Sin los bosques no sólo favorecemos zoonosis pandémicas globales que causan más muertes que muchas guerras, también llega la miseria para millones de personas.
2630BEN VIA GETTY IMAGES Bosque petrificado, en Namibia. |
Cada año, cuando llega el Día Mundial del Medio Ambiente, me gusta pasar un rato abrazada a un árbol. Cuenta la ciencia que los árboles existen en la Tierra desde hace unos 380 millones de años y que gracias a ellos nuestra atmósfera aumentó la cantidad de oxígeno y permitió que hubiera vida fuera del agua. En Namibia, hace años, tuve la oportunidad de pasear por el llamado Bosque Petrificado, un lugar donde lo que parecían piedras eran troncos que tenían 280 millones de años y que formaron parte de ese momento en el que colaboraron para hacer nuestro planeta habitable. Se murieron de causas naturales.
Esa imagen la tengo hoy enterrada entre muchas otras que llegaron después, en las que fui certificando en primera persona, a lo largo de décadas, un genocidio que no cesa. Las capté en las selvas camboyanas convertidas en eriales, como grandes calvas de los bosques centroafricanos que ví desde el aire, en los campos de palma africana que contemplé en Ecuador, en Guatemala, en Brasil. También en los incendios de Portugal o España, que son un botón de lo que pasa en la Amazonía, Australia y Norteamérica. Y las grabé de los gigantescos ejemplares talados con los que me crucé en camiones que iban del sur de Camerún hacia puertos que se los llevaban muy lejos. Enseguida me vienen a la cabeza lugares de Haití, donde un día quizás deje de utilizarse la palabra ‘árbol’ porque ya no quede ni uno. No es casualidad que esa tierra casi yerma la recuerde como la más pobre y desesperanzada que he conocido.
El genocidio de los bosques es nuestra perdición. Con ellos se nos va la vida porque se nos muere la biodiversidad, pero también nos huyen las lluvias, el aire puro y, en definitiva, la salud humana que evolucionó bajo su sombra. Sin los bosques no sólo favorecemos zoonosis pandémicas globales que causan más muertes que muchas guerras, también llega la miseria para millones de personas que habitan en las zonas tropicales y que sobreviven gracias a unos ecosistemas que ya están en crisis, como nos cuenta la ciencia. La destrucción impulsada por grandes empresas agroindustriales, mineras, hidroeléctricas o de otras energéticas se oculta al mundo bajo la ramas de esos árboles que sólo vemos cuando se alzan las llamas. Es descorazonador ver cómo van tomando nuevo impulso en el post-COVID-19 que se avecina, sin pararnos a pensar que tan sólo en el siglo XX ya perdimos 10 millones de kilómetros cuadrados de cubierta forestal en la Tierra y que desde 1990 a nuestros días hemos sumado 1,5 millones más. Son datos del Banco Mundial.
BURAK KARADEMIR VIA GETTY IMAGES |
Me paro en Colombia, un país cuyos bosques conocí con la ONG Alianza por la Solidaridad–ActionAid. Sus 60 millones de hectáreas de floresta están bajo una presión que es espejo de tantas otras. Apenas queda un 8% del área original del bosque seco que tenía y hay otras 655.889 hectáreas en alto riesgo de destrucción en una región de la que viven unos 85.470 indígenas y afrodescendientes. Ver su selva flotar convertida en troncos muertos por su río Naya es algo que no se olvida. No se habla mucho de lo que pasa a nivel ambiental en este país, donde la expansión de la ganadería, monocultivos como la caña de azúcar, la minería o cultivos ilícitos de coca están acabando con sus árboles inexorablemente: en el 66% del norte del Cauca ha desaparecido la cubierta forestal. Si en 2012 había 241 contratos en más de 350.000 hectáreas de esa zona para explorar yacimientos, las solicitudes son ya 650 más.
En un territorio donde el 50% de la población tiene ingresos de 1,7€ al día para sobrevivir y un 23% casi ni llega a un euro, y donde la violencia sigue vigente con la presencia de grupos armados dispuestos a poner la vida tan difícil como las empresas, tenemos a campesinos, indígenas o afro, grupos violentos y empresas compitiendo por un mismo entorno de árboles que desaparecen de día en día. A quienes levanten la voz, mano de hierro y muerte: en Colombia, entre enero de 2016 y mayo de 2019 fueron asesinados al menos 750 líderes sociales y defensores de derechos humanos. Sólo en 2020, se estima que van asesinadas otras 62 personas. No hay datos que nos digan cuántas lo fueron por defender sus bosques del peligro que les acechaba.
Hoy, si alguien cuida los bosques del mundo, son los pueblos más ligados a la tierra en esas esquinas tropicales que se nos ocultan.
Pero hay alternativas y es bueno ponerlas en valor. En Alianza por la Solidaridad se trabaja con organizaciones y representantes locales que buscan poner en marcha iniciativas agroecológicas que sean suficientemente rentables para que el bosque tropical en Colombia siga vivo y se promueven estrategias para que las comunidades sepan cómo defenderse frente a los expoliadores que llegan de fuera, y se apoyan acciones que vuelven al mirada a los árboles como fuente de desarrollo mientras están vivos, no apilados sobre tráilers y containers con destino en China, Suecia o Alemania, que son los mayores importadores de madera del mundo. Lo mismo se hace en Mozambique: gestión forestal desde las comunidades para impedir talas indiscriminadas. También hay alternativas al uso intensivo de del carbón vegetal o la leña para poder cocinar con la cocinas mejoradas que pude ver en Senegal. En algunos lugares también se instalan solares. Y hay opciones frente a una agroindustria alimentaria que es global y en la que nadie contabiliza el valor de esos árboles que arranca a destajo, para que luego un tercio de la comida acabe en nuestras basuras. Se llama agricultura ecológica.
Hoy, si alguien cuida los bosques del mundo, son los pueblos más ligados a la tierra en esas esquinas tropicales que se nos ocultan. Son pequeños David que se enfrentan a gigantescos Goliat, porque como decía Eduardo Galeano, saben que “los derechos humanos y los derechos de la naturaleza son dos nombres de la misma dignidad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario