La cantante Paloma San Basilio restó importancia a las acusaciones de acoso y abuso sexual contra Plácido Domingo y dejó claro, que en lo que a ella respecta “el señor Domingo siempre fue un caballero conmigo, un gran compañero y un generoso artista, de los que no abundan, y con el que tuve el privilegio de compartir escenario”. Como si semejante y apasionada defensa no fuera suficiente, aseguró que era “el mejor artista que conocía”.
Las declaraciones de la cantante llevan ya sus buenas semanas rodando de un lado a otro en artículos de revistas del corazón y uno que otro texto, que sigue ocupándose a despecho la historia de Domingo, que pasó a engrosar esa larga lista de casos que la opinión pública olvida demasiado rápido. Es inevitable supongo: la hipercomuncación actual hace por completo imposible que un tema pueda ser actual por demasiado tiempo. De modo que sí, Domingo y el escándalo que le rodea ya es otro de los tantos chismes de un año plagado de sucesos muchos más importantes y de envergadura.
Sólo que, en realidad, no es otro caso, pienso mientras veo la fotografía de Paloma San Basilio, sonriente junto al gran tenor. Se trata en realidad de otra prueba que el abuso sexual, el acoso y el maltrato de género continúa siendo un tema que nuestra cultura continúa minimizando, restándole importancia y que, en cada oportunidad posible, reduce a una discusión de opiniones. Un debate incómodo que confronta la versión de la víctima con el escrutinio social. Para buena parte de quienes leyeron la opinión de San Basilio, que participaron en las discusiones en redes sociales sobre el tema y, al final, sacaron alguna conclusión sobre lo ocurrido, el tema no es la víctima o su sufrimiento, sino el contexto que rodea al gran hombre, al acusado improbable, al tenor extraordinario convertido en objeto de curiosidad pública.
Hace unos años, la poeta Luna Miguel se preguntaba en voz alta el motivo por el cual el mundo literario universal había ignorado el hecho que Pablo Neruda violó a una mujer. Que no sólo lo admitió de manera pública y concisa en sus memorias Confieso que he vivido sino que además, lo incluyó como parte de sus vivencias como cónsul en Colombo, Sri Lanka, en 1929. Lo hace además, con enorme sencillez, como si se tratara de una anécdota más en lo que sin duda fue una vida larga y azarosa. Durante más de cuatro décadas, la confesión pasó desapercibida e incluso, fue interpretada de diversas formas por literatos e intelectuales. Por último, desapareció en medio de los rumores habituales que suelen rodear a toda figura pública.
La pregunta de Miguel forma parte de un artículo titulado Por qué sí es importante hablar de la violación de Pablo Neruda, que se cuestiona no sólo el hecho del silencio público sobre el acto de violencia cometido por el escritor sino además, la forma cómo se analiza. Se justifica, se habla de ficción y por último simplemente se invoca el nombre del gran hombre, el Nobel que lleva a cuestas. Al final, se trata que la agresión contra una mujer no puede competir nunca con la fama y el reconocimiento de una figura de talla histórica. La cultura te lo deja claro.
No se trata de un caso único, por supuesto: el menosprecio hacia los alcances y consecuencias de la violencia contra la mujer suele ser moneda común en nuestra sociedad. Se justifica, se intenta minimizar e incluso se estigmatiza a la víctima, todo en beneficio de la percepción de la agresión de género como un hecho cultural aceptable. Lo ocurrido con Neruda es sólo otro ejemplo de esa peligrosa normalización de la violencia contra la mujer en todo ámbito. Una mirada indiferente no sólo a lo que puede significar la violencia de género sino además, sus implicaciones culturales. La agresión contra la mujer normalizada y convertida en parte de una noción cultural mucho más amplia y compleja de la que podemos suponer a primera vista.
Durante los últimos años, otro ejemplo paradigmático de la manera como se asimila y se minimiza el impacto del maltrato físico contra la mujer estuvo en plena discusión pública durante las últimas semanas: las declaraciones del director Bernardo Bertolucci, admitiendo haber maltratado y aterrorizado a la actriz Maria Schneider para obtener de ella “una mejor actuación” recorrieron el mundo. Ya la actriz había comentado sobre la circunstancia unos años antes de morir de cáncer en el 2011. En una entrevista, Schneider aseguró que «debería haber llamado a mi agente o mi abogado para que me protegiese en el set, porque no se puede obligar a alguien a hacer algo que no está en el guion, pero en ese momento, no sabía eso». Se refería a la escena en la cual su personaje es sodomizado por el de Marlon Brando, una de las más recordadas y duras de la película. Schneider, que entonces sólo tenía diecinueve años, se encontró en medio de una situación violenta y abusiva que además, no podría controlar. En la misma entrevista, María contó que la escena no se encontraba en el guion original debido a que fue una idea de Brando, que sólo consultó con el director en privado antes de llevarla a cabo. La actriz nunca tuvo conocimiento pleno de lo que sucedería y aún peor, no fue advertida que la «idea» de Brando incluía violencia física. Schneider admitió haber llorado y gritado de «miedo auténtico» durante toda la toma, aunque sabía que no se trataba de algo real. «Me sentí humillada y para ser honesta, un poco violada, tanto por Marlon como por Bertolucci. Después de la escena, Marlon no me consoló ni se disculpó. Afortunadamente, fue solo una toma», contó María. Cuando se quejó sobre lo ocurrido, el actor Marlon Brando desestimó su miedo posterior restándole importancia. «María, no te preocupes, sólo es una película», llegó a decirle.
Aunque las declaraciones llamaron la atención de la prensa y se debatió la “libertad artística” de Bertolucci para con sus actrices, la polémica se mantuvo minimizada e incluso invisibilizada hasta que el propio director confesó a viva voz y sin arrepentimiento alguno haber maltratado María en búsqueda de lo llamó “autenticidad emocional”. Envuelto en el esplendor del mito que le rodea, Bertolucci admite en cámara que «quería su reacción (de María Schneider) como una niña, no como una actriz». Y cuenta, sin prurito alguno, que necesitaba que «llorara y mostrara emociones verdaderas». No sólo resulta escalofriante lo que sugiere el hecho que un hombre que se llama a sí mismo artista necesitara agredir a una mujer para obtener de ella una actuación fidedigna, sino además el discurso misógino que se percibe entre líneas. Para el director, una mujer no puede actuar, sino que siente, lo que colocaba a cualquier actriz en un estrato casi infantil en el que debe ser tutelada desde la manipulación y la presión emocional.
Hollywood está lleno de historias parecidas y su recurrencia parece un síntoma evidente del hecho que el arte — o una interpretación retorcida sobre el concepto — parezca ser una justificación para el maltrato físico y emocional de la mujer. La actriz Tippi Hedren, descubierta y encumbrada por el director Alfred Hitchcock, aseguró hace poco en su libro Tippi: A Memoir que el director abusó física y emocionalmente de ella, en lo que llamó un «intento por obtener su mejor actuación». La actriz admite que el término «acoso sexual» no existía en Hollywood y sabía que la meca del cine apoyaría al director en caso de cualquier acusación. «¿Quién era más valioso para el estudio, él o yo?», se pregunta Tippi en su libro, como un resumen a la actitud de Hollywood — y quizás de la cultura de la época — acerca de agresiones semejantes.
Otra de las víctimas de los excesos de diferentes directores contra las actrices amparándose bajo la «expresión artística» es la actriz Shelley Duvall, que interpretó el papel de Wendy Torrance en la película El resplandor, de Stanley Kubrick. Conocido por su perfeccionismo y, sobre todo, por su obsesión por los detalles, el director aterrorizó y maltrató psicológicamente a la actriz para obtener «la mejor actuación de su vida». La actriz apenas soportó el asedio y una vez culminado el rodaje, ingresó en un centro psiquiátrico. Nunca se recuperaría del todo de la terrorífica experiencia que vivió durante la filmación de la película: Duvall desapareció paulatinamente del escenario cinematográfico y durante las últimas dos décadas entró y salió de centros de salud mental debido a su precario equilibrio psiquiátrico.
No obstante, ni Kubrick ni tampoco Hitchcock fueron acusados de maltrato y mucho menos, de abuso debido a su comportamiento en contra de sus actrices. De la misma manera como ocurrió con Pablo Neruda y Bernardo Bertolucci ninguno debió disculparse ni seguramente creyeron que debieran hacerlo. Para el mundo del espectáculo, el sufrimiento femenino parece ser parte de una serie de exigencias que cualquier actriz debe asumir como necesario y que es un reflejo del menosprecio con que se suele analizar la violencia de género. Una distorsionada percepción sobre los límites de la violencia como forma de presión o manipulación no sólo física, sino también psicológica.
De la misma forma como Neruda narra en sus memorias la violación de una mujer como un apunte intrascendente dentro de su vida, Bertolucci admite que buscó filmar lo que llama «el dolor real» de una mujer. Y lo llama arte. Más allá de eso, lo llama «expresión artística» como si pudiera ocultarse el grave cariz que supone la violencia contra la mujer en cualquier situación por el solo hecho de obedecer a lo que parece ser una aspiración estética. Pero incluso a pesar de las declaraciones de Bertolucci — el hecho que el director reconoce sin arrepentimiento alguno que humilló e hizo daño físico y emocional a la actriz — continúa debatiéndose sobre si lo ocurrido durante la filmación de El último tango en París fue en realidad un delito o una agresión. Como si el dolor de una víctima no fuera suficiente o, al menos, no tuviera el impacto necesario para ser analizado como un fenómeno concreto.
¿Por qué el maltrato físico hacia la mujer se justifica en cualquier contexto? Desde la violencia física y sexual hasta el acoso psicológico, nuestra cultura continúa enviando mensajes confusos sobre la posibilidad de agredir a una mujer bajo determinado contexto. De la misma forma como se disculpan las agresiones bajo el techo conyugal y se excusa bajo la noción de lo doméstico, hay una insistencia preocupante sobre el hecho de calificar el maltrato a la mujer como un riesgo medido y normalizado en nuestra sociedad.
La escritora Erica Jong meditó sobre el tema en su novela Fear of Flying, en la que debatió sobre la revolución sexual y sus falsas promesas. Como si analizara lo sucedido en el plató de la obra de Bertolucci, Jong se pregunta en voz alta si la liberación sexual la mayoría de las veces tuvo un precio muy alto en confusión y dolor. Si analizamos su premisa en el contexto de directores como Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick y Bernardo Bertolucci o lo ocurrido con Pablo Neruda, es evidente que el juego de poderes suele provocar situaciones en las que la mujer termina devastada por un tipo de violencia que se normaliza bajo el sustrato de lo “cotidiano”. ¿Cuántas mujeres alrededor del mundo no deben soportar ser agredidas, maltratadas o violadas porque es parte de la cultura en que nacieron? ¿Cuántas veces una mujer no debe asumir que la violencia es parte de sus relaciones familiares y de pareja por el mero hecho que el entorno insiste en minimizar el verdadero impacto que el maltrato puede tener en sus vidas? ¿Se trata de una percepción sobre el acoso distorsionada por una visión machista sobre lo que la violencia puede ser?
María Schneider murió restando tanta importancia a lo que le ocurrió en el set de El último Tango en París que llegó a considerarlo «un sacrificio artístico». La mujer ultrajada por Neruda sin duda sufrió cada día de su vida el dolor y el terror de la violencia sexual que padeció luego del ataque que sufrió a manos del escritor. Ninguna de ellas, como tampoco cientos de mujeres maltratadas alrededor del mundo, fueron consideradas víctimas. La violencia que sufrieron fue invisibilizada en favor de cierta peligrosa idea cultural que asume el maltrato como parte de la vida de las mujeres. Un elemento con el que deben lidiar a diario como elemento ineludible de la sociedad e incluso de su naturaleza. En la actualidad, Bertolucci sigue siendo reverenciado de la misma manera que lo es Neruda, considerado ambos iconos artísticos de nuestra cultura. La estela del maltrato físico al que sometieron a mujeres en diferentes momentos de su vida, no parece ser lo suficientemente contundente como para empañar la imagen idealizada que se tiene de ambos. Una idea perturbadora porque demuestra una mirada a las intrincadas relaciones de poder en las que la mujer sigue siendo aplastada bajo la visión cultural y moral que sigue intentando definirla, sin lograrlo.
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