VÍCTOR J. VÁZQUEZ
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de SevillaEl poeta corrupto y el Estado |
Lo que cuenta el poeta en su diario póstumo es que un chiquillo de doce o trece años "se ocupó" con él en un prostíbulo. Nos dice también que este "infeliz galeotillo" de Manila no se dejaba besar, y que él quería un cariño que aquel niño no daba. Cierra este relato Jaime Gil de Biedma confesando que, en cualquier caso, los chiquillos no le gustan: "el colegial con el colegial, el adolescente con su amigo íntimo". El escritor Andrés Trapiello, que denunció en su momento la indulgencia gremial con esta confesión de pederastia, ha cuestionado hace unos días que una institución pública homenajee, como recién ha hecho el instituto Cervantes, a quien se había inhabilitado moralmente con su conducta. No se trata, queda claro, de censurar obra alguna, sino que lo que aquí se plantea es si el Estado puede prestar su prestigio a alguien que se retrata en una actitud que ofende la ética más elemental de nuestra comunidad. Dicho de otra forma, si es tolerable que el Estado actúe con el cinismo moral de poner una vela a Dios y otra al diablo.
Pero el dilema que con repercusión e inteligencia ha sido planteado por Trapiello puede, no obstante, ser objeto de una formulación diversa. El presupuesto básico, en este concreto caso, es que convenimos en que el poeta corrupto es también una pieza esencial para la comprensión de la poesía española contemporánea. Está lejos de ser, por lo tanto, el juicio de su valor y prestigio literario un caso difícil, como tampoco es cuestionable la propia valía de la obra literaria en litigio, ese Retrato del artista en 1956 que, como expone Andreu Jaume en su canónica edición, es en su sordidez distante y extrañada, una de las cimas de género en lengua castellana. Situados aquí, la pregunta que debemos formularnos es la de si el Estado ha de hacer excepción en su genérica obligación constitucional de reconocer y rendir culto a nuestro patrimonio literario, por el hecho de que haya un componente abiertamente abyecto en la biografía del autor.
Ante este dilema es tentadora una respuesta inmediata: la persona de Gil de Biedma no merece ningún acto público que celebre su honor. Una sentencia que alguno puede considerar certera pero que no casa con los hechos que aquí se cuestionan. Y no lo hace, en primer lugar, porque el poeta está muerto y no es, por lo tanto, la persona de Gil de Biedma beneficiario neto de dicho homenaje institucional. Al suprimir dicho reconocimiento, no se priva a Biedma de una distinción, sino que la privación tendría como destinatario aquel colectivo al que van dirigidos todos los actos de promoción cultural por parte del Estado, es decir, la sociedad. Por lo tanto, cuando se insta al desprecio estatal para con el talento de los inmorales, el argumento de fondo, en realidad, es que hay un elemento corruptor de la propia sociedad en el hecho de que el Estado muestre su adhesión a la persona que se ha retratado en un comportamiento vil. En este punto, sin embargo, se impone una segunda matización, y es que el objeto del reconocimiento, es decir, aquello que el Estado promociona, no es a Jaime Gil de Biedma en tanto paradigma de la virtud, sino en tanto escritor.
Todo esto nos sitúa en una discusión, la de la posibilidad de separar al autor de su obra, que no por manida deja de ser pertinente. Y lo es, principalmente, porque dicha posibilidad, a los efectos concretos que aquí nos referimos, sí existe, y radica, simplemente, en una habilidad puramente intelectual que todos alguna vez hemos puesto en práctica: reconocer la excelencia estética del artista y despreciar simultáneamente sus actos o su persona.
Insisto en lo de habilidad intelectual porque, si hablamos del sustrato ético sobre el que el Estado ha de actuar en este ámbito, entiendo que forma parte nuclear del mismo presuponer la inteligencia de sus ciudadanos y dirigirse a ellos al margen de cualquier cautela paternalista. Por eso no creo que con el reconocimiento a Biedma el Estado confunda a la ciudadanía con mensajes contradictorios, y ello es así porque cualquier ciudadano puede asumir que el reconocimiento al artista y a su obra no excluye de ningún modo la pertinencia del juicio ético sobre la persona. De hecho, la propia polémica que este homenaje ha traído consigo es prueba evidente de que situar la obra de un gran autor en el debate público, tiene entre otros beneficios netos el de que con ello también se abren las puertas de su biografía y de su tiempo como un espacio para la reflexión y discusión moral sobre la miseria y la grandeza que en toda vida se disputa. Y es justo decir que a esta necesaria confianza en la mayoría de edad de nuestro entendimiento para acercarnos a la suciedad del tiempo y los materiales con los que están hechos las vidas, apeló hace ya mucho y con razón el propio Trapiello, reclamando su lugar para los buenos escritores falangistas en los libros de literatura.
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