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Hace años, en un bar abarrotado durante la hora feliz después del trabajo, una amiga señaló a un hombre que tenía a su hijo pequeño a hombros. "¿Por qué se habrá traído un bebé a un bar?", se preguntó mi amiga, anonadada.
"Ya te digo", respondí. "¿Por qué querría tener un bebé?".
Este comentario provocó las risas que esperaba. Mis amigos solteros tenían veintitantos años y la perspectiva de ser padres parecía aún muy lejana en el futuro. Yo tenía treintaipocos años, me había divorciado hacía poco y había empezado a pensar que igual no me apetecía tener hijos. En ese momento estaba claro que no; pero quizás no quería tener hijos nunca.
Aun así, el tictac de mi reloj biológico acabó haciéndose oír por encima de la música salsa que bailaba varias veces por semana. Entre los 41 y los 43 años, traté de quedarme embarazada de mi novio, Inti. Más allá de escoger un potencial padre apropiado y quitarme el DIU (dispositivo intrauterino), no me esforcé demasiado. Ninguna visita a obstetras y ginecólogos aparte de mi revisión anual. Ni termómetros ni aplicaciones de seguimiento de mis fechas de ovulación. Durante un tiempo sí que controlé un poco por encima mi ciclo, me insinuaba una vez al mes a Inti y mantenía las piernas en alto después del sexo. Sin embargo, así pasó un año y mi ciclo menstrual seguía tan regular que ni siquiera tuve que abrir el envase de los tests de embarazo.
Suena triste, ¿no? Sí, pero solo en parte. Si me resultara profundamente triste, si fuera la clase de mujer que se siente incompleta sin un hijo, lo habría llevado diferente.
Los amigos que querían tener hijos (y no lo conseguían del modo más común) recurrieron a la clase de técnicas a las que suelen recurrir quienes están en esta situación y tienen dinero. Estos amigos, tanto casados como solteros y casi todos más jóvenes que yo, tomaron hormonas, se extirparon los fibromas uterinos o probaron la fecundación in vitro. Se entrevistaron con posibles donantes de óvulos y espermatozoides y escogieron donante. O pensaron en la adopción. Durante los últimos años, de un modo u otro, todos han tenido hijos.
Si fuera la clase de mujer que se siente incompleta sin un hijo, lo habría llevado diferente.
Por consiguiente, me insistieron en que yo también estaba a tiempo, pero ya no lo estoy intentando y no voy a tomar las medidas heroicas que tomaron. No puedo explicar por qué sin llegar a la conclusión de que no tengo suficienteilusión por tener hijos.
No tengo ningún modelo en el que fijarme ni veo una senda que me ayude a sobrellevar estos momentos. No hice todo lo que estaba en mi mano por ser madre, pero aun así lamento no ser madre. Me intimidan las duchas de bebés, me angustio al pensar en esa primera aparición del recién nacido. Es duro porque antes quería tener hijos, así que siento envidia, pero también es duro porque el hecho de que mis amigos sean padres me sabe a traición. Sí, traición.
Los días de estar juntos y sin hijos han quedado atrás, así como la libertad con la que íbamos al club de salsa los fines de semana, las reuniones improvisadas por sms para la hora feliz. Durante esa época, valoraba mi estilo de vida, lo celebraba y celebraba tener a mis amigos en mi vida. ¿Qué mosca les picó para que cambiaran sus vidas tan radicalmente? Ya lo sé, ya lo sé, estamos en esa etapa de la vida. Y ellos siguen adelante. Nadie me prometió que estaría siempre libre de niños.
Lo entiendo. Sin embargo, pensaba que de algún modo seguiríamos compartiendo impresiones desde estas dos elecciones opuestas de la vida.
Cuando tus amigos abrazan la paternidad y tú no, no hay ningún mapa cartografiado para el terreno en el que te empiezas a mover. Dejan de venir a tus fiestas ("No he podido encontrar canguro, lo siento"). Te invitan a sus fiestas, que no te divierten, invadidos como estáis por niños que quizás te caigan simpáticos, adorables y entretenidos durante un rato, pero a los que no quieres como quieres a tus amigos. Estas reuniones no duran el tiempo suficiente para mantener conversaciones profundas.
Ahora que sois padres entendéis esta nueva realidad. Ponéis los ojos en blanco, pero la entendéis: así es la vida ahora. Sin embargo, vuestros hijos os han arrebatado de mi lado y me duele. Simplemente, me duele. Ya sé que son brillantes y preciosos, pero son niños. Yo os quiero a vosotros, no a estos pequeñajos agotadores.
