Invenciones latinas |
Estuve en La Habana presentando la edición que la Universidad de Granada ha realizado de El engaño de las razas (1946), del polígrafo cubano don Fernando Ortiz (1881-1969). La fundación que lleva su nombre, presidida por el escritor y etnólogo don Miguel Barnet, acaba de inaugurar una hermosa sede en La Habana vieja, en lo que fueran casas palaciegas de la marquesa de Jústiz. El lugar cargado de significación, está vinculado a la historia literaria de Cuba. La de Jústiz pasa por ser una de las primeras poetas cubanas, de finales del siglo XVIII.
Fernando Ortiz, intelectual de una obra oceánica, desde los instrumentos afrocubanos hasta el huracán y sus mitologías, estudió en Italia en su juventud con el antropólogo Cesare Lombroso, preocupado por el hampa delincuente. Él mismo pronto indagó en la delictividad negro cubana, pero al relacionarla con el hampa de la Sevilla del Siglo de Oro, acabó por quitarle toda connotación racial. Al fin y al cabo, el delito era un hecho compartido entre blancos, morenos y gentes de todo color. Como consecuencia de haber llegado a esta conclusión, consagró el resto de su prolífica vida a combatir el racismo.
Pero no es esto lo que me llama ahora la atención, sino una historia habanera que relata Fernando Ortiz con gracejo, y que me permito recoger de sus escritos. En La Habana había en el siglo XIX una intensa actividad teatral y musical, que quizás ejemplifique el teatro Tacón. Hasta tal punto que la Zarzuela española dio paso a un género particular, ejemplo vivo de interacción con el medio, sobre todo con lo afrocubano. Medio creativo propio de la gran urbe que La Habana era.
Pues bien, entre los muchos artistas, técnicos y músicos, había un italiano llamado Antonio Meucci, que, siendo tramoyista, tenía una especial inclinación por las invenciones, en las que se distinguió en el teatro citado. Llegó a La Habana tras haber sido parte de los seguidores de Garibaldi, quien, instalado en Nueva York, desde allí alentaba la causa independentista cubana, que tanto apoyo suscitó en Italia. De sus amores con la cantante Consuelo Ispahan forma parte un episodio en el cual en cierta ocasión logró salvarle la vida a esta gracias al invento telefónico, que él había realizado entre bambalinas.
Tras sus aventuras cubanas, Meucci murió en Nueva York en 1889, y lo hizo pobremente, sin haber logrado mostrar que el teléfono era invención suya. Al parecer, hizo previamente una inscripción de su invento en Roma en 1870. Pero esta inscripción no pudo renovarla en Nueva York, por falta de recursos, lo que tenía que haber hecho antes de que finalizase el año siguiente. Cinco años después Meucci acude a un "magnate presidente de una empresa telegráfica" intentando obtener su apoyo para poner en explotación el invento. No sólo no lo consigue, sino que, colmo de males, aunque consigue depositar el invento, el expediente se extravía, o mejor se lo extravían. "Desde entonces existe la opinión -escribe Ortiz- de que Antonio Meucci fue despojado de su invento". Poco después los sujetos Graham Bell y Elisha Gray, cada uno por su lado, presentarían sus dosieres para el reconocimiento del invento telefónico. Añade Ortiz que uno de los implicados en el extravío de los documentos de Meucci sería parte de la empresa de Bell, donde obtuvo pingües beneficios. En 1886 el Tribunal de Estados Unidos aceptó la precedencia del invento de Meucci, pero ya era tarde. En fin, poco entiendo del asunto, sino que tal como señala Fernando Ortiz, la trama pide dramaticidad. El caso es que con melancolía Ortiz recibe una carta con sellos con la efigie de Bell cuando comienza su relato pleno de impotencia.
A mí me da por pensar que aquella divisoria que establecía Américo Castro, cuyo cincuentenario de su fallecimiento se celebra ahora, entre el iberismo místico, poco dado a las cosas materiales, y el mundo euro-americano sajón inclinado a la vida material, no sea del todo cierta. Más bien cabe interpretar que en el mundo del genio latino no se haya dado importancia a la vía de los descubrimientos, que muchos de nuestros conciudadanos sí que han cultivado, dejando escapar su rentabilidad, por falta de apoyo. Más que el célebre "¡Qué inventen ellos!" del Sentimiento trágico de la vida de Unamuno, indicativo de la orientación mística española, habría que haber exclamado "¡Qué lo rentabilicen ellos!", ya que a la vista está que el mundo anglosajón, sobre todo, ha estado alerta a la existencia de inventores latinos, más o menos al estilo del garibaldiano Meucci, alimentados sin fruto en nuestro entorno. Un brindis al sol que sigue repitiéndose. Es más, concluyo, la propia obra fundacional de Fernando Ortiz, adalid de Meucci, no tiene el reconocimiento que merece, y que hubiese tenido caso de ser estadounidense.
No hay comentarios:
Publicar un comentario