RAFAEL SÁNCHEZ SAUS
El riesgo cero no existe en nada que merezca la pena intentar, empezando por el mero hecho de vivir
Urge una adaptación del viejo prontuario político. De tiempos de Jerjes y Darío procede la idea de ser preferible la más terrible dictadura a la anarquía, cuajada en la famosa sentencia de Ibn Jaldún que juzgaba mejores cien años de tiranía que una hora de motín. Hoy, cuando la salud lo es todo, son muchos los que están dispuestos a prescindir de cualquier control sobre el Gobierno, a ser gobernados por decreto, sufrir recortes hasta ayer inimaginables en sus libertades y soportar la completa ruina mientras exista la posibilidad de una sola víctima del coronavirus.
Pero si algo nos enseñan las sucesivas oleadas del Covid-19 es que, antes o después, todas las estrategias contra él, desde las más flexibles a las draconianas, acaban fracasando. A estas alturas no hay país, ni apenas región en cada uno de ellos, al que no haya llegado su particular San Martín. La diferente incidencia, siempre dentro de la gravedad, en unos u otros no parecen depender tanto de las medidas que hayan adoptado cuanto de la competencia de sus gobiernos para prevenir y de la capacidad de familias e individuos para autolimitarse, es decir, para actuar con sentido común y sobre la base de una información fiable. Eso y, como es obvio, tener al alcance los recursos sanitarios indicados si la enfermedad llega, parece el mejor salvavidas.
Ni en esta ni en ninguna otra lacra es posible a corto plazo el horizonte cero si no es con coste social inasumible. Por los mismos o parecidos motivos de salud pública deberían prohibirse del todo el tabaco y los destilados, impedirse el tráfico de vehículos y de casi toda forma de transporte, acabar con los deportes de riesgo y no digamos con actividades laborales que entrañan indudable peligro para la salud o la vida. Pero el riesgo cero no existe en nada que merezca la pena intentar, empezando por el mero hecho de vivir. Se acerca la Navidad y crece el alarmismo orquestado ante el inevitable aumento de los contactos que provocará. Cada mañana hay que desayunarse con la verborrea asustaviejas de locutores que nunca tuvieron tan fácil su trabajo, pero todos vemos que los espacios públicos donde se ceba el virus siguen sin la necesaria vigilancia: la autoridad sólo se despliega ante los normalmente cumplidores. Llega la Navidad y no necesitamos alarmismo ni incitación a mayores rigores, sino más sentido común en gobernantes y gobernados.
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