Todavía estaba oscuro fuera cuando Amanda se despertó al oír la alarma, se levantó de la cama y decidió que iba a suicidarse. No lo haría en ese momento, no un viernes a las 5:30 de la mañana. Se dijo que lo haría cuando encontrara un hueco después de trabajar.
Amanda se duchó. Se puso unos pantalones color caqui y una sudadera. Dio de comer a Abby, su gato. Antes de salir por la puerta, le envió un correo electrónico a su terapeuta: "No he pasado una buena noche, he tenido un sueño inquietante", escribió. "Tengo que intentar superar el día, a ver si puedo cambiar el chip lo suficiente como para concentrarme. Solo pienso en volver a casa y echarme la siesta".
Amanda era enfermera y tenía 29 años. Era delgada y de piel pálida. Acataba las normas sin rechistar. Había pensado en faltar al trabajo por enfermedad, pero no quería molestar a sus compañeros de trabajo ni ser el centro de atención. Normalmente llegaba a su puesto de trabajo antes que casi todos los demás, ya que necesitaba más tiempo para ponerse cómoda. Había aceptado una bajada de sueldo para empezar a trabajar en una clínica de las afueras de Seattle (Estados Unidos), en parte porque quería tratar a madres con rentas bajas y a embarazadas. Entre sus pacientes había personas que estaban en rehabilitación, otras que no tenían hogar y varias que habían huido de hombres que las maltrataban físicamente. Se sentía inspirada por su resistencia ante las adversidades y sentía celos, en cierto modo, por las pacientes que habían encontrado antidepresivos que les servían de ayuda. Ese 28 de septiembre de 2007 fue la primera vez que le tocó atender pacientes sin la presencia de un supervisor.
La agenda de Amanda estaba relativamente descargada: tres pacientes, quizás cuatro. Les tomó la tensión y las pesó. Les hizo las preguntas de rigor: ¿Ha sufrido reincidencias desde la última visita? ¿Puede permitirse pagar una sillita de coche para su recién nacido? ¿Ha tenido usted problemas de salud mental en algún momento de su vida? Odiaba hacer esas preguntas. Ella misma se habría negado a responderlas. Eran demasiado invasivas, demasiado personales. En un correo electrónico que le había enviado a su terapeuta hacía un mes, le había confesado que a veces se ponía una "máscara de normalidad". Sus pacientes siempre resaltaban lo feliz que la veían, pero "la parte que no veían", según escribe, es cuando se daba media vuelta, salía del cuarto, se metía en el coche al final de la jornada, respiraba hondo y lloraba durante todo el trayecto de vuelta a casa. "Siempre hago lo que hay que hacer y cuando puedo dejar de fingir, dejo que todo aflore".
La primera vez que pensó en el suicidio fue poco después de cumplir 14 años. Sus padres estaban gestionando mal el divorcio y justo brotó con fuerza su ansiedad social y su perfeccionismo en el colegio. Con 20 años, se intentó suicidar por primera vez. Durante la siguiente década, Amanda no hizo uno ni dos intentos, sino decenas. La mayoría de esas veces, se tomaba un buen puñado de pastillas antes de irse a la cama para que sus compañeras de cuarto pensaran que estaba durmiendo. Por las mañanas, sin embargo, se despertaba exhausta y ausente, desesperada por haber fracasado hasta en eso. Entonces decidía no contárselo a nadie. Para ella, los intentos de suicidio no eran llamadas de socorro, sino secretos que guardar con celo.
"¿Qué demonios necesito para sentirme mejor?", escribió Amanda en un diario en 2004. La terapia no le servía de mucha ayuda. Demasiado a menudo, su sufrimiento era ninguneado o algo peor. En una ocasión, un terapeuta se negó a hablar durante la sesión si no se abría ella primero; jamás volvió a su consulta. La universidad en la que estudiaba Enfermería la forzó a tomarse un tiempo libre debido a su depresión y su ansiedad. El día que se lo notificaron volvió a intentar suicidarse.
Si estás pensando en suicidarte esta noche o este fin de semana, necesito saberlo.El mail de Ursula Whiteside a su paciente Amanda
Ursula Whiteside, la nueva terapeuta de Amanda, era diferente. Solo tenía 29 años, era estudiante universitaria y trabajaba bajo la supervisión de un laboratorio de la Universidad de Washington. Amanda fue una de sus primeras pacientes. Sin embargo, Whiteside tenía una sensibilidad sobrenatural. Era capaz de detectar cómo se avivaba la ansiedad social de Amanda simplemente por el hecho de estar sentada en la sala de espera. Dejó claro desde el principio que iría a extremos imaginativos para conseguir que Amanda hablara. En una ocasión, Whiteside se puso a hacer el pino. En otra ocasión, se llevó a Amanda a una sala infantil de juegos con la esperanza de que un cambio de escenario tan absurdo hiciera que algo en ella se soltara. Las raras ocasiones en las que Amanda reaccionaba con algún comentario irónico eran oro.
