Las personas hemos sufrido un cambio radical en nuestra relación con el lugar en el que nuestro cuerpo se encuentra respecto de las fuentes que lo nutren
El coste de la abundancia |
De dónde vienen todos y cada uno de los productos que uno adquiere en una de esas compras pantagruélicas de hipermercado o, de unos años a esta parte, alguna de esas cajas compradas mediante un clic de ratón y provenientes de no sé sabe dónde, llevada a casa por un anónimo repartidor? ¿Cómo es posible que podamos tener -pongamos por caso- sandía fuera de temporada en España proveniente de Brasil, o teléfonos móviles que fueron fabricados en China, o ropa confeccionada en Bangladesh, etc?
He tenido muy presente estas preguntas estos días, en los que el fantasma de la escasez se ha cernido sobre nosotros por la guerra causada por la invasión rusa de Ucrania y el sospechoso paro de un cierto sector de los camioneros. Disfrutar de este hipercapitalismo global en el que la mayor parte de lo que consumimos en nuestra sociedad de la abundancia se fabrica fuera de nuestras fronteras exige pagar un precio.
En el libro titulado Noventa por ciento de todo la periodista británica Rose George, como se apunta en el subtítulo de su portada, expone "la industria invisible que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato". A través de su lectura se nos da acceso a un mundo absolutamente ignorado, que se concreta en buques gigantescos que surcan el océano cargados de contenedores que luego vemos en la carretera siendo transportados en trailers.
Ese transporte de mercancías vital para mantener nuestro estilo de vida en los países de la abundancia está ligado a un sistema oscurantista de estructuras de propiedad opacas diseñadas con asombrosa pericia para burlar la legalidad de los Estados que resulte inconveniente para los que se enriquecen con ese negocio. El abracadabra mágico se llama "pabellón de conveniencia". Bajo este un barco puede ondear la bandera de un Estado sin relación alguna con su propietario, cargamento, tripulación o ruta. A pesar de que ni las tripulaciones ni los buques han pisado jamás países como Liberia o Mongolia -lo que es natural por ser ambos países de interior- el hecho es que ambos poseen una flota marítima. Por contra, las potencias marítimas después de la Segunda Guerra Mundial, que eran Gran Bretaña y Estados Unidos, han visto menguada significativamente su flota desde el último tercio del siglo pasado.
La mano de obra de esos gigantescos navíos procede de países en desarrollo que proporcionan trabajadores baratos dispuestos a soportar condiciones de trabajo inhumanas. El caso de Filipinas se destaca en el libro por ser sus ciudadanos los más apreciados en el negocio del transporte marítimo al cobrar bajos salarios y hablar inglés.
Desde el punto de vista ecológico los efectos de la navegación son terroríficos. Son miles de barcos navegando todos los días repletos de contenedores. Un buque gigante puede emitir tanta contaminación a la atmósfera como una planta de energía eléctrica a base de carbón. Contaminan más que Alemania entera. Queman combustible búnker. Es el más barato, pero también el más sucio. Es tan basto que es posible andar sobre él cuando se halla a temperatura ambiente. Quemar combustible búnker libera a la atmósfera gases y hollín, incluido dióxido de carbono, compuestos orgánicos volátiles, dióxido de azufre, carbón negro y partículas de materia orgánica. Y con todo, transportar un contenedor por vía marítima resulta más ecológico que hacerlo en avión o camión; los barcos producen 11 gramos de CO2 por tonelada y milla (1,60 kim), una décima parte de lo producido por los camiones. El corolario de todo esto es ineludible: el imperio de la abundancia es incompatible con el bienestar ecológico.
En las sociedades de la abundancia, las personas hemos sufrido un cambio radical en nuestra relación con el lugar en el que nuestro cuerpo se encuentra respecto de las fuentes que lo nutren de todo aquello que es esencial para la vida. No hace tanto tiempo nuestros antepasados aún conocían el origen de lo que poseían y de lo que comían. Los animales de los que extraían buena parte de sus alimentos les eran familiares, así como las herramientas que necesitaban para fabricar y reparar sus objetos cuyo funcionamiento no estaba limitado en el tiempo por la obsolescencia programada; su entorno de trabajo les solía ser próximo y era raro que no pudieran trasladarse a él caminando. Ahora el imperio de la abundancia le exige a cada habitante de la Tierra el desarraigo del suelo que, en combinación con nuestros apetitos prosaicos y personales, nos abocan a estar encadenados a la rueda en giro perpetuo del transporte.
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