TRIBUNA
Catedrático jubilado de GenéticaEl cambio climático es una realidad patente. Lo notamos más fácilmente en el aumento generalizado de las temperaturas, aunque también se dan otras alteraciones, que afectan a las tormentas y las corrientes oceánicas. Más incierto resulta en qué medida han sido nuestras acciones lo que lo está desencadenando. No hay duda de que la liberación de gases con efecto invernadero, como el dióxido de carbono y el metano, debida a diversas actividades económicas, está contribuyendo al cambio climático. Sin embargo, es difícil evaluar el peso relativo de esos factores antropogénicos frente a otros de tipo natural. En cualquier caso, lo pragmático es preguntarnos qué medidas debemos tomar ante esta realidad. Ahí caben dos grandes opciones: el decrecimiento económico como modo preferente de paliar el cambio climático o implantar un conjunto de medidas que nos permitan acomodarnos a la nueva situación.
La inflación es una forma bastante eficaz de decrecimiento. Al subir los precios, perdemos poder adquisitivo y, en consecuencia, nos vemos obligados a consumir menos bienes. Por algún motivo, los mismos que nos alaban las bondades del decrecimiento procuran combatir la inflación. Quizás es que sea más fácil predicar el decrecimiento que dar el trigo de decrecer realmente. Habrá que explorar otros caminos.
Lo primero que conviene notar es que un aumento ligero de temperaturas no es por si mismo ningún problema grave. Diversos datos coincidentes avalan esa impresión. Nuestra temperatura corporal normal oscila entre los 36 y los 37 grados centígrados. Eso significa que con frecuencia consumiremos más energía en calentarnos que en enfriarnos. Además, la costumbre de ir vestidos, aparte de por pudor u otros motivos culturales, seguramente apareció en nuestra especie para protegernos del frío. Y todo el mundo sabe que es más fácil vivir en los trópicos que en las zonas polares. La Naturaleza también lo ha notado, pues la diversidad biológica de las selvas tropicales es bastante mayor que la de los desiertos o las nieves polares. Ahora se ha puesto de moda darnos datos sobre el exceso de defunciones debidas al aumento de temperaturas. Sin embargo, las estadísticas muestran que la mortalidad aumenta en invierno. De hecho, muchas enfermedades infecciosas, como la gripe, tienden a propagarse más en otoño e invierno. Sin pretender frivolizar, basta con escuchar a los turistas nórdicos que nos visitan explicar que vienen huyendo del frío de sus países de origen para sospechar que mucha gente prefiere temperaturas templadas o cálidas a frías o muy frías. Y tampoco estaría mal recordar que la temperatura media en nuestro vecino Marruecos es unos 4 grados superior a la nuestra sin que los marroquíes estén sucumbiendo masivamente por ello.
Sin embargo, el cambio climático acarrea dos problemas graves para nuestra prosperidad y acaso nuestra subsistencia. Uno es la extinción de muchas especies que, aparte de lamentable en sí misma, puede interferir con procesos de interés económico, como la polinización de muchos cultivos. En realidad, esa extinción masiva no se debe solo al aumento de temperatura, sino también a la contaminación con productos tóxicos del ambiente y a la ocupación del territorio por nuestra especie. Este último factor es muy importante. Cualquiera que sienta curiosidad puede entretenerse en buscar en internet qué ha ocurrido con la flora y la fauna en el entorno de Chernobyl. Quizás se asombre al enterarse de que muy diversas especies han proliferado en esa altamente radiactiva zona. Incluso algunas puede que se hayan adaptado ya a las radiaciones. Las ranas negras, con altos niveles de melanina, son un buen candidato. Y esa exuberancia se debe simplemente a que los humanos hemos dejado el terreno libre a las demás especies. Una recomendación obvia es reservar amplios espacios sin habitarlos, ni explotarlos económicamente, práctica en la que España destaca. Otra menos obvia, pero posiblemente eficaz, es criar artificialmente poblaciones de las especies que nos interese conservar. En Holanda producen masivamente abejorros para polinizar diversas plantas y ese tipo de iniciativas deberían multiplicarse. Siempre que sea un buen negocio, la adaptación al cambio climático será más fácil de lograr.
Con todo, el principal problema que tendremos que afrontar será el cambio en el régimen de lluvias y, en particular, las sequías prolongadas. En ese sentido, la llamada nueva cultura del agua es perniciosa. Eliminados sus adornos retóricos, viene a recomendar que cada zona se apañe con el agua que haya allí. Por el contrario, defiendo la urgente necesidad de construir todo tipo de embalses, canales, depuradoras y desaladoras. Hay que volver a hacer un Plan Hidrológico Nacional, racional si es posible, y hay que implantar todo tipo de técnicas para producir agua potable o, al menos, limpia.
Porque no falta agua en nuestro planeta, sino la voluntad política y económica de potabilizarla. Las técnicas ya están, pero hay que emplearlas y mejorarlas porque el problema más grave va a ser la escasez de agua.
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