TRIBUNA
El cambio climático es una emergencia para la salud. Nuestra unidad psicosomática es una diana para el aire contaminado, el calor extremo o las inundaciones
Guardianes de la naturaleza |
Más allá de lo ideológico y de la dialéctica que se establece entre la acción humana y las variaciones de la evolución natural como causas de la deriva climática, la variedad de los daños que puede provocar el insidioso cambio climático en la salud humana no se conoce con exactitud. Si se cumplen las predicciones de cautelosos comités de expertos que coinciden en un aumento de la temperatura global de más de 2 ºC respecto de los niveles preindustriales, el efecto sobre la vida humana resultará inexorablemente aciago. Y aunque se sabe que el aumento del calor merma la capacidad de la vida en el planeta, el tratamiento paliativo de este mal pasa por cambios de hábitos culturales necesariamente acelerados, dolorosos y sin precedentes en la historia universal. De hecho, David Wallace-Wells sostiene en su aclamado libro El planeta inhóspito que el plazo del que dispone la biosfera para "descarbonizarse" está en torno a las tres décadas antes de que comience la devastación climática. Por ahora, las emisiones globales de dióxido de carbono siguen siendo cada año más pródigas, y en los últimos cinco años el nivel del mar ha crecido una media de cinco milímetros. Por no hablar de los recientes efectos de la acidificación del Mediterráneo y de los océanos.
El cambio climático se ha convertido en una emergencia en salud. Nuestra unidad psicosomática es una diana frágil para el aire emponzoñado que respiramos en las ciudades, para el calor extremo, las inundaciones o para las dolorosas emigraciones entre países, y en algunos lugares es también un problema de justicia social. En un reciente número de la revista British Medical Journal se recuerda que las inundaciones progresivas en Bangladesh están obligando a un éxodo masivo desde el medio rural a Dacca, la megalópolis, donde la extrema contaminación causa quince mil muertes prematuras al año por cáncer y otras enfermedades de pulmón y corazón. Sensibilizado con el capítulo, el Royal College of Physicians de Inglaterra publicó el año pasado un informe sobre la profesión médica en el que insinúa la responsabilidad del médico en la lucha contra el cambio climático. En Reino Unido existe también una "Alianza de Salud para el Cambio Climático" que involucra a organizaciones sanitarias, facultades de Medicina, revistas científicas como Lancet o BMJ, el Real Colegio de Enfermería, etc., y cuya misión es conocer y controlar los daños que se derivan de las inclemencias del cambio climático. El NHS de este país es, por ahora, el único sistema de salud comprometido con la reducción del consumo de carbono.
Si el histórico estudio de Doll y Hill, que demostró en 1954 la reducción de mortalidad entre médicos que abandonan el hábito de fumar, produjo por imitación en la década siguiente un efecto positivo similar en la población general, los profesionales de la salud tenemos otra ola que surfear mostrando modelos de costumbres dignos de imitación, ya sea con los alimentos que ingerimos, los transportes que utilizamos o el combustible fósil que quemamos, o con el empeño en comprometer a los gobiernos a apostar por la energía de la biomasa para que, como ocurriera con el saludable hábito que difundieron los epidemiólogos mencionados, valgan estas costumbres como antídoto para paliar el efecto del veneno vertido irreversiblemente a la atmósfera en forma de carbono, metano y otros tóxicos, contando necesariamente con que en el tablero del problema climático concursen todos los países industrializados al alimón.
La felicidad que me inunda cuando escucho a mi hijo adolescente tocar la guitarra en la soledad de su cuarto, para puro y honesto solaz suyo, queda a veces embargada imaginando las consecuencias que su generación podría padecer en la plenitud de su madurez si no concebimos ahora acciones que manifiesten nuestra vocación de guardianes del planeta. La libertad y la responsabilidad humanas son claves para que la tecné no tercie como contrapunto de la naturaleza, sino como su abismal culminación. Somos fruto de esa naturaleza, y podemos conocerla parcial pero suficientemente para no torcer el ignoto sentido de su evolución. No entendemos con detalle cómo funcionan las variaciones aleatorias del universo, como las ocurridas en genética o las que subyacen a los cambios geológicos, porque no representan modelos algorítmicos, y por ello resulta más profético que científico predecir el futuro. Pero si nuestra conciencia y dignidad son el último y supremo estadio de la evolución de la vida, entonces cabe estar agradecidos por la tierra heredada y proteger sus dúctiles límites antes de que se convierta en el escenario del verdadero Armagedón.
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