viernes, 30 de noviembre de 2018

El riesgo de la ropa y la cultura de la violación elhuffingtonpos

DEANDROBOT VIA GETTY IMAGES
La cultura de la violación se acepta

Hace unos días, un amigo me previno sobre el peligro de "llevar escote" en la ciudad en que vivo. Lo hizo, luego que dos desconocidos me hicieran comentarios vulgares y directamente sexuales por llevar una camiseta ajustada. Mi amigo había salido en mi defensa en ambas ocasiones. En una de ellas, el sujeto se había disculpado en voz baja. "No sabía que era tu mujer", susurró sin mirarme. Me quedé aturdida y enfurecida mientras lo miraba alejarse calle arriba. Mi amigo sacudió la cabeza, incómodo.
—Es mejor lleves un suéter o algo así. No siempre estaré para cuidar de ti — dijo.
No supe que decir, de pie a mitad de la calle. En un gesto reflejo, me cubrí los pechos con los brazos, preguntándome por qué lo hacía pero sin poder evitar el gesto. Tuve la sensación dolorosa — y lamentablemente recurrente — que me encontraba atrapada en una especie de jugarreta incómoda de la cultura en la que nací, en esa normalización de la violencia tan común en el país que vivo. Al final, me obligué a dejar caer los brazos y enfrenté a mi amigo, que aguardaba rígido y nervioso.
—¿Yo debo ponerme un suéter? — pregunté.
—Lo digo por tu bien.
Eché a caminar, abrumada por la sensación de cólera que me sacudió de los pies a la cabeza. Oh vamos, no es la primera vez que alguien te dice algo semejante, pensé. Vivo en un país machista. Desde niña he tenido que cuidar del largo de mi falda, de la manera en que la ropa destaca — o no — mis curvas, la forma en que cualquier prenda puede hacerme víctima, incluso sin saber por qué.
Eché a caminar, abrumada por la sensación de cólera que me sacudió de los pies a la cabeza.
Me detuve. Me encontraba junto a un local con una pared espejada y miré mi aspecto. Una mujer cualquiera, con una camiseta roja que le ajustaba un poco en el busto. Me aterrorizó la idea que alguien pudiera considerar tenía el derecho de hacerme proposiciones sexuales — e incluso, agredirme — por el mero hecho de llevar esa ropa.
Un par de semanas atrás, cientos de manifestantes llenaron las calles de Irlanda llevando entre las manos una tanga. Se trató quizás de una las protestas públicas más sui generis que se recuerde en el país y cuyo único motivo fue dejar muy claro que la ropa que una mujer lleva no es una provocación y mucho menos, una forma de consentimiento de cualquier agresión sexual.
El reclamo también llegó a Twitter bajo la etiqueta #ThisIsNotConsent (esto no es consentimiento), lo que convirtió a la protesta irlandesa en algo global. Cuando leí sobre la noticia, los ojos se me llenaron de lágrimas: el motivo del movimiento callejero y virtual, había sido la absolución de todo cargo de un hombre de veintisiete años que violó a una mujer de diecisiete. ¿El argumento de la defensa? Que la ropa interior de la víctima — una tanga de lazo — era una prueba más que suficiente que estaba "expuesta" y además dispuesta a estar con alguien. La idea al completo me dejó escandalizada y herida.
Me miro de nuevo en el espejo con una sensación de vulnerabilidad casi humillante. Uno de los desconocidos que se me echó encima, me susurró una insinuación sexual tan vulgar que me hizo sentir náuseas. Era un hombre joven, de aspecto pulcro. Un tipo cualquiera de aspecto inofensivo. Pero había algo voraz en su comentario, en el hecho que incluso extendió las manos, en un intento de manosearme. Cuando mi amigo intervino se detuvo, sobresaltado. Y susurró una disculpa que no me incluía. Como si lo que había ocurrido fuera tan corriente como natural. Algo de todos los días.
Por supuesto, en el caso irlandés de nuevo se utilizó el manido recurso de poner en entredicho la credibilidad de la víctima, lo mismo que ocurrió cuando la ya tristemente famosa "Manada" de Pamplona fue juzgada y en otros tantos casos similares que han saltado a la palestra pública en los últimos meses. Se trata de una idea que parece asumir que la mujer tiene un grado de responsabilidad en la violencia que sufre y no solo eso, sino también, que de alguna forma, la ropa que lleva o la manera en que se comporta, es una "invitación directa" para cualquier tipo de agresión sexual.
Era un hombre joven, de aspecto pulcro. Un tipo cualquiera de aspecto inofensivo. Pero había algo voraz en su comentario.
Hace poco, un artículo del periódico El País de España, señalaba que un estudio realizado por el Ministerio de Sanidad del país indicaba que el 14% de los hombres creen que la forma en que viste una mujer puede provocar una violación. El pensamiento me produce escalofríos, mientras contemplo mi imagen reflejada. ¿Cómo se traduce esa tensión malintencionada y peligrosa sobre la mujer? ¿Cómo puede comprenderse la idea que la violencia puede asimilarse de manera tan fácil?
De manera que se trata no solo del hecho de comprender que la cultura de la violación se acepta, sino además, es parte de cierta noción sobre cómo asumimos lo sexual en la actualidad. No es un planteamiento sencillo de digerir, me digo mientras vuelvo a caminar por la calle. Mi amigo sigue sin mirarme y parece avergonzado, aunque en realidad no sé si lo está o llegó a comprender algo de lo que ocurrió.
Por lo pronto, ambos caminamos juntos y casi de manera espontánea, vuelvo a cruzar los brazos sobre el pecho. Pienso otra vez en la cosificación del cuerpo de la mujer, en cómo se asume el sexo como una necesidad que debe ser satisfecha a toda costa. Y de nuevo siento escalofríos. Una sensación de miedo que conozco muy bien.

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