JOAQUÍN A. ABRAS SANTIAGO
Como no aprendamos a abandonar la queja, corto futuro se avista en demasiado cercano horizonte
osiblemente lo peor que pudo suceder a Granada, para torcerle sin remedio su dorado porvenir, después de la conquista por los Reyes Católicos, no fue sino el descubrimiento -sólo meses más tarde- del continente americano y el inmediato establecimiento de la llamada Carrera de Indias que hizo que Sevilla creciese y se desarrollase económica y socialmente, para convertirse pronto en una de las grandes urbes de Europa, seguramente la más privilegiada en el camino hacia el Nuevo Mundo, el progreso y la opulencia.
Si Granada, por ser la última ciudad de la península incorporada a la corona de España, vio nacer en torno de si una vaporosa aureola mítica, plena de ensoñación y de leyendas, convirtiéndose en una meta apetecida por muchos viajeros y aventureros de toda Europa, el amplio ventanal americano que se fue abriendo desde el inicio del siglo XVI en la vertiente de las costas oceánicas, desdibujó en muchos sentidos el que se presagiaba -y no con poco fundamento y razón- como esplendoroso futuro que nunca fue para esta ciudad y su entorno que se vio abocada a recluirse en un marco de creciente -y quizá, también, asfixiante- romanticismo. Y así hubo de acontecer, contra todo pronóstico, hasta la muerte del Emperador, monarca que quiso ser el constructor de lo que, durante un demasiado corto espacio de tiempo, fue casi sólo en su testa coronada -y luego la utópica Cristianópolis de J. V. Andreae- fundando, felizmente, la granadina Universidad, además de otras magníficas iniciativas arquitectónicas que al menos propulsó, aunque dejó sin acabar, muy al contrario de su hijo, Felipe II, que jamás puso un pie en esta tierra en la que, pese a haber sido en ella -parece que muy felizmente- engendrado ningún interés hubo de mostrar hacia ella, seguramente por hallarse en un camino hacia ninguna parte y al que había que venir expresamente, en medio de un -su- imperio universal.
Sin embargo, la diadema romántica que luce sobre Granada, persiste y la convirtió en destino deseado por multitud de viajeros, hasta transfigurarse en lo que, modernamente, se denomina "destino turístico de primer orden", característica que se desdibuja, no sólo ante la poderosa Sevilla -que no ha perdido un tren en siglos- sino muy especialmente ante esa otra estrella que refulge, cada día más en Andalucía, cual es Málaga, cuyo sagaz empresariado; que renunció desde siempre a instalarse en el cómodo e improductivo sillón de la queja y a la espera de la dádiva administrativa; sabe inventar con inusitada audacia y evidente efectividad. Como los granadinos no aprendamos a abandonar la queja -esa que nadie escucha- y a movernos de maneras mucho más arriesgadas y efectivas, corto futuro se avista en demasiado cercano horizonte. ¿O no?
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