Reportera y escritora
Al principio, no estaba segura de a quién gritaba ese hombre con pintas de loco. "¡Ya te puedes volver a tu país!", gritaba.
No había nadie a mi alrededor. En ese momento, me di cuenta de que me gritaba a mí.
"¡Ya te puedes volver a tu país!", volvió a gritar. "¡El Brexit ha ganado!".
Estaba anonadada. Intenté decirle que era de Canadá y de Hong Kong, pero le daba igual. "¡Vete a tu país!", dijo una vez más antes de irse.
Me quedé más que alterada. Londres era el último lugar en el que esperaba encontrarme algo así. ¿A qué ciudad me había mudado?
Un manifestante (izquierda) sujeta una pancarta mientras habla con un peatón durante una manifestación en contra de los resultados del referéndum del Brexit. (Justin Tallis/AFP/Getty Images) |
En marzo, justo la semana anterior de mudarme a Londres, ISIS atacó Bruselas y mató a más de 30 personas en una cadena de atentados coordinados. Estaba viviendo en Washington D. C., y la cobertura mediática de los atentados se centró rápidamente en la reacción de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos. Donald Trump declaró que la ciudad era un "desastre total" y se jactó de que el miedo al terrorismo era, probablemente, el motivo por el que era el candidato número uno en las encuestas.
Y no estaba del todo equivocado. Ha intentado sacar provecho del terrorismo durante toda la inverosímil campaña presidencial. Y no estaba dispuesto a parar incluso después de convertirse en el posible candidato republicano.
Las declaraciones sobre Bruselas llegaron después de que Trump criticara a un juez por ser mexicano, prometiera construir un muro en la frontera con México y prometiera impedir que los musulmanes entraran en Estados Unidos. Ah, y después de no rechazar el apoyo de David Duke y del Ku Klux Klan.
Donald Trump, el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, habla en un mitin en Las Vegas el pasado 18 de junio de 2016. (David Becker/Reuters)
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Su falta de respeto a cualquier persona que no fuera blanca y hombre cada vez me daba más asco. Después de pasar tres años en Estados Unidos, el veneno que ha protagonizado el discurso político estaba llegando a un punto difícil de soportar. La xenofobia había encontrado una manera de formar parte de un país que siempre se ha descrito a sí mismo como un crisol de culturas y crecía a un ritmo que empezaba a destruir las raíces de mi identidad inmigrante.
Era hora de irse. Mudarme a Londres me proporcionó la posibilidad de escapar de esa cacofonía de odio y de racismo creciente. Era una ciudad internacional formada por personas de distintos puntos del mundo. Me prometió que podría encajar como nunca encajé en Washington.
Tenía ganas de comer dim sum en Chinatown y pollo tikka masala en Brick Lane. Lo veía como una bienvenida a casa. Después de todo, yo he pasado todos mis años de formación en vestigios del Imperio británico: nací en Hong Kong cuando todavía era una colonia británica y me mudé a Canadá seis años antes de que en 1982 cortara los últimos vínculos jurídicos que tenía con el Reino Unido.
La peor manera de sembrar el miedo
Llegué a Londres justo cuando las campañas a favor y en contra del Brexit estaban en plena acción. Pude observar con horror cómo un hombre con el aspecto del Grinch y que hablaba el mismo idioma que Trump (aunque con acento británico) decía las mismas mentiras sobre los inmigrantes y el terrorismo. Igual que Trump.
No, el Brexit no sólo se puede justificar como un rechazo a la globalización y como una muestra de euroescepticismo. Me temo que ha liberado, legitimado e incluso ha dado voz a los horrores del racismo, de la xenofobia y del odio.
Con miedo, vi cómo otro hombre que llevaba el mismo corte de pelo que Trump (aunque algo más despeinado) leía el mismo guión y pedía a los votantes que rechazaran la orden del mundo posterior a las guerras mundiales y que rompieran Europa porque esa era la única manera de impedir la entrada a los inmigrantes.
Leí los titulares de los periódicos The Sun y Daily Mail. Titulares que demonizaban a los refugiados y culpaban a los extranjeros de los problemas del país. Entonces, me di cuenta de que la xenofobia y el racismo también habían encontrado una voz en Reino Unido, algo incoherente para un país que ha pasado la mayor parte de su historia conquistando y colonizando lugares remotos.
Vi cómo el hombre que se parecía al Grinch desplegó un cartel que me dio tanto asco como Trump. En el cartel aparecía una foto de refugiados desesperados junto a la palabra "ruptura" escrita en rojo. Era la peor manera de sembrar el miedo: culpando a las personas que intentan huir de los bombardeos, de las balas y de la muerte.
Un hombre pasa delante de un mural en el que aparecen Donald Trump y Boris Johnson, ex alcalde de Londres, besándose. Johnson ha sido uno de los protagonistas de la campaña a favor del Brexit. (Matt Cardy/Getty Images)
Y después, una semana antes del referéndum, tuvo lugar el asesinato de Jo Cox. Me habría sorprendido menos si hubiera ocurrido en Estados Unidos por las características del debate y el acceso a las armas que tienen allí. Pero Cox estaba en Reino Unido y trataba de convencer a los electores de que es mejor estar unidos que separados, de que es mejor enfrentarse juntos a los problemas.
Por ese motivo ha sido asesinada por un loco al que oyeron gritar "¡Gran Bretaña primero!" justo cuando disparaba. En ese momento empecé a preguntarme a qué clase de país me había mudado.
Después del asesinato, me registré para poder votar. Al ser ciudadana de un país de la Commonwealth y residente en Reino Unido, tenía el derecho y sabía que tenía que ejercerlo. El jueves, cuando me dirigía a votar, esperaba que ganara el sentido común, pero abandoné el optimismo cuando empezaron a llegar los resultados durante la mañana del viernes.
Estaba todo decidido al amanecer: un 52% de personas habían votado a favor del Brexit. Intenté razonarlo mientras caminaba por Camden, rumbo al banco. A lo mejor es un rechazo a la globalización y mucho euroescepticismo, no una crítica a Gran Bretaña como tal, pensé.
Muchas personas de ciudades más pequeñas del país se sentían aisladas de Londres y de Europa: lo único que querían era quedarse en su pequeño mundo. ¿Eso les convierte en racistas e intolerantes?
Y entonces escuché a alguien gritar: "¡Ya te puedes volver a tu país!".
Una mujer se refugia de la lluvia con un paraguas mientras pasea por la City de Londres el 27 de junio de 2016. (Odd Andersen/AFP/Getty Images)
Unos días después, el hashtag #PostRefRacism [racismo después del referéndum] estrending topic. En un centro comunitario polaco de Hammersmith ocurrieron varios actos vandálicos. Varios albañiles polacos que estaban trabajando en casa de un vecino tuvieron que soportar abucheos por parte de unos jóvenes blancos que gritaron "¡perdedores!" al pasar en coche por su lado.
Ciaran Jenkins, periodista del Channel 4, tuiteó que presenció cómo un grupo de personas gritaba "¡Que se vayan a su país!" mientras grababa en Barnsley (Inglaterra).
Una mujer ha gritado "¡ahí hay uno, que se vaya!" al cruzarse a un niño de Sri Lanka con su madre.
Mi conductor de taxi habitual, que se mudó desde Afganistán hace 15 años y que tiene pasaporte británico, me ha dicho que algunos clientes de toda la vida están empezando a mostrarse tal y como son de verdad. Un hombre se negó a pagar después de una carrera de 42 libras. Otro le dijo: "Te podría matar ahora mismo y a nadie le importaría". Dice que tiene miedo, no sólo por él, sino también por sus cuatro hijos.
Y puede que esto sólo sea el comienzo.
No, el Brexit no sólo se puede justificar como un rechazo a la globalización y como una muestra de euroescepticismo. Me temo que ha liberado, legitimado e incluso ha dado voz a los horrores del racismo, de la xenofobia y del odio. Es una mezcla tóxica, mucho más peligrosa que cualquier otra consecuencia de la decisión sin visión de futuro que ha tomado Reino Unido: la decisión de abandonar la Unión Europea.
Este post fue publicado originalmente en la edición canadiense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.
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