TRIBUNA
Universidad, investigación y mercado |
Los términos universidad y universalidad se confunden cuando se dice que la misión de la universidad es galvanizar la investigación y la transmisión del conocimiento con carácter universal, en términos de validez y eficacia planetaria. A mi juicio, esa afirmación debe matizarse en función de qué consideremos investigación científica y de lo que ésta persigue dentro de cada campo del saber.
Desde el primer ángulo, es común distinguir entre investigación básica y aplicada. La primera es la acumulación progresiva del conocimiento que no atiende a un provecho específico. Lo que los socráticos llamaban búsqueda de la verdad, con independencia de su utilidad material. Ése fue el objeto primigenio de la Filosofía y de las Ciencias puras, y lo es en gran medida de las Ciencias Sociales y de las Humanidades; campos indefectiblemente ligados a problemas vitales y existenciales. Por el contrario, la investigación aplicada apela a la practicidad material, cuyo objeto principal es resolver problemas específicos desarrollando soluciones y productos, como hacen por ejemplo las Ingenierías.
Desde la perspectiva de los campos del saber no puede afirmarse que todo conocimiento tenga una misión universal. Antes bien, el objeto de la mayoría de las Ciencias Sociales está apegado a la realidad cercana, como la piel al cuerpo, más que a una vocación transnacional o universalista. Éste es el caso del Derecho. Los múltiples condicionantes históricos y culturales que están en el sustrato de cualquier sistema jurídico son difícilmente extrapolables con carácter universal. Podemos hablar de un Derecho español (incluso andaluz) o, bajo ciertos parámetros, de un Derecho europeo; pero es forzado hablar de un Derecho global, por muy globalizados que estén algunos aspectos de la realidad que, lógicamente, requieren instrumentos jurídicos de acompañamiento, sobre todo en el terreno de los negocios y de las relaciones internacionales.
Evidentemente, el mercado está mucho más interesado en la investigación que puede rentabilizarse que en la que solo persigue, por así decirlo, el "saber por el saber". La lógica del mercado explica también que la medición de los resultados de la investigación en clave anglosajona y global impere, imponiendo sobre qué se puede investigar y sobre qué no en pro de un beneficio inmediato que está muy presente en las publicaciones "de prestigio". Se generan así mecanismos de validación que siguen criterios mercantiles referidos a los resultados que conllevan mayor rentabilidad. Pero pretender aplicar esa lógica en las Ciencias Jurídicas o en las Humanidades es ilusorio porque se trata de una métrica utilitarista que dista mucho de la realidad académica en la que se desenvuelven esos otros campos del saber, condicionados por la realidad inmediata que los forja y les da sentido.
Por otra parte, los fondos para investigar sobre temas de interés para las empresas y la industria siempre serán mucho más abundantes que para investigar sobre cuestiones locales o de interés para minorías. Además, la financiación que proviene del mercado limita la libertad de pensamiento y de crítica cuando los resultados de la investigación no son favorables a sus intereses. Paralelamente, protege férreamente la propiedad intelectual de esas invenciones, generando un modelo de apropiación privada del saber que impide su difusión pública y gratuita a fin de asegurar el retorno y la ganancia.
Mi experiencia personal me ha enseñado que ese es uno de los problemas larvados de la universidad privada. Por un lado, la presión de los rankings como fuente de prestigio para competir por los alumnos, y, de otro, la necesidad del mercado para financiar la investigación y la universidad misma les hace abrazar un concepto de investigación sesgado, orientado sólo a lo útil y rentable, que deja atrás el puro afán de conocimiento y la investigación básica. Aunque la ley de universidades obliga a todas éstas, con independencia de su carácter público o privado, a promover la investigación básica y la aplicada en igualdad de condiciones, lo cierto es que la primera, que requiere años de desarrollo y que no transforma en precio sus aportaciones, solo tiene cabida cuando se financia al margen de la idea de rédito, lo que en puridad apela a la financiación pública y la idea de servicio integral a la sociedad que es genuina de las universidades públicas. Por ello, en los tiempos que corren, después de la crisis económica y de valores que nos ha asolado, reivindicar la universidad pública resulta un imperativo categórico.
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