ANTONIO FERNÁNDEZ NIETO |
Toda historia, como la Transición española, tiene una intrahistoria. La que viven los ciudadanos corrientes y molientes. La que se olvida cuando llega el momento de las grandes palabras y felicitarse por lo bien que se hizo. Hijos de cualquiera de Producciones Bernardas que se acaba de reestrenar en la Cuarta Pared es una obra que cuenta la intrahistoria de unas madres que también vivieron la Transición y la sufrieron.
Esas madres gallegas que se dieron de bruces con un mundo desconocido para ellas como para la inmensa mayoría de los españoles de aquella época. El de las drogas. Unos españoles que en los 80 discutían en los salones sobre libertad y libertinaje. Y esto de las drogas les parecía algo divertido, de modernos y de molones. La ingenuidad con que las aceptaron pronto se convirtió en un negocio que corrompía una incipiente democracia y en gran una tragedia.
Miles de familias vieron cómo sus hijos cambiaban de humor, sentido y sensibilidad, de la noche a la mañana por meterse un pico. El portazo, los pequeños hurtos, el trapicheo, las cárceles, el sida (por compartir jeringuillas) se convirtieron en la normalidad de muchas familias. Una verdadera epidemia. La celebrada movida madrileña y su satélite gallego tuvieron su lado oscuro, de este poco se habla. Hay un tabú.
Esta obra cuenta la historia de unas madres gallegas que ante lo que estaba pasando decidieron no callar. En vez de esconder y esconderse, decidieron entender lo que estaba pasando. Y cuando leyeron, en libros que apenas comprendían porque estaban en inglés, que lo que estaba en juego era lo que más querían, decidieron hablar y actuar.
Algo que tuvieron que hacer frente a la incomprensión de sus parejas, que las dejaron a su suerte en la lucha, y del resto de la sociedad, que rápidamente las marginalizó. Como si la enfermedad de sus hijos fuera contagiosa y ellas fueran portadoras de un virus que transmitían con solo acercarse.
Sí, esta historia real da para mucho. Porque la protagonizan unas mujeres con coraje. Un coraje al que pusieron conocimiento e inteligencia pero, sobre todo, sentimientos. Personas reales que cualquier actriz se pirraría por interpretar pues hay materia de verdad, de la buena.
ANTONIO HERNÁNDEZ NIETO |
Se entiende así el amor con el que las interpretan las actrices de esta obra. Un amor, que en las veces que se convierte en respeto, que hay que reconocer que estas madres se lo merecen y que hay que tenérselo, o en un exceso de pudor, se dificulta lo dramático y se pierde al espectador.
Nada de eso impide que esta obra esté llena de buenas escenas. La historia real las proporciona con generosidad, como generosas debieron ser estas madres. Si en algo falla esta obra es en coser dichas escenas, en transitar de unas a otras, una transición en la que la obra se vuelve morosa, pierde ritmo. En cualquier caso, son tantas las escenas buenas que se hace difícil elegir una. Pero sin duda hay dos que se quedarán en el imaginario del público.
La de la noche de lluvia en la que una madre se coge un paraguas y una linterna y sale a pillar para su hijo. En la semioscuridad de la sala y con ese ejercicio básico actoral que consiste en jugar a ocupar el espacio, la vemos recorrer las malas calles de la Tierra de Fin del mundo y buscar. Donde no solo encuentra lo que busca, sino los hijos de otras, que se quedan en casa o se esconden. Hijos que están pillando o consumiendo. Viéndola algo hace clic en la boca del estómago, en el corazón y en la cabeza, todo junto. Marta Megías, la actriz que la protagoniza tiene mucho que ver con todo lo que le ocurre al espectador.
La otra, está relacionada con la risa. Estas madres vuelven de Madrid. Acaban de asistir al juicio donde se juzgan a los capos del narcotráfico gallego en la entonces famosa operación Nécora. Les han dado la palabra para pedir justicia. Cada una ha contado su historia. Historias muy parecidas entre sí, si no fuera porque algunas ponen punto final cuando informan de las muertes de sus hijos.
ANTONIO HERNÁNDEZ NIETO |
Aunque saben de lo poco que dura la alegría en la casa del pobre, están contentas, disfrutan de breve momento de triunfo y su presente. En el autobús, de vuelta a casa, se ríen de sí mismas, de su torpeza ante la oportunidad que se les ha brindado. Una escena que se basa más que nada en el buen trabajo actoral hecho a partir de un ejercicio teatral tan básico como es el de hacer elenco.
Y hay que insistir en eso. En la sencillez del montaje. En el uso de recursos perfectamente conocidos y estandarizados. Aunque los recursos sean tan contemporáneos como un micrófono. O una tele cabezona, de tubo, tan de los 80 para proyectar información y mensajes, y situar a la audiencia. O recurrir a voces grabadas de aquellas mujeres para que cuenten en primera persona y sin intermediarios. O proyectar en la pared de la Cuarta.
Lo importante en esta modesta producción es la historia de aquellas madres. Mujeres que se erguían enfrente de los bares en los que se traficaba hasta que, con su mera presencia, los marcaban y tenían que cerrarlos. Lo que les permitía ir a por el siguiente. Mostrando, de nuevo, que importante es mantenerse de pie ante la adversidad. Levantarse.
Sin duda es esa valiente historia la que emociona. La que hace que el espectador, como ellas hicieron, se ponga en pie al final de la obra y aplauda con entusiasmo. Seguramente es un reconocimiento de tú a tú a aquellas mujeres. De la intrahistoria de 2022 a la intrahistoria de los ochenta y los noventa del siglo pasado en un país en transición azotado por una epidemia. Al que unas madres anónimas pusieron nombres. Y todavía hoy siguen pidiendo que no se banalice tanto con las drogas. Ellas saben lo que piden porque vivieron las consecuencias de esa banalización.
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