Soy consciente de que invado los asientos de al lado. Son los demás los que no saben que mi problema de tiroides no me deja adelgazar.
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Melina Spanoudi
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MELINA SPANOUDI |
No siempre he sido gorda.
Cuando era niña, tenía un poco de sobrepeso, pero no era gorda. A los 15 años, empecé a adelgazar: hacer deporte y comer muy poco me acercó a la talla que me prometía todo lo que mi talla anterior me había estado negando. Pese a mi relación obsesiva con la comida, pensaba que estaba más sana que nunca. Por primera vez en toda mi adolescencia, me sentí bien conmigo misma.
Cuando mi madre falleció de repente a causa de un infarto, la relación tóxica que había tenido con la comida durante toda mi vida se manifestó de golpe. En poco tiempo, engordé 60 kilos y me convertí en lo que todo el mundo me había advertido, lo que muchas personas pasan toda su vida intentando evitar: era, y sigo siendo, una gorda.
En los seis años que han pasado desde entonces, me he dado cuenta de que el mundo es muy pequeño. Antes no podía ni imaginarme lo que es no caber en lugares en los que se da por hecho que cabe todo el mundo, pero ahora, en aeropuertos o cines, me topo de bruces con los problemas de espacio en la nueva realidad de mi cuerpo. He aprendido a acostumbrarme a estar embutida entre los reposabrazos de las butacas y al dolor de espalda con el que acabo en esos asientos. Antes de asistir a un evento, trato de averiguar por fotos de Google si los asientos son suficientemente amplios para mi cuerpo.
Algunas desventajas de ser gorda no son solo deshumanizantes, sino también peligrosas. Todo el mundo habla abiertamente de los problemas de salud que acarrea la obesidad, pero a esas mismas personas les da igual que no haya cinturones de seguridad de tu talla. Es como si los gordos no existiéramos (o no debiéramos existir), como si no fuera necesario fabricar asientos y cinturones suficientemente grandes para que estemos cómodos. Como si no importara nuestra salud si sufriéramos un accidente de tráfico.
Volar también acarrea una serie de humillaciones. Cada vez que voy en avión, los auxiliares de vuelo se acercan a mí para recordarme que baje el reposabrazos al despegar y al aterrizar y yo tengo que mostrarles por gestos que no puedo, que mi cuerpo invade el asiento de al lado y ya está comprimido contra el otro pasajero. Cuando estamos a 10000 metros de altitud, mi comodidad depende de que mi vecino de asiento acceda a mantener subido el reposabrazos y no me humille. Si se niega a renunciar al espacio para el que ha pagado (un derecho que yo perdí cuando me volví gorda), me toca sufrir durante todo el vuelo.
“La gente se cree con derecho a mirar nuestros cuerpos y hacer comentarios sin pararse un segundo a pensar en lo humillante que resulta”
Al igual que sucede con la amplitud de los asientos o la longitud de los cinturones de seguridad, tampoco pensamos en la necesidad de vestirnos hasta que somos incapaces de encontrar una talla en la que quepamos. En el hipotético caso de que la tienda venda prendas de mi talla, suelen ser prendas de complemento para personas delgadas. Pero, claro, las marcas no quieren que los gordos vayamos por ahí desfilando con sus prendas. ¿Quién querría comprar unos pantalones que ha visto puestos en una persona el doble de grande? En vez de eso, parece que la estrategia es ahuyentar a los gordos. Los sujetadores me cortan la circulación y los pantalones en los que me tengo que embutir son un recordatorio de que no debo sentirme empoderada por mi realidad.
Todo esto implica que vivo con miedo de que alguien decida soltarme su frustración por el sacrificio que deben hacer por mí. Cuando me comunican su malestar, sé que su irritación va más allá de la simple molestia puntual. Leo en sus ojos que yo me lo he buscado y que, por tanto, no merezco su simpatía.
Lo que no saben es que ya soy consciente de que invado los asientos de al lado. Son ellos los que no saben lo difícil que es vivir con un cuerpo tan grande. Me juzgan sin saber que mi problema de tiroides no me deja adelgazar. Ni siquiera saben cómo me alimento ni qué me llevó a engordar en primer lugar.
La obesidad es un problema muy privado que, de algún modo, todo el mundo tiene carta blanca para juzgar. La gente se cree con derecho a mirar nuestros cuerpos y hacer comentarios sin pararse un segundo a pensar en lo humillante que resulta. No sé ni explicar lo difícil que es vivir libremente cuando sabes que todas las personas con las que vas a interactuar a lo largo del día van a pensar en tu talla.
Esta pandemia ha logrado alejar a mucha gente de sus lugares favoritos y encerrar a todo el mundo en casa para mantenerse sanos ellos y a los demás. Ahora que estamos evaluando el mejor modo de reocupar los espacios públicos, deberíamos invertir en la creación de lugares en los que las personas gordas nos sintamos bienvenidas. Hasta que no dejemos de percibir la gordura como un fracaso y de negarles a las personas gordas el espacio y la seguridad que merecen, pocos lugares del mundo serán realmente accesibles.
Deberíamos empezar a reconocer que tener una existencia digna no debería depender del tamaño de tu cuerpo, aunque sea tan grande como el mío.
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