Ni la cultura ni la formación académica dotan al hombre de inteligencia emocional. La buena educación y la sabiduría se cosechan escuchando, hablando y debatiendo
El odio de los necios |
Mis abuelos del pueblo fallecieron hace tiempo, pero todavía recuerdo momentos que me han servido para aprender de su modo de vida. El carácter de mi abuela era particular. Digamos que combinaba la fuerza e intensidad de Jo March y Scarlett O'Hara. Su cabezonería la llevaba, a veces, a mantener acaloradas discusiones con mi abuelo. Él siempre permanecía callado mientras escuchaba a mi abuela parlotear. "La clave está en pensar que, a veces, y solo a veces, puede que uno no siempre tengas razón", apostillaba mi abuelo. Por eso, él siempre permanecía en silencio mientras mi abuela proseguía con su monólogo: sabía que, quizás esa vez, podía existir la remota posibilidad de que él estuviera errado y merecía la pena escuchar lo que la otra parte tenía que decir, aunque no siempre le gustase o estuviese de acuerdo con lo que le decían.
Mis abuelos no tenían estudios. Trabajaron toda su vida como panaderos en la Mancha. No tuvieron la oportunidad de leer a Rousseau o de inferir conclusiones de Hobbes y su Leviatán. No les hacía falta. Ellos mismos llegaron a una deducción -tan básica y transcendental de la condición humana-, que parece perdida en la sociedad de hoy en día -supuestamente más culta y mejor formada que la época de posguerra de mis abuelos-: escuchar a la otredad y reconocer que, a veces, y solo a veces, puede existir la remota posibilidad de que estemos equivocados -y de paso, aprendemos algo nuevo-.
Ni la cultura ni la formación académica dotan al hombre de inteligencia emocional. La empatía, la buena educación y la sabiduría se cosechan de otra forma: escuchando, hablando y debatiendo con personas diferentes a nosotros. Este alegato a favor de la pluralidad ha sido plenamente pronunciado por autores contemporáneos, como Carolin Emcke, y recogido en artículos divulgativos, como los ensayos de Cuadernosde CJ. Sócrates, por ejemplo, invirtió gran parte de su vida deambulando por la ciudad de Atenas para entablar conversaciones con cualquier ciudadano que quisiera detenerse a charlar con él. Lejos de convertirlo en un lunático vagabundo, su estilo nómada le sirvió para expandir y enriquecer su conocimiento filosófico. Hoy en día, resultaría extremadamente fácil replicar esa vida socrática en internet. De hecho, Sócrates hubiera enloquecido de verdad al saber que puede iniciar debates con cualquier individuo, en cualquier parte del mundo, y en cualquier momento; que puede debatir libremente sobre temas o cuestiones de diferente índole; que tiene la oportunidad de descubrir nuevos lenguajes, discursos o narrativas.
En cambio, en lugar de aprovechar todas estas posibilidades para convertirnos en mejores conversadores, explotamos la peor parte del ágora digital: extender el odio y avivar la polarización. Las comunidades en red se han convertido en "un espectáculo sin intención ni moraleja", como decía Henry Mencken cuando definió el sentido de la vida. No hay intención de llegar a un entendimiento, no existen los acuerdos razonables, ni discursos que no se conviertan en hercúleos combates entre el yo y mis ideales y la otra parte -que encarna el mal supremo y no tiene razón alguna-.
Si bien esta situación pueda deberse, en parte, a los algoritmos de internet, no estamos exentos de culpa. Es cierto que el algoritmo de buscadores como Google seleccionan la información que nos ofrecen, basándose en nuestras búsquedas anteriores, para ofrecernos solo contenidos que nos hagan felices, es decir, que encajen con nuestros gustos y nuestra forma de pensar. Es lo que Eli Pariser llamaba el filtro burbuja: el filtro que aplican los algoritmos es, precisamente, el que favorece el aislamiento de los usuarios en burbujas ideológicas, donde el individuo solo escucha el eco de su propio pensamiento -efecto echo chamber o cámaras de eco-. No hay voces disruptivas en esos guetos ideológicos y, por tanto, las personas solo perciben una parte ínfima de la realidad que les rodea. Esta exposición selectiva a ciertas opiniones, contenidos o medios de comunicación ideológicamente afines aviva la polarización y el estancamiento en los guetos on line, promueve la charlatanería -según Harry Frankfurt- y sirve como catalizador para haters, trolls, stalkers…
No obstante, el ser humano puede burlar a los algoritmos -exponiéndose a informaciones mediáticas y a conversaciones de usuarios ideológicamente opuestos- y salir de esa clausura; y si no somos capaces es que la sociedad actual se ha convertido, en referencia a Ortega y Gasset, en una masa extremista y radicalizada, fácil de manipular, necia y recadera de los mensajes populistas y demagogos que consumimos diariamente.
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