Socialmente está aceptado que los padres se quejen de la paternidad. Se les permite lamentarse por la libertad perdida. Se les permite decir lo destrozados que se sienten, quejarse de lo ocupados que están o lamentarse por las horas de sueño que han perdido. Pueden dolerse por el estado deplorable de sus hogares y echarles la culpa a sus hijos. Y luego, como para evitar sentirse culpables, se les permite decir que no cambiarían por nada la felicidad y el júbilo que les aporta todo este jaleo y lo mucho que lo valoran.
Vuestros hijos os han arrebatado de mi lado y me duele. Ya sé que son brillantes y preciosos, pero son niños. Yo os quiero a vosotros, no a estos pequeñajos agotadores.
En cambio, está peor visto que quienes no tenemos hijos presumamos de nuestras vacaciones por toda Europa, de lo tranquilas que son nuestras tardes en casa, de lo ordenado que tenemos el salón con objetos frágiles sobre una mesa baja. Si nos entusiasmamos por una actividad que sabemos que nuestros amigos padres ya no pueden hacer, somos dolorosamente conscientes del gesto y la mirada desaprobadora, de cómo nos consideran ingenuos por intentar encontrar una felicidad profunda a través de actividades no familiares. Claro que quizás envidien nuestra libertad. ¿Quién no querría un pequeño descanso de sus hijos para pasar una semana en la playa? Pero, ¿cómo puede encajar semejante vida hedonista con el milagro de la maternidad o con la preciada fuente de felicidad que son los hijos?
Evidentemente, no se puede competir con los padres, principalmente porque todo padre en algún momento de su vida estuvo sin hijos y ningún adulto sin hijos (sobre por elección) sabe lo que es tener hijos. Ese es el as de la manga que tienen todos los padres. Pueden comparar porque han probado ambas experiencias, y ya se sabe que por muy amargamente que se queje un padre, nunca jamás, JAMÁS, dirá que cambiaría a sus hijos por nada.
¿Lo veis? Los padres siempre ganan.
Pero sigo sin tener suficientes ganas de tener hijos como para tomar las susodichas medidas heroicas. Me trae sin cuidado que me digáis lo mucho que merece la pena y me trae sin cuidado lo mono, listo y achuchable que sea vuestro bebé. Desde mi punto de vista, tener hijos sigue pareciéndome más un lastre. Me resulta complicado fingir que no lo encuentro alienante y desconcertante. Mi vida es radicalmente distinta porque (en gran parte) lo he preferido así. Disfruto no teniendo hijos. Y mucho. Tengo la vida desenfadada y aventurera que los padres tienen que esperar 18 años para recuperar.
Me trae sin cuidado lo mono, listo y achuchable que sea vuestro bebé. Desde mi punto de vista, tener hijos sigue pareciéndome más un lastre.
Además, estoy plenamente volcada en mis pasiones: buscarme la vida como escritora independiente, crear un negocio de escritura y asesoría para la escritura e invertir todo el tiempo necesario para que mis memorias sean trascendentes. Pasar noches ininterrumpidas en casa, leyendo en el sofá con luz de ambiente, con un té en el posavasos y con mi novio ocupado en el ordenador.
¿Entonces, qué puede hacer una mujer de mediana edad sin hijos cuando todos sus amigos se convierten en padres y madres? ¿Qué puede hacer una mujer que sigue proponiendo quedar para las horas felices de los bares, una que solo quiere un rato para salir mano a mano y que no se ofrece a hacer de canguro?
Ya somos mayorcitos. Podemos seguir siendo amigos pese a los cambios radicales, podemos asumir los golpes que nos da la vida. Ya me estoy acostumbrando a ocupar un hueco más pequeño en la vida de mis amigos padres. Ahora paso más tiempo con mis amigos sin hijos o con amigos que son padres divorciados.
Han pasado unos tres años desde que tomé la decisión de no ser madre, y aunque Inti y yo no tomamos medidas anticonceptivas, ya no me deprimo cuando me viene la regla para recordarme una vez más que no estoy embarazada. A mis 46 años, sé por dónde andan mis probabilidades. De vez en cuando, por ejemplo en el primer cumpleaños de un sobrino o tras haber mecido y haber sonreído al bebé de mi mejor amiga, me invaden la tristeza y el vacío y amenazan con no dejarme ir. Por eso tengo tanto miedo de arrepentirme algún día de mi decisión.
Ya me arrepiento. Bueno, no. Es complicado.
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