Los abrazos no son una simple costumbre, sino una necesidad, los seres humanos necesitamos el contacto físico para alcanzar la felicidad y reducir el estrés.
Por
Pedro Gargantilla
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En San Fernando (Cádiz) hay un yacimiento neolítico bautizado como Campo de Hockey que alberga algunas excepcionalidades que merecen la pena ser recordadas. Por el tamaño del cementerio debía de ser un poblamiento estable y de gran tamaño. La necrópolis cuenta con sesenta tumbas, la mayoría, y aquí viene una de sus singularidades, son individuales y de enorme sencillez.
También las hay colectivas, en una se han encontrado los restos de dos cuerpos de varones, de edades comprendidas entre la cuarta y quinta décadas de la vida y que, posiblemente, perecieron de muerte violenta.
De todas formas, la tumba más conocida, y a donde quiero llevar la atención del lector, es la que alberga a dos individuos –un hombre y una joven– enterrados mirándose el uno hacia el otro y con los miembros superiores e inferiores entrelazados, en actitud de abrazarse.
En otras palabras, este yacimiento –con una antigüedad superior a los seis mil años– es una evidencia gráfica de que los hombres y las mujeres del neolítico ya se abrazaban, como seguramente también lo habían hecho nuestros antepasados del paleolítico.
Los fisiólogos nos enseñaron hace mucho tiempo que cuando nos fundimos con alguien en un abrazo liberamos en el hipotálamo una hormona –que también tiene la capacidad de actuar como transmisor– llamada oxitocina. Esta pequeña molécula es la llave de la confianza y el amor entre los seres humanos, por lo que algunos científicos la han bautizado como la sustancia de la felicidad.
“Los abrazos no son una simple costumbre, sino una necesidad, los seres humanos necesitamos el contacto físico para alcanzar la felicidad y reducir el estrés.”
Entonces, ¿a más abrazos, más felicidad? Hace unos años un profesor estadounidense de neurología y economía –Paul J Zak– recomendaba dar ocho abrazos diarios –ni uno más, ni uno menos– para duplicar la felicidad, ya que con eso se conseguía que el cerebro secretara una dosis adicional de oxitocina.
En definitiva, los abrazos no son una simple costumbre, sino una necesidad, los seres humanos necesitamos el contacto físico para alcanzar la felicidad y reducir el estrés.
En el lado opuesto, al menos desde el punto de vista de la química empática, nos encontramos con la testosterona, la hormona que se relaciona con el odio y el castigo. Algunos estudios han demostrado que niveles de testosterona por encima del valor máximo de la normalidad producen en nosotros un mayor ímpetu y se relacionan, además, con un número más elevado de divorcios.
Hasta aquí el pasado. Vayamos con el presente. La COVID-19 nos ha privado de muchas cosas, entre ellas de los abrazos, nos ha hecho modificar uno de nuestros actos más naturales al limitarnos el contacto físico. Se ha llegado hasta el extremo de que no abrazar a alguien se entienda socialmente como un gesto de cariño y protección.
The New York Times publicaba hace apenas unas semanas un artículo en el que recomendaba a sus lectores como darse un abrazo de forma segura. Según el firmante debemos situarnos frente a frente de la persona a la que vamos a abrazar y cada uno debe girar la cara en direcciones opuestas.
“Se ha llegado hasta el extremo de que no abrazar a alguien se entienda socialmente como un gesto de cariño y protección.”
A lo largo de los últimos meses hemos podido observar, con asombro, como se han adoptado nuevos comportamientos sociales como sustitutos de los abrazos, por ejemplo, saludarse con los pies –el llamado footshake– o rozarse con los codos.
El año 1816 ha pasado a la historia como “el año sin verano”, debido a una disminución de la temperatura a nivel mundial como consecuencia de la erupción del volcán Tambora. Sería muy buena señal que este año –el 2020– fuese recordado simplemente como el “año sin abrazos”.
Seguramente, en estos momentos más de uno mirará de soslayo y con cierta envidia el abrazo del yacimiento gaditano del Campo de Hockey. Eran otros tiempos, un escenario pretérito en el que los abrazos eran posibles. Hagamos todo lo que esté en nuestras manos para que esos tiempos vuelvan a reinar.
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