Aun así, había sesiones que acababan siendo frustrantes, de modo que acordaron intercambiar correos electrónicos entre cada sesión. Amanda le escribía un correo a Ursula cada vez que se sentía abatida, casi siempre entrada la noche. Los correos podían ser breves, unos pocos párrafos, pero era ahí, más que en cualquier otro medio, donde más indiferente se mostraba con sus pensamientos suicidas: "Quería contarte por lo que he pasado este fin de semana y estoy segura de que no seré capaz de hacerlo en persona", escribió el 26 de agosto. "He sobrevivido al fin de semana, que supongo que era el objetivo. [...] Entré en pánico el viernes por la noche y me tomé dos pastillas de más. Normalmente me tomo una, pero el viernes por la noche me tomé tres. Fui una estúpida, simplemente quería dormir. Fui una estúpida porque tampoco habrían hecho nada. [...] Al final, anoche me fui a casa de una amiga. Me mantuvo a salvo, aunque ella no lo sabe".
Las respuestas de Whiteside a menudo llevaban exclamaciones y palabras subrayadas. Sabía que mantenerla animada era importante. Sin embargo, un mes después, cuando recibió un correo de Amanda un viernes por la mañana antes de ir a trabajar, respondió de inmediato con poca de su habitual gracia. Habían tenido una sesión el día anterior y Amanda parecía estar ocultando algo más de lo habitual. Whiteside sintió que era necesario sorprenderla para que se mostrara más comunicativa.
"Si estás pensando en suicidarte esta noche o este fin de semana, necesito saberlo", escribió Whiteside justo antes de que dieran las 7 de la mañana.
Luego esperó. Dieron las 10. Mediodía. Sin respuesta. A las 13:30, Whiteside llamó a su supervisor para debatir sobre la mejor estrategia que debían adoptar. Si el instinto de Whiteside estaba en lo cierto y pedía a la Policía que fuera a comprobar si estaba bien, podía estar salvándole la vida a Amanda. Si se equivocaba, podía destrozar la confianza que había construido con ella a lo largo de varios meses y puede que Amanda no volviera a asistir a una sesión con ella. Whiteside empezó a tomar notas. "Me alegra que me esté contando cosas, pero hay algo que le está impidiendo abrirse completamente. Por muy buena que sea, no puedo ayudar a nadie a sentirse mejor por arte de magia. Es aterrador que vaya directa al fondo", escribió.
Amanda salió del trabajo a las 16:30 y paró en una farmacia para comprar un medicamento con receta. Quería asegurarse de tener suficientes antidepresivos para morir de sobredosis. Luego llegó a casa y buscó somníferos para hacer una mezcla con las pastillas que acababa de comprar. No llegó a responder a Whiteside. Al anochecer, se puso el pijama y se cepilló los dientes. Respiró hondo y fue tragándose una pastilla tras otra, decenas de ellas; se tumbó en la cama y se dejó llevar por el sueño.
Mientras tanto, aunque Whiteside tenía mucho trabajo, su mente no dejaba de pensar en Amanda. Estaba tan preocupada que se olvidó de que había ido en coche a la universidad por la mañana y tomó el bus para volver a casa. No dejaba de mandarle mensajes de voz y de texto para decirle a Amanda que se preocupaba por ella y que estaba segura de que la terapia funcionaría. Por la noche acabó llamando a la Policía. Conocía los riesgos, pero a esas alturas ya no le importaban.
No obstante, cuando llegó la Policía, Amanda seguía ilocalizable. La dirección que tenía Whiteside no era la actual. Por suerte, un vecino mayor le dio a la Policía el número de una amiga de Amanda. La amiga, sin embargo, insistió en ver a los policías en persona, lo que consumió un tiempo valiosísimo. Para cuando los condujo al piso de Amanda, ya era tarde; habían pasado unas cinco o seis horas desde que se había tomado las pastillas. Encontraron a Amanda en la cama, viva pero claramente ida. Había botes de pastillas vacíos cerca y juguetes de gato por el suelo. Su amiga la zarandeó para despertarla. En un susurro somnoliento, Amanda confirmó lo que había hecho.
Varias horas más tarde, Amanda ingresó en urgencias. Llevaba un gotero en el brazo. Una máscara de oxígeno le cubría el rostro. Tenía la tensión extremadamente baja. Le hicieron una radiografía del pecho. Apenas podía hablar, pero lograron obtener suficiente información como para describirla en su expediente médico como "mujer de 29 años anteriormente sana, salvo por problemas psiquiátricos".
