Son momentos para hacer del farmacéutico un profesional más implicado en la salud pública. No será fácil, porque tienen que diseñarse modelos muy diferentes a los actuales
Para qué sirve una farmacia |
Quizás la pregunta a la que hace referencia el título esté mal formulada. O al menos, de manera insuficiente, porque no se trata solo de para qué sirve, ya que podríamos llegar a colegir que para muy poco, para mucho menos de lo que podrían ofrecer profesionales están detrás y que la sociedad forma en la universidad durante cinco años. Lo más correcto debería ser cuestionarse como sociedad, como ciudadanía, para qué debería o podría servir una farmacia, un establecimiento sanitario dirigido por profesionales independientes que en España está presente en todo el entramado social y urbano del país, en especial en los barrios marginales donde es el único universitario con despacho al público.
Surge a colación este interrogante con motivo de la más que polémica, por inútil, introducción de los test de detección de antígenos contra el Covid-19 como productos de venta en farmacia bajo prescripción médica, algo más que cuestionable si se piensa en su provecho para luchar contra una pandemia que ha puesto en jaque nuestro modelo de vida. La prueba de antígenos es, asimismo, y valga la redundancia, la prueba fidedigna de no saber qué hacer para aprovechar a unos profesionales respetados en sus barrios, en los que ejercen una influencia poderosa a pesar de su escaso reconocimiento colectivo. A esta falta de aprovechamiento no han sido ajenos partido de gobierno alguno, instalados todos en el prejuicio y desconocimiento de las capacidades de los profesionales. Pero también, y esto no hay que olvidarlo, buena parte de esa responsabilidad la tienen los representantes farmacéuticos, con colegios profesionales, y con sociedades científicas que parecen aspirar a convertirse en colegios, que impiden la eclosión de novedosas prácticas asistenciales que emergen dentro del colectivo.
Articular hoy, en plena pandemia por el Covid-19, nuevas responsabilidades en materia de salud pública, resulta esencial si se pretende más eficiencia a la hora del diagnóstico, porque sin duda esto llevará a una menor tasa de gravedad y de fallecimientos, y también a menos pérdidas de horas laborales por confinamientos inútiles o prolongados. Pero no sólo eso, otro colectivo que está sufriendo la virulencia de la pandemia, y su en algunos casos torpe respuesta de las administraciones, es el de los enfermos crónicos pluripatológicos, que sufren la falta de atención a sus enfermedades y la ausencia de seguimiento de su evolución, dándoles por única respuesta sanitaria la prolongación de sus tratamientos sin revisión médica. Quizás sean los enfermos crónicos una parte importante del incremento de muertes que se le achaca a la diferencia de cifras entre muertos diagnosticados y no diagnosticados de Covid-19. En todo esto podrían colaborar los farmacéuticos.
Son estos momentos para revisar y dar respuesta a la estructura de la atención primaria en nuestro país. Por la pandemia vírica y por otra pandemia mucho más antigua, la farmacológica, que mata cada día a 575 personas en Europa, cinco veces más que los accidentes de tráfico, y que se podría minimizar, como así han demostrado numerosos artículos científicos, farmacéuticos implicados en la salud de las personas y no condenados a ser el brazo alargado de la industria farmacéutica.
Son momentos para hacer del farmacéutico un profesional más implicado y comprometido con la salud pública. No será fácil, porque tienen que diseñarse modelos de responsabilidades y de retribución económica muy diferentes a los actuales. Pero la necesidad de los ciudadanos existe, y el consenso político, el mismo que ha habido hasta ahora en negativo, también podría conseguirse en lo positivo, en lo que necesita la sufriente ciudadanía a la que no por casualidad se le llama pacientes.
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