Lo más alejado a la curación es el temor que están provocando los enfrentamientos políticos, cuyo egoísmo convierte la preocupación de las personas en sufrimiento anticipado
La vacuna de Dios |
A falta de vacuna, el mejor antídoto que de momento tenemos es vivir en Dios, como le gustaba incidir al poeta Ernesto Cardenal, que es estar junto a lo insólito, lo alto, lo misterioso. Pocas palabras se han relacionado tanto con el Covid-19 como el misterio. El virus empezó siendo uno, del que cada vez sabemos más, sin por ello perder esa condición que arraiga rápido. El ser humano, a pesar de su miseria, es un ser misterioso, que adentrándose en esa esencia puede llegar a completarse. Para Einstein, lo misterioso era lo más bello que podemos experimentar, y lo bello quizá sea la conquista común de lo verdadero.
Hasta mediados de marzo, la existencia de Dios dominaba bien esa parcela, pero la llegada del virus ha dejado a Dios sin margen, sin espacio. Santo Tomás de Aquino, el gran experto sobre este tema, decía que lo máximo que podemos saber sobre el misterio de Dios es que siempre supera lo que pensamos de él. Lo mismo ocurre con el virus, mientras más familiaridad, más imprevisible y alejado; cuando parece estar más controlado, más nos desorienta y sorprende. Lo misterioso nunca toma formas solidas como las mesas o los abanicos, sino que prefiere la parte no visible de las cosas: "Nos hallamos sometidos a lo que no existe", escribía Simone Weil. El poeta y rapero Saul Williams declaró en una entrevista previa a su concierto en Madrid que hay que "invertir en lo invisible tanto como en lo visible". En lo invisible está la vida; lo visible ofrece los medios para una vida justa. Pablo d'Ors apunta en su Biografía del silencio (Galaxia Gutenberg) en la misma dirección: "La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida". Hay poetas que han tenido las fórmulas de la salvación, pero su lenguaje dejó de ser escuchado al no coincidir con el lenguaje económico. El mundo enfermó cuando olvidó el lenguaje del amor, que es el de los humanos y el que los humanos hemos evidenciado en Dios, y se limitó al lenguaje rentable, que, como indicaba el monje benedictino Lluis Duch, es "el de las (des)clasificaciones absolutas y de los reduccionismos del misterio a problemas crematísticos".
En esa entrevista, Williams dio la fórmula para una vacuna distinta un año y medio antes de la urgencia que ahora sufrimos por ella: poner nuestro corazón en lo que no se ve, que es lo que nos conforma como seres esperanzados, así encontraremos lo que para la propia Weil era la grandeza del cristianismo: no buscar un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso natural del sufrimiento. No parece mala fórmula para una vacuna casera la que entienda el contratiempo como intensidad vital, y afronte el amor no sólo como entrega, sino también como distancia que respeta la alteridad del otro.
Lo más alejado a la curación es el temor que están provocando los enfrentamientos políticos, cuyo egoísmo convierte la preocupación de muchas personas en sufrimiento anticipado. Tanto como mejores medidas necesitamos templanza y humildad entre ellos, que sonrían juntos y que bajen a un bar cercano al Congreso a tomar una copa si hiciera falta. Ese gesto tranquilizará a muchas personas que temen más sus mensajes de odio que a la pandemia en sí misma.
Laboratorios y potencias económicas trabajan con fe para dar con una vacuna que nos salve del virus. Tienen fe, que es una esperanza sin límites, y por eso avanzan. Lo contrario, el escepticismo y la desconfianza, nos paraliza y arrincona en el cuarto más oscuro del miedo, que es la gasolina de todas las violencias. La fe nace de la duda, capital del progreso. Ludwig Wittgenstein apuntaba que es el espacio donde arranca la inteligencia, es decir, la misericordia, la bondad. Y María Zambrano, en La agonía de Europa (Trotta), añadió que "todo conocimiento es lucha con algo extraño; ha habido en él un momento de peligro y urgencia". Como el que vivimos ahora. La ciencia cura, y el amor, el buen vivir, nos protegen de la vida enferma, que no tiene que coincidir con la enfermedad, pero sí con el ritmo deshumanizado de nuestro tiempo: si no nos hubiésemos limitado a lo necesario, ahora tendríamos lo suficiente. Pronto disfrutaremos de más variedad de vacunas que de tipos de mascarillas, pero quedarán obsoletas si no aprendemos el otro remedio que crece entre lo divino y lo cercano, que es aceptar la posibilidad del recogimiento, de nuestra sumisión a la naturaleza y así darle un sentido a una vida que trascienda el mero ansia de perdurar para consumir, y nutra el ansia de perdurar para servir y ser servidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario