Si pudiéramos hacer un ranking de las citas más escandalosas de Margaret Thatcher, seguramente uno de sus éxitos más grandes sería el siguiente, de 1987: “La sociedad no existe. Existen hombres y mujeres individuales, y existen las familias”.
Reduzcamos esta frase a su forma axiomática: “La sociedad no existe”. Desde una perspectiva filosófica es difícil no percibir el paralelismo entre este axioma y el comentario del psicoanalista Jacques Lacan: “La mujer no existe”.
Apariencias aparte, esta última frase no representa una floritura machista. Simplemente explica que la mujer no existe como “la mujer” en genérico. Según Lacan, lo que existe es la relación singular que cada mujer, una por una, se encuentra obligada a establecer con su propio goce inabarcable.
Incluso podríamos combinar las ideas de Lacan y Thatcher en una sola formulación: “La mujer no existe. Existen el hombre y las mujeres individuales”. No es casual que Thatcher hiciera su análisis “ontológico” de la sociedad en una revista británica que se llama Woman’s Own (Lo propio de una mujer, en español). Ciertamente, ¿pueden pensarse juntas las formulaciones de Lacan y Thatcher?
Una persona intentó responder a esta pregunta: el reconocido teórico populista argentino Ernesto Laclau. Laclau seguramente tenía a Lacan en la cabeza cuando formuló una concepción teórica que para muchos “socialistas” fue casi tan escandalosa como la de Thatcher: “La imposibilidad de la sociedad”. ¿Qué conclusiones podemos sacar sobre las posibilidades y limitaciones de la interpretación lacaniana que hace Laclau de la sociedad?
En su ensayo , Laclau argumentó que la sociedad es imposible en el sentido de que nunca se completa. Utilizando el término lacaniano que él mismo emplea: la sociedad se encuentra “en falta”.
Otra manera de decirlo, según Laclau, es que la sociedad debe considerarse una entidad descentrada. La palabra laclausiana para este fenómeno es “antagonismo”. En concreto, Laclau defendió que lo que imposibilita unificar a una sociedad es el antagonismo político. De hecho, esto es el primer principio de su propia teoría de populismo: una sociedad cualquiera se encontrará existencialmente dividida entre el pueblo y la élite. Pero aquí surge una ambigüedad importante.
Laclau no quiere retratar la sociedad —por descentrada que esta sea— como algo monolítico, así que intenta complicar un poco el cuadro. ¿Cómo lo hace? Acaba defendiendo la idea de que, en realidad, hay dos formas de antagonismo en juego en un orden social. Primero, la que limita el orden social como tal, y en segundo lugar la pluralidad de antagonismos que se encuentran dentro de este mismo orden. ¿Por qué esta distinción representa una ambigüedad?
La única manera en que las dos formas de antagonismo mencionadas realmente puedan coexistir es si una de ellas se subordina a la otra. Y esta es la conclusión que saca Laclau. De hecho, es el componente fundamental de su teoría más famosa, la de la “hegemonía”. Pero aquí llegamos a un obstáculo teórico importante. Según la formulación de Laclau, un antagonismo representa el límite de una objetividad social cualquiera. Si también es cierto, entonces, que un antagonismo puede subordinarse a otro, esto implicaría que un “límite de una objetividad social cualquiera” puede encontrarse dentro de otro, lo cual es absurdo.
Así llegamos a una segunda —y, desde mi punto de vista, más productiva— interpretación de la formulación de Laclau (y Thatcher). Presentémosla de manera silogística: es cierto que cada orden social se encuentra limitado por un antagonismo, pero ya que es más que evidente (como entiende bien Laclau) que nuestra experiencia “humana” incorpora una pluralidad de antagonismos de este tipo (la lucha económica, la feminista, la racial etc.), debemos deducir que no existe un solo orden social que pudiera condensar todos estos antagonismos, sino que existen tantas formas de orden social como antagonismos que les corresponden.
Lo primero que notaremos de este último argumento teórico-político es que se conforma con ideas importantes que han surgido de la filosofía contemporánea. Aquí tengo en mente aquel grupo de pensadores que suelen llamarse (aunque algunos de sus miembros rechacen el término) “realistas especulativos”. La segunda de estas palabras —especulativos— puede ignorarse por el momento (es la más complicada y controvertida de las dos), pero el término “realismo” tiene bastante importancia teórica. ¿De qué va?
Buen ejemplo de esta filosofía es el llamado “nuevo realismo” del joven pensador alemán Markus Gabriel (un término que Gabriel toma a su vez de la obra del escritor italiano Maurizio Ferrari). En su excelente libro Por qué el mundo no existe (un título que podría considerarse una tercera iteración de las tesis que discutimos al principio de esta columna), Gabriel establece que para que todos los elementos que existen en un mundo puedan existir, el mundo como tal no puede existir.
O al revés, si el mundo existe, sus elementos no pueden hacerlo. Dado que es evidente, sin embargo, que los elementos de un mundo existen (¿quién podría seriamente refutarlo?), debemos concluir que el mundo no existe. Seguramente puede verse la conexión entre este silogismo y el que se presentó anteriormente.
Me parece que hay un resultado político-teórico importante en relación a todo esto. Implica que podemos retener lo que solía llamarse la hipótesis populista —algo que personalmente quiero hacer, porque la idea de que toda situación social se encuentra limitada por un antagonismo entre el pueblo y la élite me parece la única manera válida de contemplar la política— sólo si abandonamos la teoría de hegemonía que tradicionalmente la ha acompañado. Esto implicaría romper con la época “clásica” de la teoría populista, popular en formaciones políticas como Unidas Podemos, por ejemplo. El nombre que propongo para este nuevo enfoque es “el populismo de las singularidades”, como recoge La política que viene: Hacía un populismo de las singularidades.
Las consecuencias políticas de este proyecto creo que son explosivas. Si lo que he argumentado hasta ahora es correcto, me parece que se disuelven, por ejemplo, las disputas “filosóficas” entre comunistas y populistas, o entre feministas y TERFS. Me acuerdo de un bestseller español de hace unos años, La Trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé, que argumentó que todas las batallas “culturales” de la izquierda contemporánea deberían reducirse mejor a sólo una: la económica.
Mi cuestionamiento a este argumento no es su sesgo “economista” —que es una problemática no muy original—, sino que considero que el autor tiene una idea falaz del espacio social en que se supone que van surgiendo las tensiones que describe. Si la “dispersividad”, como yo la llamo, de este espacio se toma en cuenta, creo que el problema relevante desaparece como humo en el cielo nocturno.
Más allá de esto, si aceptamos la premisa de que lo que suele llamarse una sociedad es en realidad un elemento disperso, también debemos preguntarnos en qué sentido el Estado existe, además de si esta nueva forma de populismo debería automáticamente considerarse “soberanista”, qué implicaría este aspecto para el concepto del nacionalismo, y qué tipo de afecto (no-edípico) acompañaría a un antagonismo populista singular de este tipo, por no mencionar la cuestión clave de qué tipo de líder podría mantener en marcha una singularidad política del tipo que hemos descrito.
En resumen, creo que ya es hora de un nuevo enfoque teórico y político para la izquierda. Propongo que se llame “el populismo de las singularidades”. Asumiendo que quizás ya sea evidente cuál puede ser su primer emblema teórico: la sociedad no existe.
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