El problema actual es que volvamos a las andadas y queramos reactivar la economía con obra pública innecesaria. Otro Plan E para sembrar flores en las rotondas
¿Obra pública? ¿Para qué? ROSELL |
Silva Muñoz, ministro de Obras Públicas del desarrollismo, definió al franquismo como un estado de obras permanente. En pleno conflicto, se creó el Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones, bajo cuya tutela quedaron las zonas más afectadas por la contienda que fueron -puro paternalismo del régimen- adoptadas por el caudillo Franco. La dictadura se centró en reconstruir el país asolado por la guerra lo que, sumado al nulo dinamismo económico del franquismo y a nuestro secular capitalismo áulico, creó una legión de empresas dependientes de la obra pública hasta gastarse en una escuela rural más de lo que costó El Escorial.
Salvo en esta última recesión, la receta gubernamental para superar crisis y crear empleo fue endeudarse para invertir en obra pública, fuera necesaria o no. Ningún sector requiere tanta mano de obra intensiva como la construcción. Se reduce el paro con rapidez, pero ese empleo se destruye a velocidad de vértigo al estallar la crisis. No existe, en nuestra historia económica reciente, ninguna crisis que no tenga entre sus causas la burbuja inmobiliaria, un sector constructor ultraendeudado y una banca demasiado laxa. El problema actual es que volvamos a las andadas y queramos reactivar la economía tras la crisis del Covid a base de implementar obra pública innecesaria. Otro Plan E para sembrar flores en las rotondas.
Aprendamos del pasado inmediato. Durante el período de expansión económica 1997-2008, España licitó, en valor absoluto, más obra civil que la suma de EEUU y Alemania. La construcción absorbe más recursos financieros que ninguna otra actividad productiva, lo que genera un efecto perverso. Al absorber la mayoría de la financiación disponible, posterga a sectores con mayores períodos de maduración y menores rentabilidades, aunque más estables. La banca relaja sus exigencias y asume riesgos aparentemente menores al financiar el ladrillo, ya que el particular aporta garantía real -hipoteca- y la obra civil se garantiza, en última instancia, por el Estado. Recuerden las radiales y la Responsabilidad Patrimonial de la Administración. Una cláusula diabólica que permite a las constructoras hacer suyo el beneficio del negocio y trasladar las pérdidas al Estado. Este círculo vicioso crea una economía que ni avanza tecnológicamente ni aspira a la excelencia.
Las razones económicas que justifican una obra pública son su utilidad y necesidad real, no el deseo popular. Respecto a la utilidad, cualquiera entiende que una autovía no tiene sentido si une dos villorrios a través de un desierto. Por muy felices que hagamos a sus vecinos. La necesidad no requiere mucha explicación en un país donde existen aeropuertos sin aviones, vías semidesiertas, edificios multiusos sin uso y pabellones deportivos con telarañas. Pero también, la utilización de una obra pública debe generar riqueza suficiente como para amortizar sus costes de construcción en un plazo razonable. De no ser así, edificaremos castillos en el aire. Además, hay que considerar el coste futuro de mantenimiento que toda obra pública requiere. Pensemos en la situación actual de muchas carreteras. El caso de las depuradoras es paradigmático. Se construyeron con fondos Feder. Pues bien, España fue condenada en 2018 por falta de depuración de aguas urbanas. La razón es sencilla. Acabado el plazo de explotación y mantenimiento, debían gestionarlas los ayuntamientos. Algunos, arruinados por la crisis, no pudieron asumir el gasto y las abandonaron a su suerte. Y es que lo que gusta en España es cortar cintas, a ser posible antes de las elecciones.
El sector constructor se vanagloria de ser líder. Pero el goteo constante de preconcursos y concursos de empresas constructoras sólo demuestra que han sido incapaces de adaptarse a la nueva realidad económica. Y siguen creyendo que el Estado debe suplir sus ineficiencias. La obra pública no puede dimensionarse en función de las necesidades de un grupo de presión. Si una infraestructura es necesaria y generadora de riqueza debe ejecutarse. Si se plantea por presión popular y para gloria del político y beneficio de las constructoras, no tiene ningún sentido. Por eso, cuando se clama pidiendo más licitación de nueva obra pública, recuerdo esta anécdota de Milton Friedman, Nobel de Economía. Visitaba una de esas obras faraónicas propias de los países en vías de desarrollo. Miles de obreros abrían un canal a pico y pala. Asombrado, preguntó por qué no usaban maquinaria. El político de turno le contestó: "Las palas crean más empleo". Friedman respondió: "Usen cucharillas de café. Crearán mucho más". Debió añadir que crearían más empleo y menos riqueza.
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