No es fácil ser coherente con lo que pregonamos. Es habitual que critiquemos a desconocidos por comportamientos que no nos censuramos a nosotros mismos: una infracción de tráfico, tirar papeles al suelo, no recoger los truños de tu adorada mascota, molestar a los vecinos. Disponemos de muchas palabras para definir el doble rasero: farisaico, doble, hipócrita, puritano. Hay un paso más allá en la doble moral del desahogado que todos llevamos dentro más o menos domeñado por la educación: la pasión por lo gratis. El abuso de lo que no nos cuesta dinero. El club deportivo que frecuento provee de toallas limpias a los socios. Aunque ahora sucede menos -enseñanzas de la crisis, quizá-, no es infrecuente ver cómo un señor que pontifica contra junteros, peperos, niñatos, podemitas, periodistas o cualquier otro objeto de su fobia privada, muy digno y denunciante, usa tres o cuatro toallas cada día, una de ellas quizá sólo para echarla bajo los pies mientras se cambia. Uno siempre se malicia que tanto furor higiénico fuera de casa se compensa dentro de la misma. Rollos de papel higiénico que desaparecen en los aseos de facultades u oficinas; empujones y sofocos en una feria de muestras serrana por coger un trozo de morcilla que en la nevera propia cogería moho.
Ayer sábado supimos por un juguetón artículo de The Economist algo que ya nos veníamos oliendo: los termostatos de los hoteles son masivamente placebos. O sea, usted lo regula a su gusto, pero es un quedo, como algunas píldoras que carecen de principio activo, pero calman a gente nerviosilla y sugestionable. Solemos abusar en los hoteles gastando una cantidad de energía que nunca derrocharíamos en el hogar: baños y duchas interminables, todo el kit de aseo al neceser, incluidos peines o gorros de ducha que nunca usaremos. En otro tiempo se birlaban las toallas y los albornoces, que después tus invitados podían ver en tu cuarto de baño al ir a hacer un pipí, con Hotel Marina D'Or o Hilton, según, bien estampados y visibles. Qué decir de la mantita a cuadros de aquella Iberia que aún no sufría el letal ataque de las aerolíneas de bajo coste. En algunos hoteles de cuatro estrellas ya se prohíbe entrar en el desayuno buffet con bolso, porque muchos salen del comedor mutados en despensas de excursionista. Y no le queda a uno más remedio que atracarse de yogures con muesli, huevos con beicon, kiwis, donuts de fresa, dos zumos de naranja y otro de frutas del bosque. Cosas que no te tomarías ni amarrado al levantarte en un día normal. Faltas, pecadillos leves.
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