TRIBUNA
En el futuro, el niño |
Por muchas trabas ideológicas o interesadas que le pongamos, la vida siempre se revela a la postre con toda su fuerza. Hemos querido ladear la existencia de un equilibrio, que no sólo es ambiental, sino humano, personal, y la realidad se nos está imponiendo inexorablemente, aunque se tome sus tiempos. Así sucede con la demografía, algo más que un mero concepto.
Lentamente, no sin dificultad, se va extendiendo entre nosotros la conciencia del invierno demográfico. O lo que es igual, de algo tan simple, tan obvio, como que, si no nos multiplicamos, si no procreamos, el porvenir se nos tornará muy oscuro e, incluso, inexistente. Paradójico el ser humano, capaz de construir civilizaciones, de conquistar nuevos espacios y poblarlos; pero también de borrarse a sí mismo como especie, y no por efecto sólo de agentes externos (grandes meteoritos que chocan, cambios climatológicos, etc.), sino de su propia voluntaria inconsciencia o de un letal egocentrismo al margen de las comunes necesidades. ¿Cómo puede llegarse a esta situación?
El hombre no es sólo razón y sentido común, como pensaban los ilustrados dieciochescos, sino irracionalidad, libertad, incluso para perjudicarse a sí mismo creyendo erróneamente que se trata de su propio beneficio. La Historia está llena de ejemplos.
En el tema de la natalidad, los datos son, sin lugar a dudas, preocupantes y necesitados de respuesta. Los estudios realizados son numerosos, pero no es este lugar para abrumar con sus resultados al lector. Bástenos con una significativa muestra del INE, reciente, referida a España. En los dos últimos años (2015 y 2016), el número de defunciones superó al de nacimientos y esto, lejos de ser algo meramente coyuntural, es el resultado de la continua caída de los segundos desde 2008 (un 21,4%).
El envejecimiento progresivo de la población y sus efectos sobre las pensiones y el gasto público (como casi siempre, la Economía) comienzan a crear algunas señales de alarma, incluso entre aquellos más resistentes inicialmente al reconocimiento del problema. Asunto que pisa tantos callos ideológicos y conlleva medidas tan contrarias a los valores sociales dominantes, no puede por menos que ser eludido por muchos en edad de procrear, pero también por parte de intelectuales y gobernantes, llamados a actuar sobre algo que, de entrada, tendría poca rentabilidad para ellos a corto plazo.
La tentación es obviar la responsabilidad, invocando el carácter compensatorio de los inmigrantes (sin tener en cuenta los problemas anexos ni el hecho de que ellos también envejecen), la crisis económica, las dificultades de los jóvenes para encontrar trabajo o la precariedad del mismo. Y no negaré que todo ello sea cierto, aunque a todas luces insuficiente como explicación. Bastaría con recordar cómo, históricamente, las épocas de dificultades económicas no fueron más parcas en nacimientos que aquellas en que las cosas iban bien. Así, la mejora de la Economía en España no se ha traducido precisamente en un aumento de la natalidad, sino todo lo contrario.
Como tantas otras cosas en la vida, las decisiones individuales se ven tamizadas por los valores sociales, la mentalidad colectiva y el filtro que impone la propia realidad. Estamos en la sociedad del bienestar con sus numerosas posibilidades y rechazos. Solemos asociarla con razón a comodidad, utilidad y pragmatismo, que sin negar cierta conciencia del entorno y sus exigencias, se imponen a otros valores, antaño extendidos entre nosotros. Se vincula a ella, asimismo, el nuevo estatus alcanzado por la mujer: su salida del ámbito doméstico y su presencia cada día mayor en el trabajo y puestos de responsabilidad al margen del hogar. Sin olvidar la profunda secularización de la sociedad y la irrupción en ella, con fuerza a partir de los 60, de las ideologías maltusianas, antinatalistas, además de las feministas y ecologistas radicales. El chivo expiatorio de todo ello es el niño, el hijo, aunque después se le quieran reconocer, a manera de compensación, unos derechos con frecuencia fuera de lo razonable.
Si bien la decisión de tener hijos, insisto, es fruto en última instancia de una decisión personal, qué duda cabe de la implicación en ella de factores desmotivadores. Los críos dan trabajo, suelen ser latosos, pueden dificultar la ambición personal y producir un choque de intereses y derechos. Pero a esto, hoy reforzado, se une una actitud muy generalizada, plasmada en leyes, que apuesta por restar valor a la familia natural, minar la estabilidad matrimonial y desmotivar la natalidad, así como por desvincular radicalmente la vida sexual del matrimonio y la función procreadora, y realzar el trabajo de la mujer fuera del hogar a costa del realizado dentro, junto a los hijos. No son, ciertamente, buenas credenciales para afrontar un reto que nos incumbe a todos y amenaza con convertirse en una pesadilla. Se impone enmendar la plana.
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