El racismo cotidiano del que no nos libramos, en el que los curritos de piel clara desprecian a los curritos de piel oscura, no es sino la honda con que arrojamos a cualquier otro nuestra propia frustración de explotados.
CARLOS ALEJÁNDREZ "OTTO". |
En la primera, Aguedita, una aldeana de la Castilla más atroz, trabaja bajo el sol de julio tapada por completo; no faltan ni el sombrero, ni los guantes ni el pañuelo que cubre el rostro dejando apenas una rendija para los ojos (un burka mesetario). No quiere llegar a la verbena de las fiestas con la piel oscura de las campesinas.
En la segunda, Aguedita, una niña bien de Madrid, tiene prisa por llegar a San Sebastián para tumbarse en La Concha y atrapar cuanto antes el tono cobrizo que ansía. Se acerca un gran baile y tiembla al pensar que puede presentarse lechosa como las chicas sin posibles (y el agua encajonada de su piscina, no le basta).
Como comprenderán, la fábula de Delibes se me ha venido a la cabeza, una vez más, al leer que entre los políticos brasileños triunfa la moda de aclararse la piel para no ser relacionados con su propia raza.
Tampoco dejo fuera del saco de los despropósitos los arrumacos que Donald Trump hizo durante el primer debate electoral a los grupos supremacistas “occidentales” (a ver si es que defienden que se vive mejor en Badajoz que en Toledo y nos estamos preocupando por nada).
Siempre he sostenido que la gran ventaja de los boxeadores negros sobre los blancos es que a los primeros no se les distinguen los hematomas, por lo que no hay manera de saber si están por caer o siguen tan frescos como en la báscula.
Y no debo de ser el único en pensarlo.
La piel oscura ha lavado la conciencia de esclavistas y asesinos durante siglos. Los latigazos, las hostias y las balas combinan mejor con los tonos chocolate.
Es sabido que, en la moda de la barbarie, siempre ha triunfado la discreción.
Ni son ni han sido seres inferiores. Han sido, y son, mano de obra barata.
Aunque, barrunto, nadie se cree ya la supuesta superioridad de una raza sobre otra. Es más, me atrevo a afirmar que solo unos pocos descerebrados llegaron a tomarse en serio tal falacia. Elegidos hace siglos los pueblos que serían transformados en cabaña ganadera, cayó sobre ellos la crueldad, la fuerza bruta y la inhumanidad, únicos factores en que los europeos aventajaban de calle a las tranquilas tribus de las costas africanas.
No puedo asegurarlo, pero me apuesto un magnum de Borgoña a que apenas hubo esclavos zulúes, un pueblo cuya fabulosa máquina de guerra mantuvo en jaque a ingleses y boers hasta el final.
Desde aquel momento, la marginación a la que los negros (y los indios, los asiáticos, los hispanos… incluso los esquimales, y eso que son pocos y están lejos) se han visto sometidos no ha sido sino el torpe mecanismo de defensa con que los opresores tratan de contener siglos de resentimiento, furia, hematomas, huesos quebrados, salarios miserables, chabolas y acceso prohibido.
Ni son ni han sido seres inferiores. Han sido, y son, mano de obra barata.
Nadie lo ha dicho con mayor lucidez que el boxeador Larry Holmes:
“Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro una vez, cuando era pobre”.
En la antigua Roma, sabedores de que una economía en expansión se beneficia si desaparecen los costes laborales, esclavizaban a cualquier infeliz sin fijarse en el color. Ser vencido en una batalla, acumular deudas o cometer una infracción eran motivos suficientes para terminar encadenado al remo, en una mina de sal, el cuarto de los sirvientes o las cavernas de tiza de Reims.
Catacumbas hoy preñadas de champagne a las que, por un tragaluz y atados a una soga, bajaban los romanos a los esclavos. La misma soga que descendía comida y agua hasta que las inmensas madrigueras estuvieran terminadas y se convirtieran en sus tumbas. Rememorándolo, en el ángel de su hermosa catedral se congela un mohín de asco.
El racismo cotidiano del que no nos libramos, en el que los curritos de piel clara desprecian a los curritos de piel oscura, no es sino la honda con que arrojamos a cualquier otro nuestra propia frustración de explotados.
Lo sorprendente de la noticia es que el político aclarado triunfe en Brasil, donde pocas aspiraciones de poder se sostienen si no se cuenta con la población negra. No pocos votantes de Bolsonaro habían recibido, antes de depositar su papeleta, los insultos de su líder, un fantoche que aboga, sin excesivo disimulo, por la desaparición de los indios y la marginación absoluta de los negros. A buen seguro, los morenitos biempensantes consideran que el asunto no va con ellos y, para demostrarlo, trazan un silogismo clásico:
“Los negros son vagos y delincuentes. Yo trabajo y no delinco. Luego yo no soy negro”.
Ya solo les queda explicárselo al señor Bolsonaro y a sus violentos acólitos.
Y que se lo crean.
El racismo cotidiano del que no nos libramos, en el que los curritos de piel clara desprecian a los curritos de piel oscura, los mulatos a los negros, los mestizos a los indígenas, y todos a los moros y a los gitanos, no es sino la honda con que arrojamos a cualquier otro nuestra propia frustración de explotados.
Y si no tenemos a mano un negro, un sudaca o un moro de mierda, nunca nos ha de faltar una mujer a la que echarle en cara nuestro fracaso.
Sobre todo, ahora, que pretenden ser libres e iguales.
Destíñanse los políticos racistas si les place. No voy por ello a prestarles la atención que no merecen. Ya lo dije una vez, en una época en la que me dio por llamarme Mark Twain:
“Jamás me fijo en la raza de un hombre. Sé que es un ser humano y que no hay nada peor”.
Por más que Machín lo pinte con alitas y de colorines.
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