Tiempo después, la trasladaron a otra parte del hospital, donde le asignaron un "canguro" para vigilarla en caso de que decidiera autolesionarse. En las sesiones de evaluación psicológica se ensimismaba con frecuencia. No podía creer que estuviera de nuevo ahí. No había llamado a ningún amigo ni familiar. Su estado mental era exactamente el mismo que en el momento de empezar a tragarse las pastillas. Amanda seguía queriendo morir.
HUFFPOST US Correo electrónico completo de Amanda. |
Durante las dos últimas décadas, el suicidio ha ido aumentando lentamente hasta convertirse de forma repentina en una absoluta emergencia nacional en Estados Unidos, acrecentada por los cierres de empresas y los recortes en ayudas públicas del gobierno. El suicidio acosa a las bases militares tras el 11-S y asola los institutos de Silicon Valley. Prácticamente por todas partes, los centros psiquiátricos y las líneas de asistencia telefónica están saturados. Según los datos más recientes de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, en la actualidad se producen en Estados Unidos más del doble de suicidios (45.000 al año) que de homicidios. Ya son la décima causa de muerte más frecuente. Hace falta remontarse a la Gran Depresión de los años 30 para encontrar un aumento similar de la tasa de suicidios en Estados Unidos. En otros países occidentales industrializados, los suicidios permanecen estables o se han ido reduciendo poco a poco. No así en España, donde en 2017 las tasas de suicidio experimentaron un incremento del 3%. Cada día se quitan la vida unas 10 personas, 7 hombres y 3 mujeres. El suicidio sigue siendo la primera causa de muerte externa en nuestro país, según datos del INE.
Lo que hace que estas cifras sean tan preocupantes es que no pueden explicarse según ningún criterio demográfico: mujeres negras, hombres blancos, adolescentes, ancianos, latinoamericanos, nativos americanos, ricos, pobres... todos los sectores de la población lo sufren. El suicidio ha ido aumentando en todos los estados de EEUU menos uno (Nevada) desde 1999. Las muertes de Kate Spade y Anthony Bourdain sorprendieron a todo el mundo menos a los epidemiólogos que conocen estas estadísticas.
Y estos suicidios son solo los oficiales. Ninguna estadística lleva la cuenta de las miles de muertes por sobredosis de drogas que son suicidios, solo que con otro nombre. Si se amplían las estadísticas para incluir a los estadounidenses que han pensado alguna vez en suicidarse, el problema empieza a tomar la forma de una epidemia: en 2014, el gobierno estadounidense estimó que 9,4 millones de estadounidenses adultos se habían planteado seriamente la idea de suicidarse.
El suicidio lleva inherentemente ligada una falta de conclusión. Aun cuando las víctimas redactan una nota de despedida, solo revelan una parte. Los suicidios suelen hacer que los seres queridos, conocidos y compañeros de trabajo se hagan preguntas durante el resto de su vida. En este duelo también ellos pueden adentrarse en el terreno de los pensamientos peligrosos. "Con los suicidios se produce un trauma añadido", sostiene Julie Cerel, presidenta de la Asociación Americana de Suicidología. "La pregunta de 'por qué' en busca de una explicación cuando no hay explicación o los Ojalá hubiera dejado una nota... Ojalá pudiera hablar con la última persona con la que habló... Esos 'ojalá' pueden ser una tortura". El año pasado, Cerel publicó un estudio que analizaba las consecuencias del suicidio y descubrió que cada caso puede llegar a afectar a otras 135 personas.
El misterio fundamental del suicidio lo ha convertido en objeto de temor y desdén por parte de la comunidad médica. Desde los años 50, los responsables de la sanidad pública han probado con líneas telefónicas de asistencia, terapias grupales, terapia de choque e ingresos hospitalarios forzados. El personal médico ha retirado cordones de zapatos y cinturones a las víctimas de suicidios fallidos y las ha sometido a controles de vigilancia cada 15 minutos para asegurarse de que siguen a salvo. Han coaccionado a pacientes para firmar contratos en los que juran que no se suicidarán. Han creado más medicamentos psiquiátricos con efectos secundarios cada vez más invasivos y no han conseguido más que ver cómo el número de suicidios sigue aumentando.
Incluso en la actualidad, la mayoría de los profesionales de la salud no tiene ni idea de qué hacer cuando una persona con pensamientos suicidas entra a su consulta.
Incluso en la actualidad, la mayoría de los profesionales de la salud no tiene ni idea de qué hacer cuando una persona con pensamientos suicidas entra a su consulta. Les falta esa formación, no cuentan con recursos suficientes y, como consecuencia, sus comentarios pueden ser terriblemente insensibles. En urgencias, quienes han sobrevivido a un intento de suicidio pueden acabar atados a una cama durante horas hasta que son admitidos, y a veces pasan días. Encontrar ayuda más allá de urgencias resulta incluso más complicado.
