La credibilidad de la mujer siempre está en entredicho, la culpabilidad del hombre se justifica
NEW YORK DAILY NEWS VIA GETTY IMAGES |
El actor Bill Cosby fue acusado por 48 mujeres de haber cometido diversos casos de abuso sexual. Pero el juicio y los cargos en su contra solo prosperaron, luego que se relevara que, en una ocasión, Cosby admitió bajo negociación confidencial lo que había hecho.
Pablo Neruda escribió en su autobiografía cómo había violado a una mujer. Lo hizo a detalle y después, culminó el repugnante pasaje con una velada admisión de culpa en que se llamaba a su acto “despreciable”, una palabra elegante para describir un gravísimo acto de violencia. Aún hay quien insiste que su obra está “por encima” de su comportamiento y que a pesar de los “errores” — como si maltratar y violar a una mujer fuera una mezquindad prescindible — debe ser “alabado y respetado”.
Hace un año y un poco más, Plácido Domingo admitió su culpa. Lo hizo luego de una demanda entre varias de sus víctimas, pero no sin antes de disfrutar de la defensa a ultranza de sus amigos y fanáticos. Paloma San Basilio llegó a decir que “ponía sus manos en el fuego” por la respetabilidad del cantante. A veces me pregunto si Paloma se mirará las manos de reojo de vez en cuando. Yo lo haría.
Por supuesto, está el caso más famoso de todos: Woody Allen sigue en mitad de una eterna diatriba en el terreno borroso de una culpabilidad difusa. La pregunta que abarca desde la habitual insistencia sobre separar la obra de su autor, hasta el hecho que el testimonio de una víctima siempre está en entredicho mientras que el agresor, siempre tiene la posibilidad de reivindicación.
En este caso, la cosa va más allá. Allen no llegó a juicio por varios complicados tecnicismos legales, pero llegó al altar con la hija mayor de la misma familia en la que crió a Dylan Farrow. Parece un juego de palabras, pero en realidad es una inquietante mirada a las cosas: Allen insiste, no violó a su hija menor pero sí, contrajo matrimonio con Soon Yi Previn, a la que presumiblemente vio crecer bajo las mismas condiciones y desde la misma perspectiva en que miraba a Dylan. Cada vez que digo lo anterior, alguien me dice que no es lo mismo.
— No lo es — me dijo una amiga — Dylan era una niña. La otra muchacha… no lo era, para él no. Además, no es su hija de sangre.
— La vio crecer — le recordé — la cuidó, la alimentó.
— No estuvo tan cerca.
— De Dylan tampoco. Más o menos a la misma distancia.
A nadie le gusta sostener esas discusiones conmigo. Soy feminista y por supuesto, siéndolo, asumen que insisto en la culpabilidad de los agresores por mero impulso reivindicatorio. ¡Me lo han dicho! Mi amiga, la que mencionaba antes, me insistió que para mí “todos los hombres son culpables hasta que se demuestre lo contrario”. Y me lo dijo, en específico, por el caso Allen. Ella, historiadora de cine, le parece por completo desconcertante que yo no pueda entender que Allen va “por encima de ese escándalo”.
— Es una niña violada.
— Que dice fue violada.
— ¿Por qué mentiría una niña sobre algo así?
— Fue la madre que la convenció de eso.
La madre que miente, la hija que se deja convencer. Al parecer el único mentalmente estable y sin duda impoluto es Woody Allen.
Lo mismo ocurre con la miríada de casos que salieron a relucir durante el #MeToo. ¿A cuántas mujeres no se les acusó de malinterpretar, de exagerar, de dramatizar, de simplemente no entender que para los hombres el sexo es distinto?
Distinto, claro. Distinto en el sentido en que las cosas suelen serlo en nuestra sociedad. La mujer siempre es emocional, comete errores de juicios, es de hecho, incapaz de distinguir cuando un hombre abusa de su poder y de su posición para el maltrato.
Como Harvey Weinstein, que por 20 años violó mujeres sin disimulo alguno. “Todos sabían a qué iba a ocurrir si te invitaba a una habitación en un hotel”, dijo una actriz, en defensa del productor.
Cuando leí esa frase, me pregunté si todos sabían, por qué nadie hizo nada para evitarlo
Cuando leí esa frase, me pregunté si todos sabían, por qué nadie hizo nada para evitarlo, para hacerlo público, para dejar en claro que una mujer no debe ser asediada de ninguna manera. Pero la culpa, claro está, es de la víctima, que tuvo la osadía de pisar una habitación de hotel, de dirigirle la palabra al productor. De existir, en resumidas cuentas y resultar tentadora. ¿Cómo se puede culpar a Weinstein?
Pienso en los monstruos domésticos que sobreviven gracias a la ceguera, el anonimato y la insistente visión de la mujer en un rol secundario, tristemente limitado y aplastado por una mirada cultural masculina. Hablamos sobre el hecho que la mayoría de los agresores, son protegidos por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual.
En casi todos los países, el delito de violación prescribe. La ley supone que una violación es un delito que se atenúa con el transcurrir del tiempo, que sus secuelas son mucho menos demostrables año tras año. Y lo que resulta más inquietante, que solo puede ser demostrable — una vez prescrito — si el victimario pide declarar voluntariamente.
¿Puede existir una idea más inquietante que el hecho de asumir que solo habrá justicia si el agresor lo admite? ¿Que solo el agresor, que durante años violó, manipuló la ley a su antojo, usó su poder o fama para denigrar y destrozar, podrá ser vehículo de la justicia para sus víctimas? ¿O se trata algo parecido a la justicia poética, una especie de análisis de la justicia que pasa necesariamente por el hecho de confrontar la culpa del victimario?
Como si la palabra del hombre y el agresor fuera capaz de sostener por si misma toda la idea sobre la justicia y la metáfora más inmediata sobre la cultura que propicia la violencia contra la mujer y sobre todo, la estigmatiza, el agresor sólo necesita quedarse callado — como de hecho, suelen hacerlo — no sólo para continuar en libertad sino para demostrar que en su país — y en la mayoría de los países del mundo — la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su víctima.
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