O cómo el 1% de la población, causante del 99% de las injusticias que nos rodean, trata de convencernos de que ayudan y mejoran nuestro mundo.
ALEJANDRO ROMÁN |
El filantrocapitalismo, entendido este como una variante del capitalismo a través de la cual se pretenden paliar los grandes problemas globales mediante aportaciones caritativas, está en auge y se extiende entre los más ricos. No solo cuenta con el beneplácito de gran parte de nuestra sociedad, sino que algunos ven ya una referencia y un modelo alternativo a la profunda crisis que sufre el sistema actual.
No puede haber gente tan buena y a la vez tan rica, es una paradoja: son causantes del cambio climático, la desigualdad o la corrupción, y a su vez, dicen combatir sus consecuencias de manera desinteresada.
Tenemos casos como el de John D. Rockefeller, uno de los empresarios más famosos de Estados Unidos conocido por su obra filantrópica, pero en los libros de historia poco se ha escrito acerca de cómo monopolizó la industria del petróleo ─siendo obligado años después por el Gobierno a disolver su compañía─ o cómo aplastó sindicatos a lo largo de toda su trayectoria profesional; Jeff Bezos, fundador de Amazon y la segunda persona más rica del mundo, puede promocionarse a sí mismo como un gran filántropo, pero la realidad es que sus empleados no descansan para ir al baño ni se cogen días libres por temor a ser despedidos; el financiero Warren Buffet hace alarde de donar gran parte de su fortuna, pero a su vez desprecia la sociedad en la que vive: “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra. Y vamos ganando”.
“Que no os engañen, no todo lo que reluce es oro. No es caridad, es un mecanismo perfectamente engrasado para perpetuar su posición y evitar así ser cuestionados, criticados y expuestos negativamente ante la opinión pública”
En España también tenemos nuestros propios salvapatrias con personajes como Amancio Ortega o Esther Koplowitz, alagados por donar equipos contra el cáncer a la sanidad pública o crear centros para personas con diversidad funcional.
Pero que no os engañen, no todo lo que reluce es oro. No es caridad, es un mecanismo perfectamente engrasado para perpetuar su posición y evitar así ser cuestionados, criticados y expuestos negativamente ante la opinión pública. De modo que, filántropos del mundo: no queremos limosnas; déjense de donaciones y cumplan como el resto de la ciudadanía con las obligaciones fiscales pertinentes.
Siguen en el poder, y con ello postergando su hegemonía, por ser capaces de mantener sus privilegios a la vez que integran una parte de las demandas populares y atienden alguna de las muchas necesidades existentes, lo que se conoce como la revolución pasiva de los más ricos: que aparentemente las cosas cambien para que realmente nada cambie. Seducen porque a pesar de vivir alejados de la sociedad, de vez en cuando se acercan y parecen próximos.
Si de verdad quieren ayudar, ¿por qué en vez de donar parte de sus beneficios no reclaman una mayor redistribución de la riqueza solicitando un aumento de sus imposiciones tributarias? Lo digo siempre: no hay mayor acto de amor hacia un país y sus gentes que el pago de impuestos y la contribución al Estado del bienestar. Todo lo que se salga de ahí, es humo.
“Seducen porque a pesar de vivir alejados de la sociedad, de vez en cuando se acercan y parecen próximos”
El economista Joseph Stiglitz sostiene que la única forma de ayudar al prójimo es “pagar más impuestos personales y de sociedades, ofrecer sueldos decentes a los trabajadores, permitir los sindicatos, financiar colegios públicos en lugar de escuelas privadas y apoyar las propuestas de sanidad pública”.
El medio de los filántropos es la caridad, su fin: transformar el sistema, quebrar la confianza de la población en el Estado mostrando su ineficiencia; exaltar que su modelo (el del libre mercado y las aportaciones puntuales a modo de donación) está por encima del actual (regulación y aportaciones periódicas en forma de tributos).
Y digo esto porque las ayudas dispuestas en forma de donación no las gestiona el Estado, sino que suelen distribuirse a través de la empresa privada: mediante consultoras, fondos de inversión, asesorías financieras (Family Offices) o fundaciones de su propiedad. Los sujetos pasivos, es decir, los receptores y los proyectos de destino tampoco se eligen en función de la necesidad o la prioridad; sino en función de la arbitrariedad y la subjetividad de los filántropos.
“Su objetivo ─una vez más─ es la desregulación del mercado, la quiebra del Estado y la liberalización de los impuestos. Y cuando lo consigan, ¿quién nos asegura que seguirán ahí?”
El protagonista ─el gran beneficiado─ no es el receptor de la ayuda, es el aportante. Cuando iba a la universidad nos lo enseñaban en primero de carrera, lo llaman “Responsabilidad Social Corporativa o RSC” y consiste en trucos y herramientas publicitarias para tapar la mala praxis, los escándalos y la imagen de marca que se pueda tener de una empresa. Hay casos muy notorios de RSC, por ejemplo, el año pasado en La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) vimos como en un evento de máxima difusión que duraba cerca de dos semanas, las principales empresas que patrocinaban el acto produjeron más de 350.000.000 unidades de CO2 (más gases de efecto invernadero a nivel mundial que los arrojados en un año por Reino Unido).
Estas prácticas no sólo se dan a nivel corporativo; en el ámbito personal, las grandes fortunas son expertas en el arte de poner perfume para que no huela, tal y como he explicado anteriormente con personalidades como Amancio Ortega, Jeff Bezos, Rockefeller, o Warren Buffet. Con las obras de caridad consiguen aumentar su popularidad y su poder, así como incrementar el valor de su marca, la cotización bursátil de su negocio y la expansión territorial de sus ideas e inversiones.
En conclusión, su objetivo ─una vez más─ es la desregulación del mercado, la quiebra del Estado y la liberalización de los impuestos. Y cuando lo consigan, ¿quién nos asegura que seguirán ahí? Con la quiebra del Estado, ¿quién se hará cargo de los problemas que las fundaciones decidan no sufragar? Una vez eliminados los impuestos, ¿quién se ocupará de las necesidades y los servicios públicos que los ricos no quieran pagar?
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