"Coges a alguien que no está pasando por una buena situación, que se está derrumbando, y lo lanzas dentro de un sistema que les exige tener la mayor capacidad de solución de problemas y de control emocional", resume Jeff Sung, psiquiatra y colega de Whiteside que trabaja con pacientes de alto riesgo e instruye a otros profesionales. Según los datos del gobierno estadounidense, la mayoría de las personas que necesita asistencia para su salud mental no llega a recibirla.
Cuando se le habla de la frialdad de sus colegas, Whiteside se exaspera. Aunque los muertos son invisibles para la mayoría de la gente, ella los conoce. Comprende que los pensamientos suicidas tienen una lógica seductora y que hay consuelo al pensar que existe un modo seguro de terminar con el sufrimiento propio. Comprende por qué hay personas que tienen estos pensamientos cuando sufren una crisis, aunque sea tan nimia como perder el bus para ir al trabajo o doblar por accidente la esquina de la portada de un libro muy querido. Por eso los impulsos suicidas son mucho más peligrosos que la depresión; la gente puede ver la muerte como una solución a un problema. Whiteside sabe que muchos de sus pacientes siempre se sentirán vulnerables ante estos pensamientos. Describe su trabajo como una guerra incesante.
HUFFPOST US Identificación universitaria de Ursula Whiteside. |
Whiteside nació en Colville, Washington (Estados Unidos), hace 40 años, como primogénita de unos padres atraídos por la aventura de buscar trabajo allá donde podían encontrarlo: construir un oleoducto en Alaska, criar ganado, realizar chequeos médicos a niños en el Washington rural, conducir camiones por el Medio Oeste... Cuando empezó el penúltimo año de instituto en Minnesota, Whiteside ya había asistido a seis colegios distintos en tres estados. Tantas mudanzas, en vez de convertirla en una joven tímida o resentida, parecieron acentuar sus capacidades empáticas. Se convirtió en una de esas poquísimas personas capaces de intuir cuándo estaba sufriendo alguien a su alrededor.
A veces era bastante impulsiva en sus intentos por ayudar. Cuando tenía 13 años, una de sus mejores amigas la llamó por teléfono llorando y muy agobiada. Su amiga no quiso entrar en detalles, pero dijo que necesitaba escapar de casa inmediatamente, de modo que Whiteside planificó un rescate. Poco después de medianoche, se coló por una ventana en el sótano de casa y robó el coche de su madre. No se paró a pensar que no tenía edad legal para conducir, ni que la casa de su amiga estaba a 13 kilómetros, ni que la carretera estaba nevada y resbaladiza. No le importó que con sus escasos 36 kilos apenas llegaba a ver por encima del volante. Consiguió pasar el McDonald's colina abajo y llegar a la carretera rural de un solo carril que conducía a casa de su amiga antes de chocar en una cuneta frente a la casa.
Conforme fue creciendo, fue haciéndose evidente que a Whiteside se le daba mejor cuidar de los demás que de sí misma. En el instituto tuvo problemas de imagen personal, depresión y ansiedad. Al igual que a sus futuros clientes, le resultaba insoportable la idea de hablar de lo que le sucedía. La idea de pedir ayuda era "lo más aterrador" que podía imaginarse, según ella. En una ocasión, ya en la universidad, le envió a su madre, cuyo hermano se había suicidado tiempo atrás, una extensa carta en la que detalló sus altibajos. "Te escribo esta carta porque muchas veces me cuesta horrores decir en voz alta lo que siento. Soy una gallina", confesó.
Ansiaba conocer el funcionamiento de la desesperación, incluida su propia desesperación. "Todo lo que hago tiene que ser extremo", escribió en su diario. "Paso por fases en las que me quiero muchísimo y paso por otras en las que no hago más que pensar en puentes y cuchillos". En la Universidad de Minnesota Duluth leía libros de salud mental y revistas científicas en su tiempo libre. Se sintió atraída por esta área del conocimiento como un modo práctico de desentrañar los problemas más espinosos de la vida. "Asistí a mi primera clase de Psicología y me quedé: 'Madre mía, de verdad se pueden cambiar las cosas'. No es magia", comenta.
Whiteside cursó el tercer año de carrera en la Universidad de Washington para aprender de Marsha Linehan, una eminencia en el campo de la investigación sobre el suicidio. Linehan había desarrollado un poderoso tratamiento pionero llamado terapia dialéctica conductual (TDC), que enseña a sus pacientes a reconducir sus impulsos suicidas. Puede resultar un trabajo extenuante y emocionalmente agotador que requiere que los pacientes pasen varias horas a la semana en terapia individual y grupal, y los terapeutas deben hacer tantas sesiones como sean necesarias durante la semana para comprobar que los pacientes se encuentran bien: los pacientes son lo primero; la vida personal, secundaria.
