1.000 veces".
Roma fue muy importante en lo personal y profesional para el artista: allí concibió un hijo, triunfó como retratista de un papa hispanófilo y encontró un ambiente cultural extremadamente abierto y sofisticado, al que supo adaptarse. A Inocencio X, del que aquí se muestra en primicia en España la versión procedente del Wellington Museum de Londres del conocido retrato de la Doria Pamphili, lo presenta poderoso, desconfiado, en una imagen que resulta invasiva y refleja con auténtica maestría su personalidad. En cambio, a Felipe IV lo retratará a su vuelta (como ilustran los lienzos del Prado y la National Gallery de Londres) evasivo y distante, con ese carácter semidivino con que el rey se presentaba antes sus súbditos. Los retratos de los cardenales Camillo Massimo de The Bankes Collection, de Camillo Astalli Pamphili de la Hispanic Society de Nueva York y de Ferdinando Brandani, la nueva identificación del hasta ahora llamado Barbero del Papa (último Velázquez adquirido por el Prado), les acompañan en esta sección.
A su regreso a Madrid en 1651, tras mucha insistencia del rey, su pintura cambia iconográfica y técnicamente por completo. El que fuera retratista de hombres y adultos ve invadido su catálogo por un universo femenino e infantil. Velázquez se convierte en el pintor de mujeres, príncipes e infantes en una corte expectante, estresada por la sucesión. Y su escritura pictórica y la gama cromática se tornan más amplias y cálidas, más sensuales, llenas de detalles como flores, relojes, dijes, adornos capilares y sobre todo textiles. Nadie como Velázquez ha pintado esos vistosos trajes, alfombras o cortinas. De ellos se sirve para construir el clima emocional, complejo y profundo, de estas obras maestras.
Podemos ver enfrentados, y es difícil no abrumarse por ello, los retratos de cuerpo entero de Mariana de Austria del Prado y de la infanta María Teresa procedente del Kunsthistorisches Museum de Viena. Comparar así el rigor geométrico y la vuelta al hieratismo en el caso de la nueva reina Mariana y la actitud más relajada de María Teresa, que apenas tiene 15 años y muchas posibilidades matrimoniales. A las dos primas, ahora convertidas por la presión dinástica en madrastra e hijastra, las vemos también en retratos de busto que señalan sus diferencias de carácter y obligaciones. En el del Metropolitan de Nueva York, adornan el cabello de la infanta María Teresa (única hija viva que le quedaba a Felipe IV cuando se casa con Mariana a finales de 1649), falenas o mariposas de luz. Para Javier Portús, la metamorfosis del insecto es una metáfora también del estilo de Velázquez, en constante proceso de transformación y que ofrece distintos grados de terminación en un mismo cuadro: la calidad semiesmaltada del rostro frente al cabello rizado, más bizarro.
En la tercera sección es la infanta Margarita, la hija de Felipe IV y Mariana inmortalizada en Las Meninas, la gran protagonista merced al generoso préstamo del Kunsthistorisches de Viena. Fue el modelo más frecuente de los últimos años de Velázquez y podemos seguir su evolución desde que tiene tres años (1654) hasta que se marcha a Viena en 1666 para casarse con el emperador. Los cuatro retratos que le dedicó Velázquez junto con el de su hermano Felipe Próspero, por quien el artista debió sentir una simpatía especial pues le hizo posar junto a su perro favorito, rodeado de los amuletos que intentaron en vano proteger su corta existencia, marcan un capítulo esencial en la historia del retrato infantil.
La copia de Las Meninas de su yerno Martínez del Mazo sirve de entrada al cuarto ámbito de la muestra, dedicado al modo en que los sucesores del artista actualizaron a su muerte sus modelos. Se aprecia cómo renuevan en una dirección más abigarrada y barroca la iconografía real, incorporando partes de los espacios palaciegos como escenarios a los retratos cortesanos.
Cuando Felipe IV muere en 1665, su hijo y príncipe heredero Carlos II tiene sólo tres años y su madre, Mariana, asume la regencia. Hasta ese momento la reina era un sujeto pasivo con la única función de dar descendencia al rey. Ahora hay que buscar la fórmula de darle dignidad real. No había tradición iconográfica en España para representar esta situación y Mazo y Carreño optan por mostrarla sentada, con papel y recado de escribir, para expresar sus nuevas responsabilidades políticas y administrativas.
Entre las parejas de retratos que Carreño hizo del rey y su madre figura aquí la procedente de la colección Harrach, la única que ha funcionado unida como tal hasta hoy pues las demás se han dispersado. Mariana aparece de pie, vestida de viuda, en el mismo esquema compositivo pero traducido al gris que Velázquez utilizó a finales de 1652, con ella recién llegada a la sobria corte española, en ese lienzo que Francis Bacon tanto admirara. Este cierre de la muestra es el gran homenaje del discípulo al maestro, un diálogo para la historia entre los dos pintores de cámara que refleja el nuevo estatus de la mujer que ha perdido ya su poder de regente.
Convertido en pintor real, Carreño retrata a su vez a Carlos II en el Salón de los Espejos, resaltando el toisón de oro, el cetro y la corona, los rojos y marfiles de su indumentaria, enclavado en un escenario de juegos espaciales. Un lienzo que no ha perdido su fuerza más de tres siglos después porque supo connotar como ningún otro el trágico destino final de la dinastía de los Austria.
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