Hemos fijado nuestra tabla de salvación en la ciencia y en la técnica, aunque los errores que se aprecian nos hagan dudar muchas veces de su verdad y de su búsqueda del bien común
La pandemia ocupa la mayoría de las conversaciones y de los espacios para la comunicación desde hace ya más de un año. Nos ha hecho olvidarnos o apenas deparamos en otros acontecimientos catastróficos que han sucedido paralelamente en el mundo. Llevamos ya más de 40 erupciones volcánicas, grandes inundaciones (incluida, asombrosamente, Arabia Saudí) y varios pequeños terremotos y tsunamis repartidos por el mundo, algunas nevadas antológicas, una plaga de langostas en África Oriental, caídas de meteoritos y lluvias de gruesos granizos en lugares un tanto inverosímiles.
Ante esta sucesión de fenómenos, se suelen invocar dos causas: el siempre socorrido cambio climático (por tanto, la responsabilidad es del propio hombre, sin apostar por un posible cambio de ciclo geológico) o el así ha sido en otras épocas. Nada extraordinario, pues, que añadir de novedoso. En todo caso su fuerza. Para tiempos pasados quedaría cualquier otra explicación que no se atuviese a la normalidad o, en todo caso, a la acción puramente humana. No sería la primera vez que este cúmulo de fenómenos ocurre en un margen muy limitado de tiempo. O, si acaso, la responsabilidad pudiera hallarse en la propiedad intrínseca a degradarse y desaparecer de los seres vivos y de la materia misma en su evolución.
Coinciden estos acontecimientos con numerosas apariciones y mensajes de la Virgen en puntos muy distantes del planeta: a los más conocidos en Lourdes y Fátima, hay que añadir los de La Salette (el más antiguo), Medjugorge o Akita. Evidentemente, no todas las apariciones han sido reconocidas como tales por la Iglesia católica; sin embargo, hay en todas ellas puntos en común referidos a la necesidad imperiosa de volver los ojos a Dios, de reponerle en su sitio colectivamente y conversión, si no queremos sumar catástrofes que a la Ecología en general, pero también a la humana.
No se trata, en consecuencia, del plano individual de la persona tan solo, sino del hecho de que estamos considerando socialmente a Dios como un trasto inútil, asunto de beatos, iluminados, miedosos y de mentes infantilizadas. Y, por tanto, de la necesidad, a partir del reconocimiento de la menesterosidad del ser humano, tan nítidamente revelada en la pandemia, de descubrir la necesidad imperiosa de resituar a Dios en el centro de la vida púbica, tarea, sin duda, difícil, ahora que nuestra cultura, en unos lugares con indiferencia y en otros con hostilidad, ha querido desde hace tiempo darle la espalda. Nos hallamos ante una situación difícil de remontar, una vez dado el paso que históricamente se ha dado, pero no imposible de cambiar.
Hemos fijado nuestra tabla de salvación en la ciencia y, sobre todo, en la técnica, aunque los errores que día a día se aprecian en ambos nos hagan dudar muchas veces de su verdad y de su búsqueda del bien común. Tememos sus excesos cuando no existen controles, los de la Ley Natural y la Ley Divina, y ni tan siquiera el sentido común tan vinculado a estas, que los detengan. El Transhumanismo y las manipulaciones genéticas de diversa índole son ya el presente. Los protocolos escritos sirven para poco. Muchos aceptan el abuso como irreversible o compran ventajas sobre algunas enfermedades a cambio de la aceptación de las graves consecuencias implícitas. Otros siguen creyendo aún en la capacidad del hombre para reorientar las investigaciones.
La pandemia ha clarificado a este respecto la posición de nuestros gurús, gobernantes, así como de las gentes en general. Todo se fía a la ciencia: las anheladas vacunas. Pero habrá nuevos signos, cercanos en el tiempo, de que no basta con esto. Y que podemos vernos desbordados ante nuevos acontecimientos. En estos primeros avisos, apenas hemos entendido nada. Es probable que las cosas se vayan recrudeciendo en los próximos años. ¿Cuántas veces y qué intensidad hará falta para que el hombre reflexione y doble la cerviz, que no significa tirar la toalla?
De momento, no aparecen signos de ello en el horizonte, fuera del ámbito personal, donde sí se perciben datos sobre conversiones. El crecimiento de la autocorrección y la imposición de lo cultural y políticamente correcto juegan en contra de una toma de conciencia general. Se teme invocar los absolutos, la aparición de un pensamiento sólido y fuerte. Como afirma Reno, no son tiempos para dioses grandes sino pequeños, tiempos de relatos cortos y fragmentarios.
De ahí que muchas de las recetas que se proponen desde los poderes, no me refiero solo a casos como el aquí comentado, sean insuficientes e, incluso, contraproducentes, y que lo que se quiere sanar empeore (así, por ejemplo, en las políticas de familia, sobre la mujer o la enseñanza), no solo por ir contra la Ley Natural y la Ley Divina, sino por el despropósito que suponen y la falta de sentido común que comportan.
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