A Whiteside le venía como anillo al dedo. "He descubierto cierta pasión", escribió en su diario. "Tengo que pensar en mí misma, tengo que pensar en mi alma y tengo que acordarme de los más necesitados, los que están sufriendo más de lo que me imagino". En una carta de recomendación, Linehan escribió que Whiteside se había "vuelto imperturbable".
Mensajes de Whiteside a una paciente: "Recuerda: creo en ti. Todos creemos en ti. Ya lo has logrado otras veces. Sabes superar cosas difíciles". |
Y entonces Whiteside se dio de bruces con el muro del sistema sanitario moderno en materia de salud del comportamiento. Empezó a hacer prácticas clínicas en el departamento psiquiátrico del Harborview Medical Center, en Seattle, una institución sombría y con pocos recursos. El objetivo principal, según oía constantemente, era clasificar pacientes. Estaba ahí para estabilizar a los pacientes con impulsos suicidas, nada más, porque nadie tenía tiempo de hacer nada más.
A Whiteside se le encomendó la labor de evaluar a los pacientes según su historial y su estado mental. Entre ellos había un hombre que mató a su perro y se disparó después en el estómago, un inmigrante que se había prendido fuego a sí mismo, un estudiante universitario al que habían encontrado en mitad de la calle aferrado a un osito de peluche. Whiteside percibía que todos ellos buscaban de un modo u otro alguna forma de ayuda o bondad.
"Estaba completamente loco, me daba totalmente igual la vida", comenta un antiguo paciente de aquella época. "No tenían ni idea de qué hacer conmigo. Sin embargo, Ursula me miraba y de verdad esperaba que reaccionara. [...] No me decía: '¿Qué síntomas tienes? ¿Qué medicamentos estás tomando?'. Me decía: 'Háblame un poco de tu historia". Whiteside sabía que la gente que abandona el hospital tras un intento de suicidio corre un riesgo mayor de volver a hacerse daño en los primeros 90 días. Y, pese a eso, los médicos de Harborview solo les recomendaban otras clínicas que los pacientes nunca visitaban o los ponían en listas de espera de terapeutas que a lo mejor no eran los que más encajaban con sus problemas. "Los pacientes se encontraban básicamente en esta encrucijada y nosotros no hacíamos más que joder todo más", se lamenta Whiteside.
Cuando sus pacientes salían del hospital, no podía dejar de pensar en ellos, de modo que empezó a hacerles un seguimiento por su cuenta. Les llamaba por teléfono para ver si necesitaban ayuda o simplemente para hacerles saber que no se olvidaba de ellos. Les daba su número de teléfono antes de que recibieran el alta y les dejaba una nota personal en la parte posterior de la hoja. Cualquier cosa que sirviera para mantenerlos conectados al mundo. Durante seis meses estuvo llamando a una mujer que había intentado suicidarse tras una ruptura. La mujer le cogía las llamadas al principio, pero un día dejó de hacerlo. Whiteside sigue sin saber qué fue de ella.
"Fue casi como una crisis existencial para ella", asegura Sarah Stuckey, una de las mejores amigas de Whiteside dentro del mundo clínico. "Es sobresaliente en muchos aspectos. Es una mujer preciosa capaz de hablar con voz aterciopelada sobre esta clase de cosas horribles. Pierdes a gente. Eso te afecta. Mantienes conversaciones muy personales con la gente. Eso te afecta".
A Whiteside le estaba provocando tanta ansiedad su trabajo que pasó días sin apenas dormir ni comer. Una noche después de sus prácticas abrió una botella de vino. Bebió hasta dejar de preocuparse por si volvería a despertarse. Esto la asustó. Durante unos segundos supo lo que era tener pensamientos suicidas.
Meses después, Whiteside se reunió con su terapeuta para ver cómo podía gestionar esa sensación de impotencia. Whiteside mencionó la obra de un psiquiatra e investigador sobre el suicidio retirado hacía mucho tiempo, llamado Jerome Motto. No era muy conocido. Sin embargo, la mentora de Whiteside, Marsha Linehan, lo admirabaporque era el único estadounidense que había logrado reducir drásticamente los suicidios. Su método no requería seguir un complicado manual de instrucciones de mil páginas ni una inversión de mil millones de dólares en investigación y desarrollo farmacéuticos. Lo único que hizo fue enviarles cartas periódicas a las personas que estaban en riesgo de suicidarse.
Ahí, en terapia, Whiteside empezó a contar todo lo que sabía sobre el método de Motto y su carrera. Se puso a llorar. "Dios mío", murmuró. "¿Y si fuera esto lo que hay que hacer? ¿Y si fuera así de sencillo?".
HUFFPOST US Jerome Motto |
Era diciembre de 1944, en plena Batalla de las Ardenas, y la Compañía 3989 de Intendencia de Transporte Terrestre llevaba días atascada en una granja en Bastoña (Bélgica), rodeada por todos los flancos por las tropas alemanas. En esos momentos de quietud, cuando el cielo era del color del algodón y la nieve alfombraba el suelo, el teniente primero Jerome Motto rezó para que los aviones aliados vinieran a salvarlo a él y a sus soldados. Con la frecuencia justa, aparecía un avión de transporte militar C-47 con las provisiones que necesitaban para mantenerse con vida. Los soldados salían corriendo y trataban de permanecer ocultos al tiempo que caía comida, ropa y medicamentos en fardos gigantes atados a paracaídas rojos y azules y verdes y amarillos. A Motto le daba la impresión de que el cielo se vestía de lunares de colores.
Motto, un hombre alto y de ojos azules, hijo de inmigrantes judíos, callado y discreto, había crecido en Santa Bárbara (California) con el sueño de ser concertista de piano. Sin embargo, cuando estalló la guerra, quiso ayudar en la medida de lo posible. Al ingresar en el Ejército, solicitó que le asignaran labores clericales o lo incluyeran en una banda militar con otros hombres introvertidos y artistas. En vez de eso, le enviaron al regimiento de caballería y lo pusieron al cargo de la seguridad de otros 39 hombres.
El joven de 23 años solía aislarse y conducía por la Europa ocupada con un manual de gramática francesa en el regazo. Por primera vez, vio el mundo como un paisaje de personas traumatizadas. Su convoy atravesaba pueblos plagados de escaparates destrozados y casas sin techo, con unas calles vacías de jóvenes como él.
En medio de la devastación, Motto trataba siempre de distraerse con pequeños detalles. Hacer fotografías le ayudaba. También las cartas que escribía a sus familiares. Les habló de su incipiente interés por la psicología, surgido a raíz de ver cómo incluso al más viril de sus compañeros le costaba no derrumbarse. Las respuestas de sus familiares no siempre le reconfortaban. Le regañaban por no escribirles suficientes cartas, y cuando leyó que una hermana mayor se había divorciado o que su padre tenía una enfermedad misteriosa, solo pudo sentirse culpable, ya que no había nada que pudiera hacer para ayudar desde tan lejos.
Para su sorpresa, su mayor consuelo se lo proporcionaban las cartas de una mujer que apenas conocía. Motto había salido con Marilyn Ryan media docena de veces durante su instrucción al noroeste de Arkansas en verano de 1943. Nada serio: un par de espectáculos, una cita doble... Pero tiempo después de haber tenido que marcharse, ella le escribió una carta. En un principio no reconoció su nombre. Respondió simplemente para mantener la correspondencia.
Le seguían llegando las cartas de la mujer, hubiera respondido él o no. Con el paso del tiempo, se encariñó tanto de esas cartas que sintió la necesidad de analizar por qué. No eran exactamente cartas de amor. "Solo escribe sobre asuntos corrientes: qué ha hecho ese día, cómo está llegando el frío, qué canciones hay en la lista de éxitos en ese momento, saludos a Jim y esa clase de cosas", le confió a su hermana mayor en una carta. "De vez en cuando hace algún comentario melancólico sobre lo mucho que le gustaría que nos volviéramos a ver. Nada hay de palabrería apasionada, solo deduzco que cualquier persona que le escriba de forma tan constante a otra debe estar sinceramente interesada".
De forma casi inevitable, tras meses de correspondencia, Motto se dio cuenta de que se había enamorado de Ryan. Él trató de sacar el tema de una relación más profunda: "¿Por qué demonios no nos quitamos la espina del corazón en vez de seguir evitándolo de forma tan dolorosa?". La respuesta de la mujer se perdió en el curso de la historia. Lo único que se sabe es que se siguieron escribiendo, que Motto le habló varias veces a su familia de una chica de Arkansas ("un modelo moral imponentemente poderoso") que estaba "contando las horas" para su regreso, y aunque coquetearon con la idea de reunirse, Jerome Motto murió en 2015, más de 60 años después, sin haberla vuelto a ver.
HUFFPOST US Documentación militar de Jerome Motto. |
Sin embargo, su influencia moldearía el resto de la vida de Motto. Tras la guerra, estudió Psicología en Berkeley, cursó Medicina en la Universidad de California en San Francisco e hizo un programa de residencia en la Universidad John Hopkins, en el estado de Maryland, antes de regresar al Área de la Bahía de San Francisco. Se interesó por los pacientes con pensamientos suicidas, hombres y mujeres que le recordaban a los soldados con neurosis de guerra que antes transportaba. "Alguien tiene que hablar por los que no son tan fuertes, los que tienen miedo, los que están desmoralizados, los que desconfían de quienes intentan ayudar, los que están desesperados, los que son retraídos", recuerda que pensó en aquel momento.
Era una filosofía tremendamente radical en los años de posguerra. Prácticamente en todos los círculos sociales y médicos, el suicidio era considerado un pecado más que una tragedia. Los obituarios encubrían los suicidios como accidentes. Los católicos no permitían que las víctimas de suicidio fueran enterradas en terreno sagrado. En algunos estados de EE UU, intentar suicidarse era un acto delictivo. Las facultades de medicina tendían a ignorar por completo el tema y muchos médicos consideraban que era "un éxito" en su ejercicio si conseguían evitar a los pacientes suicidas, según Seymour Perlin, colega de Motto. Unos años más tarde, otro colega suyo estaba en urgencias cuando llevaron con prisas a una joven. Se había cortado las venas de las muñecas y apenas estaba consciente. Entonces llegó el cirujano, se aseguró de que la joven estaba suficientemente despierta como para prestar atención y le dijo: "¿Por qué no te tiras la próxima vez por el Puente Golden Gate?".
A su alrededor, Motto veía que todo el mundo hacía que los pacientes con impulsos suicidas se sintieran solos. En 1965, se tropezó con una serie de artículos de un psicoanalista alemán llamado Hellmuth Kaiser. Kaiser sostenía que los pacientes más perturbados podían sentirse mejor si percibían cierta conexión con alguien, aunque fuera en el subconsciente. Esto hizo que Motto pensara en Marilyn Ryan y en cómo sus cartas le habían animado a lo largo de la guerra con su sinceridad alimentándole como un gotero constante.
"Es mi propia experiencia y eso no demuestra nada, evidentemente", me dijo Motto años después. Sin embargo, se preguntó si el simple hecho de demostrar a sus pacientes que estaba ahí para ayudarlos sin esperar nada a cambio podía hacer que los pacientes con impulsos suicidas se sintieran menos aislados, menos en conflicto consigo mismos.
Así pues, a finales de los años 60, con una beca del Instituto Nacional de Salud Mental, Motto diseñó un experimento. Realizaría el seguimiento de pacientes que habían recibido el alta de uno de los nueve centros psiquiátricos de San Francisco tras un intento de suicidio o tras sufrir un episodio de intensos impulsos suicidas, y se centraría en los que se habían negado a continuar el tratamiento y que, por lo tanto, ya no tenían relación con los médicos. Iba a dividir a estos pacientes aleatoriamente en dos grupos. Ambos grupos serían sometidos a una rigurosa entrevista acerca de su vida, pero el grupo de control no recibiría más comunicación tras la entrevista. El otro grupo, con el que se mantendría en contacto, recibiría una serie de cartas tipo.
HUFFPOST US Carta tipo de Jerome Motto y su equipo. |
Era una empresa extremadamente ambiciosa. Para conseguir resultados significativos, el estudio tendría que durar años y requeriría la participación de miles de pacientes, cientos de miles de páginas de notas y la escritura constante de cartas que siguieran la esencia de las de Marilyn Ryan. Motto consiguió hacerse con una oficina justo encima de la planta de urgencias del Hospital General de San Francisco y formó un grupo poco ortodoxo de investigadores para entrevistar a los pacientes y mantener correspondencia con ellos. Su equipo llegó a incluir en diversas etapas a una mujer que estudiaba para convertirse en rabina, un hombre que acababa de abandonar el seminario para dedicarse a su doctorado en Psicología, un sacerdote gay rechazado por su congregación y una antigua monja.
"Algo que aprendí trabajando con personas con impulsos suicidas es que el problema del suicidio abarca muchísimas disciplinas", contó Motto al escritor Peter Shore en 2006. "No era solo un problema psiquiátrico; era un problema psicológico, sanitario, social, filosófico y teológico. Cuando digo teológico me refiero a que los pacientes te preguntaban: '¿Qué sentido tiene continuar? Es doloroso. Voy a morir tarde o temprano. ¿Para qué estoy aquí? ¿Qué sentido tiene mi vida?'. Y bueno, me di cuenta de que no me habían dado respuesta para eso en Medicina".
Motto elaboró un cuestionario de 39 preguntas para documentar los aspectos más positivos de la vida de los pacientes que se quisieran someter voluntariamente al experimento. Les pedía a sus investigadores que les preguntaran cuántos años se llevaban con el hermano o hermana con una edad más similar a ellos, cómo se ganaba la vida su pareja, cuántas veces se habían mudado en los últimos cinco años, si vivían en ese momento en un piso o en un hotel o cómo de grande era el hotel. A diferencia de otros profesionales de la salud, también les pedía a sus investigadores que hicieran preguntas explícitas sobre sus intentos de suicidio: qué les había llevado a tomar esa decisión, si habían buscado ayuda antes de hacerlo, qué repercusiones tuvo el intento de suicidio en su conciencia o cómo se suicidarían si volvieran a intentarlo.
