La Fura del Baus cosechó un clamoroso éxito en su primera representación de Orfeo ed Euridice
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ANDRÉS MOLINARI | GRANADA
La Fura dels Baus reivindica el poder de la música y los músicos en su versión de ‘Orfeo ed Euridice’. :: RAMÓN L. PÉREZ
Los amantes poseen su peculiar bitácora, que es relatada una y mil veces cada noche por el teatro, la ópera, la leyenda... Y la fábula de Orfeo y Eurídice se yergue como una de las más señeras, de las jamás contadas, por su mezcla de sentimiento y fantasía, de mito y realidad, de dioses y de humanos, de mundo e inframundo. Por eso no es extraño que una compañía como La Fura, con Carlus Padrissa al frente, haya caído en la seducción que emana esta historia, sobre todo cuando fue tratada por Christoph Willibald Gluck en el siglo XVIII.
Toda la singularidad de la Fura, orillando los límites de la extravagancia, está volcada en esta producción. Todo como una gran tenería, desde la grisalla inicial hasta el rojo del averno, avivado con zumaque alucinatorio, con atisbos de viaje iniciático hasta los confines del amor, deseo de todo hombre al que le circule sangre por las venas. En el fondo, un derroche de vídeo y de trampillas por todo el escenario para escenificar un viaje interior, una excursión hasta el infierno nuestro de cada día, hacia ese fuego que puede hurtarnos lo más querido, el amor, el tiempo, la vida... Suerte que la música, el teatro, la belleza, la noche... hacen de talismán alado para que recobremos todo aquello que alguna vez perdimos, como Orfeo con Eurídice.
Desde las lágrimas de tul del principio, por la muerte de Euridice, hasta el humo rojo del final que preconiza su resurrección, sobreabundan por doquier los recursos y los hallazgos. Lo fantástico, que nunca puede ser contado con palabras, encuentra en la Fura su mejor relator. Usa el deambulatorio del palacio o la grúa por el pasillo deslumbrando y a la vez que engrandeciendo el lugar; emplea la estética de lo sucio para los grumos hechos demonios que impiden a Orfeo avanzar desde la Estrigia; salta del gótico inicial al abstracto final apoyándose, en medio, en las mallas cristalográficas amarillentas como leit motiv de Eros, regularmente interpretado por Marta Ubieta, aunque algo falta de gracia en la voz.
Voces y orquesta, buenas
Sus dos compañeras lucen muy buenas voces, sobre todo Ana Ibarra, que está magnífica tanto de tonalidad como de interpretación, sin asomo de cansancio a pesar del largo papel que desempeña. Muy atinada también Maite Alberola, ambas con esa afinación sin vibratos ni composturas belcantísiticas, tan ideal para el barroco, lejos aún de la ópera del XIX. Deambulando por las sugerencias lésbicas sin remilgos pero también sin zafiedades, mesuradas en la caricia aunque mostradoras explícitas del deseo.
La orquesta sinfónica BandArt más ágil que virtuosa, muy correcta en casi todos los números. Sólo a veces sonó a charanga, como al principio del segundo acto, cuando el metal rompió la compostura que a duras penas hilvanaba la cuerda entre tocar y moverse por el diedro escénico. El coro bien compactado en sus breves intervenciones. Todo al servicio de la escena y no al revés.
Ebrios de imágenes, empapados de vídeo y de música, ahítos de sugerencias y de alusiones mitológicas. Así quedamos tras este Orfeo. Un cúmulo de paisajes transitables sólo con la imaginación, un viaje hasta el averno con el amor como brújula, unos copos que persiguen a los amantes para vestirlos definitivamente con su albida pureza, un gran libro entreabierto en el patio del Carlos V, con una página en la que enraízan los músicos y otra escrita a golpes de luz. La desmesura, que es marchamo ya secular de La Fura, demostró anoche ser buena compañera de viaje de las grandes historias de amor, como ésta de Orfeo y Eurídice.
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