Motto insistía en que sus investigadores se aprendieran las preguntas de memoria para que las entrevistas no parecieran interrogatorios clínicos de rigor y les indicaba que mostraran aceptación incondicional ante sus respuestas. La entrevista podía comenzar de este modo: "Cuénteme más sobre cómo ha llegado hasta este punto". Algunos pacientes estaban deseosos de hablar. Otros no podían. Algunos aún lucían heridas recientes en el cuello por intentos de ahorcamiento. Durante el primer año y medio, 16 pacientes se suicidaron antes de ser clasificados en uno de los dos grupos. Hasta los investigadores más experimentados se mostraban desconcertados ante la gravedad del sufrimiento que cargaban estas personas. Chrisula Asimos, que acabaría siendo la investigadora que más tiempo formó parte del estudio, le pidió ayuda a Motto en una ocasión con un participante particularmente reservado. "Motto simplemente me dijo: 'Siéntate con esa persona y quédate a su lado el tiempo que haga falta. Tarde o temprano, lo entenderá", recuerda Asimos.
Patricia Conway, antigua monja, pasó muchas horas a lo largo de varios días con una madre que apenas era capaz de decir palabra tras su intento se suicidio. Una tarde, la mujer parecía fascinada por otro paciente que no dejaba de chillar y alborotar cerca de ella. Tras un largo silencio, dijo: "Tiene suerte, ¿no cree?".
Conway preguntó por qué.
"Puede que piense que está loco, pero al menos es capaz de decir cómo se siente. Es capaz de chillar, alborotar y hablar de ello. Yo no puedo".
HUFFPOST US Paciente en bancarrota solicitando ayuda |
Parecía ridículo: cartas capaces de sacar a una persona de un abismo tan profundo. Ni siquiera se trataba de cartas personales, sino de cartas tipo mecanografiadas con una de las máquinas de escribir IBM Selectrics que había en la oficina. Motto quería que fueran simples y directas, sin jerga clínica ni letra pequeña para cubrirse las espaldas. Y lo más importante: no debían pedir nada: "Nada de 'debería retomar la terapia' o 'rellene este cuestionario sobre la depresión para que podamos evaluar su estado". Debían provocar una verdadera sensación de afinidad. "Simplemente, lo que uno le diría a un amigo".
Motto no tardó mucho en escribir la primera carta que recibiría uno de los pacientes. Tenía claro lo que quería decir. Solo dos frases amables: "Ya ha pasado un tiempo desde que estuvo en este hospital y esperamos que todo le vaya bien. Si quiere dejarnos algún mensaje, estaremos encantados de saber de usted".
Dentro de cada carta que enviaban, los investigadores incluían un sobre con la dirección del remitente ya escrita. Motto insistía en que este no incluyera sello. "Eso es importante", explicó más adelante, "porque algunas de estas personas eran tan sensibles que incluir un sello habría sido presionarlas, ya que se habrían sentido forzadas a responder para no desaprovecharlo".
Las cartas debían enviarse según un calendario fijo: una vez al mes durante los primeros cuatro meses, cada dos meses durante los siguientes ocho meses y cada tres meses durante los siguientes cuatro años. En total, la correspondencia constaba de 24 cartas enviadas a lo largo de 5 años, con ligeras variaciones según el caso. Algunas plantillas eran tan simples como las siguientes:
"Esta carta es un simple mensaje para asegurarle que nos sigue importando cómo le va todo".
"Se trata solo de una carta para decirle que esperamos que todo le vaya bien, ya que nos sigue importando su bienestar. Siéntase libre de mandarnos un mensaje cuando quiera".
"Somos conscientes de que recibir una carta de forma periódica expresando nuestro interés en cómo le va todo puede resultar un poco rutinario. Sin embargo, nos sigue importando usted y cómo le van las cosas. Esperamos que estas breves notas sirvan para demostrarlo".
El estudio de Motto tenía suficiente potencial para acabar con su reputación. Charlotte Ross, fundadora de un centro de crisis y prevención de suicidios en el Área de la Bahía de San Francisco y colaboradora frecuente de Motto en diversos artículos, lo expresó con contundencia: en aquella época, la idea de realizar el seguimiento a los supervivientes de intentos de suicidio después de que estos contactaran con una línea telefónica de asistencia era "tan respetable como ser un picapleitos". Cuando Asimos les habló sobre el proyecto a sus colegas del centro psiquiátrico, lo consideraron una locura. "¿Me tomas el pelo?", le dijo alguien. "¿Qué os hace pensar que enviar notitas va a suponer alguna diferencia?".
También había otros obstáculos más prácticos. Los investigadores no disponían de muchos medios para saber si sus cartas llegaban a su destino (podían llegar a una dirección antigua o traspapelarse en las oficinas de correos. Lo único que Motto y su equipo de investigadores podían hacer era captar pacientes, enviarles las cartas tipo y esperar. Entre 1969 y 1974, los investigadores de Motto entrevistaron a más de 3000 pacientes.
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